El Triunfo (37 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El Triunfo
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—Ésta es una lucha a muerte —afirmó Joram a la gente seriamente—. El enemigo pretende exterminar toda nuestra raza, destruirnos por completo. Hemos tenido pruebas de sus intenciones en su arbitrario ataque sobre civiles inocentes en el Campo de la Gloria. No han demostrado clemencia. Nosotros tampoco la tendremos —se detuvo un instante; el silencio que embargaba a la muchedumbre se hizo más profundo, hasta casi ahogarlos a todos en él. Joram los contempló desde el lugar que ocupaba en la plataforma situada por encima de la tumba y anunció despacio, recalcando cada palabra—: Cada uno de ellos debe morir.

No se oyeron aclamaciones cuando el nuevo dirigente abandonó la Arboleda. En lugar de ello, todos regresaron rápidamente y en silencio a sus ocupaciones. Las mujeres se ejercitaban junto a los hombres; los muy ancianos y los enfermos se quedaban en las casas para ocuparse de los niños, muchos de los cuales podrían quedarse huérfanos cuando volviera a caer la noche en Thimhallan.

—Es preferible —le aseguró el padre de Mosiah a su esposa mientras se preparaban para tomar parte en los ejercicios para la batalla— a estar muertos.

Se hizo un llamamiento a los Supremos Señores de la Guerra, quienes llegaron a Merilon desde todas las partes del mundo utilizando los Corredores. Bajo su tutela, los civiles, incluidos los Magos Campesinos, recibieron una rápida instrucción sobre cómo luchar contra el enemigo con la ayuda de sus propios catalistas.

Los padres de Mosiah ocuparon su lugar junto al anciano Padre Tolban, el sacerdote que había servido en el poblado de Walren durante tantos años. A causa de su avanzada edad, el manso y gastado Catalista Campesino hubiera podido permanecer con los niños, pero insistió en ir a la batalla junto a su gente.

—En toda mi vida no he hecho nunca nada que valiera la pena —le dijo a Jacobías—, nada de lo que enorgullecerme. Dejad que ahora lo intente.

Aunque el mundo exterior estaba oscuro y adormilado, la ciudad de Merilon estaba toda encendida. Era como si fuera de día debajo de la cúpula; un día terrible, lleno de temor, cuyo sol era el llameante resplandor de la fragua. Los
Pron-alban
habían conjurado a toda prisa un lugar donde pudiera trabajar el herrero. Él, junto con sus hijos y varios aprendices como Mosiah, trabajaba para reparar armas que habían quedado estropeadas en la anterior batalla o para crear otras nuevas. Aunque muchos de los habitantes de Merilon miraban horrorizados cómo los Hechiceros practicaban las Artes Arcanas de la Tecnología, se tragaron sus temores y procuraron ayudar.

Los
Theldara
atendían a los heridos, enterraban a los muertos y empezaron a trabajar velozmente para agrandar las Casas de Curación y las Catacumbas Cementerio. Los druidas sabían que, cuando saliera la luna al día siguiente, necesitarían muchas más camas... y tumbas.

La Ciudad Inferior se hallaba atestada de gente. Supremos Señores de la Guerra que llegaban continuamente de todos los puntos de Thimhallan, catalistas procedentes de El Manantial, refugiados que aparecían a tropeles huyendo del País del Destierro y de aquel terror sin nombre. Las calles estaban tan repletas de gente que resultaba difícil volar o andar. Los cafés y tabernas se colmaban de estudiantes universitarios que cantaban canciones militares, sedientos de las glorias de la batalla. Moviéndose entre la multitud, los
Duuk-tsarith
recorrían las avenidas como las personificaciones de la muerte, manteniendo el orden, calmando el pánico, y vigilando con rapidez a aquellos estudiantes cuyo entusiasmo en la práctica del lanzamiento de hechizos podía resultar más peligroso para ellos mismos que para el enemigo.

