El trono de diamante (4 page)

Read El trono de diamante Online

Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: El trono de diamante
2.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿No se os ocurrió cubriros la cabeza mientras os hallabais en Rendor? —preguntó ásperamente Kurik desde la puerta, con una toalla y una bata en las manos—. Cuando un hombre empieza a hablar solo, no existe duda de que ha permanecido demasiado bajo el sol.

—Sólo meditaba, Kurik. He estado alejado mucho tiempo de casa y me va a costar volver a acostumbrarme.

—¿Tal vez no dispongáis de ese tiempo? ¿Os ha reconocido alguien mientras veníais hacia aquí?

Sparhawk hizo un gesto afirmativo, al tiempo que recordaba al petimetre que le había cortado el paso en el mercado.

—Uno de los pelotilleros de Harparín me vio en la plaza que hay cerca de la Puerta del Oeste.

—Entonces, no queda más remedio. Tendréis que presentaros en el palacio mañana; de lo contrario, Lycheas levantaría hasta la última piedra de Cimmura para encontraros.

—¿Lycheas?

—El príncipe regente. Se trata del hijo bastardo de la princesa Arissa y de cualquier incógnito marinero borrachín o maleante, al que, sin duda, ya habrán colgado.

—Me parece que conviene que me pongas al corriente de lo sucedido, Kurik —afirmó Sparhawk mientras tomaba asiento con la mirada tensa—. Ehlana es la reina. ¿Qué necesidad hay de un príncipe regente?

—¿Dónde demonios habéis estado, Sparhawk? ¿En la luna? Ehlana cayó enferma hace un mes.

—¿No ha muerto? —inquirió Sparhawk, con un súbito vacío en el estómago y una insoportable sensación de pérdida al evocar el recuerdo de la pálida y hermosa muchachita de grave mirada cuya infancia había supervisado y a la que, de manera peculiar, había llegado a amar, aun cuando sólo contara con ocho años cuando el rey Aldreas lo exilió a Rendor.

—No —repuso Kurik—, no está muerta, aunque prácticamente es como si así fuera. Ahora, salid de la bañera —le ordenó mientras preparaba la amplia y áspera toalla—. Os lo contaré durante la comida.

Sparhawk asintió y se irguió. Kurik lo secó rudamente y después lo envolvió con la cálida bata. Sobre la mesa de la estancia contigua había un plato con humeantes pedazos de carne que flotaban en una salsa, media hogaza de pan moreno, un trozo de queso y una jarra de leche fresca.

—Comed —apremió Kurik.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó Sparhawk al sentarse a la mesa para comenzar, observando con sorpresa que se encontraba hambriento—. Empieza por el principio.

—De acuerdo —aceptó Kurik, al tiempo que desenvainaba su daga para cortar gruesas rebanadas de pan—. Sabíais que habían confinado a los pandion al castillo principal de Demos después de vuestra partida, ¿no?

—Algo me contaron. El rey Aldreas nunca nos trató con gran simpatía.

—La culpa fue de vuestro padre. Aldreas estaba muy enamorado de su hermana, pero vuestro padre lo obligó a casarse con otra mujer, lo que provocó al fin su actitud hostil hacia la orden de los pandion.

—Kurik —intervino Sparhawk—, no es correcto hablar del rey en esos términos.

Kurik se encogió de hombros.

—Ahora está muerto y no le causo ningún daño. Además, los sentimientos que profesaba a su hermana eran conocidos por todos. Los pajes de palacio solían aceptar dinero de cualquiera que deseara observar cómo Arissa caminaba desnuda por los pasadizos en dirección al dormitorio de su hermano. Aldreas era un rey débil, Sparhawk. Se hallaba totalmente bajo el control de Arissa y del primado Annias. Al hallarse confinados los pandion en Demos, Annias y sus secuaces se encargaron de ajustar las cosas según sus deseos. Habéis tenido suerte de estar ausente durante estos años.