La Ciudad Superior se encontraba asimismo totalmente despierta. Al igual que los Magos Campesinos, muchos de los nobles practicaban a su vez para la batalla. En algunos casos, incluso sus esposas los acompañaban, aunque lo más habitual era que las nobles damas se ocuparan de abrir sus enormes mansiones a los refugiados o se dedicaran a cuidar a los heridos. No resultaba extraño ver a una condesa preparando una tisana con sus propias manos, o a una duquesa jugando al Destino del Cisne con un grupo de niños campesinos para mantenerlos entretenidos mientras sus padres se preparaban para la guerra.

Joram lo supervisaba todo. Allí donde se dirigía, la gente lo aclamaba. Era su salvador. Aprovechando las románticas medias verdades que Garald había tejido alrededor de la auténtica historia sobre el linaje de Joram, la gente la había embellecido y adornado de tal manera que ahora resultaba prácticamente irreconocible. Joram intentó protestar, pero el príncipe lo hizo callar.

—En este momento, la gente necesita un héroe, ¡un rey apuesto que los conduzca a la batalla con su brillante y reluciente espada! ¡Ni siquiera el Patriarca Vanya se atreve a alzarse contra ti! ¿Qué quieres ofrecerles? —preguntó Garald desdeñoso—. ¿A un hombre Muerto con una espada de las Artes Arcanas que va a provocar el fin del mundo? Gana esta batalla. Expulsa al enemigo del país. ¡Demuestra que la Profecía estaba equivocada!
Entonces
preséntate ante la gente y confiesa la verdad, si crees que debes hacerlo.

Joram asintió de mala gana. Sin duda, Garald sabía lo que convenía.
Yo puedo permitirme el lujo de tener orgullo
, le había dicho el príncipe en una ocasión.
Tú no
.

«No, supongo que no», pensó Joram. «No con las vidas de miles de personas en mis manos.»

—¡La verdad te hará libre! —se repitió con amargura—. ¡Y al parecer yo estoy destinado a pasarme la vida entre grilletes!

Era casi medianoche. Joram paseaba solitario por el jardín de la mansión de lord Samuels. Abandonando la ciudad, había regresado —ante la insistencia del Padre Saryon— para descansar antes de la mañana siguiente.

Se podría haber trasladado al Palacio de Cristal; Joram miró por encima de su cabeza, por entre las hojas de un mirto, y pudo ver el Palacio, que pendía sobre él como una oscura estrella. Con sus luces apagadas, resultaba apenas visible bajo la débil luz de la luna nueva.

Joram desvió la mirada rápidamente, sacudiendo la cabeza. Nunca regresaría allí. El Palacio guardaba demasiados recuerdos amargos: allí había contemplado por primera vez a su madre muerta; en aquel lugar se había enterado de la historia de la muerte del hijo de Anja; entre sus paredes se había creído un ser sin nombre, abandonado, no deseado.

Sin nombre...

—¡Ojalá Almin hubiera permitido que fuera así! —Se detuvo bajo las ramas, cargadas de nieve, de un marchito arbusto de lilas y se apoyó contra su tronco en busca de amparo, ignorando las gotas heladas que caían de sus hojas y empapaban su blanca túnica—. ¡Es mejor no poseer nombre que atender a demasiados!

Gamaliel. Recompensa de Dios. El nombre lo obsesionaba y seguía viendo los ojos del anciano. Dándose cuenta de que temblaba violentamente de frío, Joram empezó a recorrer de nuevo los oscuros senderos en un intento por entrar en calor.

Al menos la lluvia había cesado. Varios
Sif-Hanar
, llegados a través de los Corredores aquella tarde desde otras ciudades-estado, habían puesto fin a aquel diluvio. Algunos nobles exigieron que los magos cambiaran el clima inmediatamente para que volviera a ser primavera, pero el príncipe Garald se negó. A los
Sif-Hanar
se los necesitaría en la inminente batalla; podían acabar con la lluvia y mantener moderada la temperatura de Merilon aquella noche, pero agotarían su poder. Los nobles refunfuñaron, pero Joram —su nuevo Emperador— se mostró conforme con Garald y la discusión se zanjó.