—Tal vez —murmuró Sparhawk—. ¿De qué murió el rey Aldreas?

—Se comenta que a causa de la epilepsia. Mi diagnóstico apunta a que las prostitutas que solía introducir Annias en el palacio tras la muerte de su esposa lo dejaron mortalmente exhausto.

—Kurik, te preocupan más las habladurías que a una vieja comadre.

—Ya lo sé —admitió Kurik llanamente—. Confieso ese vicio.

—¿Y después coronaron a Ehlana?

—Exactamente. Entonces la situación empezó a cambiar. Annias estaba convencido de que podría controlarla, al igual que lo había conseguido con Aldreas, pero sufrió una decepción. Ehlana hizo regresar al preceptor Vanion del castillo principal de Demos y lo nombró su consejero personal. Después ordenó a Annias que hiciera los preparativos para retirarse a un monasterio a meditar sobre las virtudes propias de un eclesiástico. Desde luego, éste quedó estupefacto y comenzó a intrigar de inmediato. Los mensajeros no paraban de recorrer el trecho que separa la ciudad del convento donde confinaron a la princesa Arissa. Eran viejos amigos y compartían ciertos intereses. Annias sugirió que Ehlana podría casarse con su primo bastardo Lycheas. Sin embargo, ante esta propuesta, Ehlana se echó a reír en sus propias barbas.

—Un comportamiento muy característico de ella —comentó Sparhawk con una sonrisa—. Yo mismo la crié y le enseñé cómo debía actuar. ¿Cuál es la enfermedad que la aqueja?

—Al parecer, la misma que acabó con su padre. Tuvo un ataque y no ha vuelto a recobrar el conocimiento. Los médicos de la corte sostenían que no viviría más de una semana, pero entonces Vanion se ocupó del asunto. Apareció en la corte con Sephrenia y otros once caballeros pandion con su armadura completa y las viseras bajadas. Despidieron a los sirvientes de la reina, la sacaron del lecho, la vistieron con sus ropajes reales y le pusieron la corona en la cabeza. Después la llevaron a la sala mayor, la instalaron en el trono y cerraron la puerta con llave. Nadie sabe a qué se dedicaron allí dentro, pero cuando volvieron a abrir, Ehlana se hallaba sentada en el trono cercada de cristal.

—¿Cómo? —exclamó Sparhawk.

—Se trata de un artefacto transparente como el vidrio; es posible distinguir cada peca de la nariz de la reina, pero nadie puede acercársele, pues ese cristal resulta más duro que el diamante. Annias dispuso a una cuadrilla de hombres que trabajaron con martillos durante cinco días para intentar resquebrajarlo; sin embargo, no llegaron a hacerle ni una muesca. —Kurik miró a Sparhawk con curiosidad—. ¿Podríais vos crear algo parecido?

—¿Yo? Kurik, no sabría ni por dónde empezar. Sephrenia nos enseñó lo básico, pero en comparación con ella no somos más que unos mocosos.

—Bueno, independientemente del arte de Sephrenia, ese artilugio mantiene viva a la reina. Pueden oírse los latidos de su corazón, que resuenan como un tambor en la sala del trono. Durante la primera semana la gente se arremolinaba a su alrededor solamente para escucharlos. Incluso se comentó que aquello era una especie de milagro y que debían convertir la sala del trono en un santuario. Pero Annias cerró la puerta con llave y trajo al bastardo Lycheas a la ciudad para nombrarlo príncipe regente. Desde entonces han pasado dos semanas y, en su transcurso, Annias se ha servido de los soldados eclesiásticos para acorralar a todos sus enemigos. Las mazmorras de los subterráneos de la catedral están rebosantes. Ésa es la situación actual. Habéis escogido un buen momento para vuestro regreso. —Hizo una pausa y miró directamente a los ojos de su señor—. ¿Qué sucedió en Cippria, Sparhawk? Las noticias que llegaron hasta nosotros eran harto concisas.

—Los sucesos no tuvieron gran importancia —repuso Sparhawk, al tiempo que se encogía de hombros—. ¿Os acordáis de Martel?

—¿El pandion renegado a quien privaron de su condición de caballero? ¿Aquel que tenía el cabello blanco?

Sparhawk asintió.

—Vino a Cippria con un par de seguidores y contrataron a quince o veinte asesinos para que los ayudaran. Me tendieron una emboscada en un oscuro callejón.

—¿Fue allí donde os produjeron esas heridas?

—Sí.

—Pero lograsteis escapar.

—Evidentemente. Los matones rendorianos son algo remilgados cuando la sangre que mancha el pavimento y salpica las paredes les pertenece. Tras acabar con una docena de ellos, los otros perdieron los arrestos. Me escabullí y me abrí camino hasta las afueras de la ciudad, donde me oculté en un monasterio hasta que se cerraron las heridas. Entonces, a lomos de
Faran
, me uní a una caravana que viajaba hacia Jiroch.

—¿Creéis que existe alguna posibilidad de que Annias estuviera involucrado en el atentado? —preguntó Kurik con una mirada astuta—. Ya sabéis que profesa un profundo odio a vuestra familia; además, seguramente fue él quien persuadió al rey Aldreas de que debía mandaros al exilio.

—He tenido el mismo pensamiento en distintas ocasiones. Annias y Martel habían tenido tratos anteriormente. De todos modos, opino que el buen primado y yo tenemos varios asuntos que discutir.

Kurik lo miró al reconocer el tono de su voz.

—Vais a crearos problemas —le advirtió.

—No más de los que le aguardan a Annias si descubro que fue el instigador del ataque. —Sparhawk se puso de pie—. Tendré que hablar con Vanion. ¿Está aún en Cimmura?

Kurik realizó un gesto afirmativo.

—Se encuentra en el castillo del lado este de la ciudad, pero ahora no podéis ir directamente allí, ya que la Puerta del Este está cerrada desde la puesta del sol. Por otra parte, creo que será preferible que os presentéis en el palacio después del alba; de lo contrario, no pasará mucho tiempo antes de que Annias conciba la idea de declararos fuera de la ley por haber interrumpido vuestro exilio. Así que conviene que aparezcáis por propia voluntad en lugar de que os arrastren hasta allí como a un vulgar criminal. Aun así, tendréis que ingeniároslas con las palabras para manteneros alejado de las mazmorras.

—Lo dudo mucho —opinó Sparhawk—. Tengo un documento con el sello de la reina en el que autoriza mi regreso. La letra es un poco infantil y está manchado de lágrimas, pero no por eso posee menor validez.

—¿La reina lloró? No pensaba que fuera capaz de hacerlo.

—En aquel entonces sólo tenía ocho años, Kurik, y, aunque desconozco el motivo, me tenía en gran estima.

—Algunas pocas personas reaccionan de ese modo ante vos. —Kurik miró el plato de Sparhawk—. ¿Habéis saciado vuestro apetito?

Sparhawk asintió.

—Entonces, id a la cama. Mañana os espera una agitada jornada.

Habían transcurrido unas horas. La habitación se hallaba tenuemente iluminada por los rojizos carbones de la chimenea, y hasta él llegaba el sonido regular de la respiración de Kurik, que dormía en el camastro junto a la otra pared. Los insistentes y continuos bandazos de unos postigos que se zarandeaban libremente al viento unas calles más abajo habían provocado que algún perro desalmado prorrumpiera en ladridos. Medio adormilado, Sparhawk yacía pacientemente a la espera de que el animal se empapara o se cansara de aquel entretenimiento lo suficiente como para ir a refugiarse a su caseta.

Dado que había visto a Krager en la plaza, no tenía absoluta certeza de que Martel se encontrase en Cimmura. Krager era un alma errante y, a menudo, lo separaba de Martel una distancia de medio continente. Si hubiera sido el brutal Adus quien cruzase el lluvioso mercado, no cabría duda de la presencia de Martel en la ciudad, puesto que, por razones de pura necesidad, no podían dejar actuar a Adus sin vigilarlo de cerca.