No obstante, Joram supuso que tendría que enfrentarse a disputas como aquélla en el futuro. Caminaba a trompicones. Se encontraba cansado hasta extremos insospechados tras la agitada noche que siguió a la batalla, acosada por sueños de dos mundos, ninguno de los cuales aceptaba al auténtico Joram.

Tampoco yo quiero a ninguno de ellos, comprendió fatigado; los dos me han traicionado y ninguno ofrece otra cosa que mentiras, engaños y perfidia.

—No seré Emperador —determinó con repentina decisión—. Cuando esto termine, entregaré Merilon al príncipe Garald para que la gobierne. Es una buena persona; él la ayudará a convertirse en un lugar mejor.

Pero ¿lo haría? ¿Podría hacerlo? Bueno, honrado y noble como era, el príncipe Garald era
Albanara
, uno de los que nacían con los poderes mágicos necesarios para gobernar. Estaba habituado a la diplomacia y al compromiso; le encantaban las intrigas cortesanas. El cambio, si realmente tenía lugar, tardaría mucho en llegar.

—No me importa —concluyó Joram con voz cansada—. Me marcharé. Cogeré a Gwendolyn y al Padre Saryon y nos iremos a vivir tranquilos y solos a algún lugar donde a nadie le importe cuál es mi nombre.

Paseando malhumorado por el jardín con la esperanza de cansarse tanto que un profundo y tranquilo sueño se apoderara de él al fin, Joram se encontró cerca de la casa. Oyó voces y levantó los ojos hacia una ventana.

Estaba en el exterior de una habitación de la planta baja que había sido convertida en dormitorio para Gwendolyn. Su esposa, vestida con un camisón rosado de largas y amplias mangas, se sentaba en una silla frente al tocador y dejaba que Marie le cepillara la hermosa cabellera dorada. Durante todo este tiempo, charlaba animadamente con el fallecido conde y otros pocos difuntos que al parecer se habían unido a la reunión.

Lord Samuels y lady Rosamund se encontraban también en la habitación de su hija; había sido el sonido de sus voces lo que había llamado la atención de Joram. Estaban cerca de la ventana, hablando con una persona que Joram reconoció como la
Theldara
que había atendido al Padre Saryon durante su enfermedad en la casa de los Samuels.

Con mucho cuidado para que la luz que surgía del interior de la casa no lo delatara, Joram se deslizó sin hacer ruido por entre el húmedo follaje y, oculto por las sombras del oscuro jardín, se acercó a la mansión para escuchar su conversación.

—¿No hay nada, pues, que podáis hacer por ella? —preguntaba suplicante lady Rosamund.

—Me temo que no, milady —contestó la
Theldara
sin rodeos—. He visto muchas formas de locura en mi vida, pero nada parecido a esto. Si realmente
se trata de
locura, sobre lo cual tengo mis dudas.

La druida sacudió la cabeza mientras hurgaba y removía entre los diferentes paquetitos de polvos y manojos de semillas y hierbas que llevaba en una gran caja de madera que flotaba obediente en el aire junto a ella.

—¿Qué queréis decir? ¿No es locura? —exigió lord Samuels—. Hablando con condes muertos, aludiendo sin cesar a no sé qué sobre ratones en el desván...

—La locura es un estado en el que el sujeto cae, tanto si lo quiere como si no —respondió la
Theldara
, cuadrando la mandíbula y mirando enojada a lord Samuels—. Algunas veces la produce una anomalía en el equilibrio interior del cuerpo, otras deriva de una alteración en el espíritu. Os aseguro, milord y milady, que no hay nada extraño en vuestra hija. Si habla con los muertos es porque, evidentemente, prefiere su compañía a la de los vivos. Y por lo que he averiguado de la forma en que algunos seres vivos la han tratado, no puede culpársela.