No sería difícil encontrar a Krager. Era un hombre débil, con los vicios ordinarios y los hábitos previsibles de la gente de su calaña. Sparhawk sonrió levemente en la oscuridad. Resultaría sencillo dar con él y averiguar con certeza dónde había que buscar a Martel. No le costaría gran esfuerzo sonsacarle esa información.

Con cautos movimientos, destinados a no despertar a su escudero, Sparhawk sacó las piernas de la cama y cruzó en silencio la estancia hasta la ventana, para contemplar la inclinada cortina de agua que caía sobre el solitario patio alumbrado por una única linterna. Con mente ausente, dispuso su mano alrededor de la empuñadura de plata de la espada apoyada junto a su antigua armadura. Era un contacto agradable, similar al apretón de mano de un viejo amigo.

Escuchó el tañido, apagado como siempre, de las campanas. Aquella noche, en Cippria, había caminado en pos de su llamada. Enfermo, herido y solo, tambaleándose en la oscuridad por los corrales que rezumaban el hedor de las boñigas, se había arrastrado en dirección al sonido de las campanas. Finalmente, había llegado a los muros, y, sosteniéndose con su mano ilesa agarrada a las viejas piedras, los había rodeado hasta llegar a la puerta, frente a la cual se había desplomado.

Sparhawk sacudió la cabeza. Aquellos sucesos se remontaban mucho en el tiempo. Era extraño que pudiera recordar con toda claridad aquel tañido. Permaneció de pie con la mano aferrada a la espada, mientras observaba cómo moría la noche tras la lluvia y rememoraba el sonido de las campanas.

Capítulo 2

Sparhawk iba ataviado con su armadura protocolaria y caminaba hacia adelante y hacia atrás por la habitación iluminada con velas, para que se asentaran sus junturas.

—Había olvidado lo pesada que resulta —comentó.

—Habéis perdido facultades —afirmó Kurik—. Necesitáis un mes o dos en el campo de entrenamiento para fortaleceros. ¿Estáis seguro de que queréis llevarla?

—Es una ocasión formal, Kurik, y las visitas de cortesía exigen un atuendo adecuado. No deseo que nadie trastoque los papeles cuando vaya allí: soy el paladín de la reina y se supone que debo llevar armadura cuando me halle en su presencia.

—No os permitirán entrar para que la veáis —predijo Kurik, al tiempo que recogía el yelmo de su señor.

—¿Que no me lo permitirán?

—No cometáis ninguna locura, Sparhawk. Os hallaréis completamente solo.

—¿El conde de Lenda todavía ocupa un sitio en el consejo?

Kurik asintió.

—Es viejo y ostenta poca autoridad, pero goza del respeto general y Annias no puede sustituirlo.

—En ese caso, cuento con un amigo.

Sparhawk tomó el yelmo y, tras colocárselo, levantó la visera. Kurik se acercó a la ventana y recogió la espada y el escudo.

—La lluvia comienza a ceder —advirtió—. Ya clarean las primeras luces del amanecer.

De regreso, depositó la espada y el escudo sobre la mesa y tomó el sobretodo de color plateado.

—Extended los brazos —indicó.

Sparhawk separó los brazos y Kurik le puso la prenda sobre los hombros y luego la ató a los costados. Después, con la larga correa de la espada dio dos vueltas en torno al pecho de su señor. Sparhawk la tomó una vez enfundada en su vaina.

—¿La has afilado? —preguntó.

Other books

Deliverance by Dakota Banks
The Quality of the Informant by Gerald Petievich
Songs From Spider Street by Mark Howard Jones
Amor, curiosidad, prozac y dudas by Lucía Etxebarría
The Raging Fires by T. A. Barron
Tea-Bag by Henning Mankell
Vale of the Vole by Piers Anthony