Tras haber dedicado profusa atención a sus medicinas y una vez colocadas éstas a su entera satisfacción, la
Theldara
pidió su capa con energía.

—Tengo que regresar a las Casas de Curación y ocuparme de los que resultaron heridos en esa terrible batalla —comunicó mientras el criado la ayudaba con su manto—. Fuisteis afortunados de que estuviera haciendo una visita cerca de aquí o no hubiera tenido tiempo de ocuparme de este caso. Hay muchas otras personas que dependen de mí para salvar la misma vida.

—Os estamos muy agradecidos, de veras —afirmó lady Rosamund, girando los anillos que lucía en los dedos—, pero no comprendo. ¡Tiene que haber
algo
que podamos hacer!

Acompañaron a la
Theldara
hasta la puerta de la habitación de Gwen, y Joram tuvo que acercarse más a la ventana y pegar el rostro al cristal para poder escuchar la respuesta de la druida. Sin embargo, podía haberse ahorrado la molestia, ya que ésta habló en voz fuerte y clara.

—Señora —dijo, alzando un dedo en el aire como si fuera el asta de una bandera y se dispusiera a izar sus palabras en ella—, vuestra hija es quien escoge ser
quien
es y estar
donde
está. Puede que viva toda su vida así. Puede que mañana a la hora del desayuno decida que ya no quiere seguir así. No puedo decirlo y no puedo obligarla a salir de un mundo para pasar a otro que a mí no me parece que sea más perfecto. Ahora debo regresar junto a aquellos que realmente me necesitan. Si queréis mi opinión, debéis seguir los consejos de vuestra hija: colgad ese retrato del conde Comosellame y comprad un gato.

El Corredor se abrió de par en par y se tragó a la druida al instante. Lord Samuels y su esposa se quedaron mirando, desolados, el lugar por el que había desaparecido. Mecánicamente, se giraron para contemplar el dormitorio donde Marie intentaba convencer a Gwen de que se fuera a la cama aunque ésta, ignorando alegremente a la catalista, seguía hablando con sus invisibles compañeros.

—¡Amigos míos, estáis todos tan agitados! No puedo comprender por qué. Decís que mañana van a suceder cosas terribles. Pero las cosas horrendas
siempre
suceden mañana. No comprendo por qué esto será diferente. Sin embargo, me quedaré con vosotros esta noche si creéis que puedo servir de ayuda... Vamos, conde Devon, contadnos más cosas sobre los ratones. Muertos, decís, sin el menor rastro de sangre...

—¡Ratones muertos! —Lady Rosamund apoyó la cabeza en el pecho de su esposo—. ¡Ojalá estuviera también ella muerta, mi niña querida!

—¡Silencio, no digas esas cosas! —la reprendió lord Samuels, abrazándola con fuerza.

—¡Es cierto! —sollozó Lady Rosamund—. ¿Qué tipo de vida es la que lleva?

Lord Samuels rodeó a su esposa con el brazo y la condujo fuera de la habitación de su hija. Marie permaneció con la joven, sentándose en una silla junto a la cama. Gwen, más tranquila, se incorporó entre las almohadas y se puso a charlar con el aire.

Aunque estaba helado hasta los huesos, Joram permaneció de pie en el oscuro jardín, la cabeza apretada contra el cristal.

El regalo del novio sería sufrimiento...

Las palabras del catalista resonaron lúgubres en su espíritu. En una lejana ocasión Joram había soñado con ser un barón; toda su vida se solucionaría cuando poseyera fortuna y poder. Ahora era Emperador de Merilon y disfrutaba de una fortuna, pero no había nada que deseara comprar; había despilfarrado lo único de valor que había poseído. Ahora tenía poder y lo utilizaba para llevar a cabo una guerra que se cobraría innumerables vidas.

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