Había algo, y era necesario que ella lo viera. Inmediatamente.
En pocos minutos llegó frente a la iglesia del Sacro Cuore del Suffragio. El estilo neogótico en seguida le recordó al Duomo de Milán, si bien su factura se remontaba a finales del siglo XIX. En el interior se festejaba la Ceremonia de la Luz, con la oración bautismal que cierra el oficio de Vísperas. No había mucha gente. El viento batía los portales, se colaba por algunas rendijas e iba paseándose por entre las naves.
Sandra encontró el indicador para llegar al museo de las almas del purgatorio y lo siguió.
Pronto descubrió que se trataba de un conjunto de extrañas reliquias, al menos una decena, apiñadas en una única urna situada en el pasillo que conducía a la sacristía. Nada más. Objetos que representaban marcas del fuego. Entre ellos, un antiguo libro de plegarias abierto por una página en la que se encontraba impresa la sombra de cinco dedos que, al parecer, pertenecían a un difunto. O las señales dejadas en 1864 en la funda de una almohada por el alma atribulada de una difunta monja de la congregación. O las que aparecían en el hábito y la bata de una madre abadesa que había recibido la visita del espíritu de un sacerdote en 1731.
Cuando notó el peso de la mano que se posaba en su hombro, Sandra no se asustó. Al contrario, comprendió el motivo por el que Pietro Zini la había enviado allí. Se dio la vuelta y lo vio.
—¿Por qué estás buscándome? —preguntó el hombre de la cicatriz en la sien.
—Soy policía —contestó ella en seguida.
—No es sólo por eso. No hay ninguna investigación oficial en marcha, tú actúas a título personal. Me di cuenta después de nuestro encuentro en San Luigi dei Francesi. Ayer por la noche no querías arrestarme, querías dispararme.
Sandra no replicó, era demasiado evidente que tenía razón.
—Eres un cura de verdad —afirmó.
—Sí, lo soy —confirmó él.
—Mi marido se llamaba David Leoni, ¿te dice algo ese nombre?
Pareció pensarlo.
—No.
—Era reportero gráfico. Murió hace unos meses al caerse de un edificio. Lo asesinaron.
—¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—Estaba investigando sobre los penitenciarios, te había sacado una foto en la escena de un crimen.
Al oír mencionar a los penitenciarios, el cura dio un respingo.
—¿Y lo mataron sólo por eso?
—No lo sé —Sandra hizo una pausa—. Hace un rato has estado hablando con Zini. ¿Por qué has querido verme otra vez?
—Para pedirte que lo dejes.
—No puedo. Antes tengo que descubrir por qué murió mi marido y encontrar al asesino. ¿Puedes ayudarme?
El hombre apartó de ella sus tristes ojos azules y miró la urna, la reliquia de una tablilla de madera en la que había una cruz marcada.
—De acuerdo. Pero debes destruir la foto en la que aparezco. Y todo lo que tu marido descubrió sobre el asunto de la Penitenciaría.
—Lo haré en cuanto obtenga respuestas.
—¿Alguien más sabe de nosotros?
—Nadie —mintió. No tenía valor de hablarle de Shalber y la Interpol. Temía que, al ver que su secreto corría peligro, el penitenciario desapareciera para siempre.
—¿Cómo lograste saber que estaba indagando sobre Figaro?
—La policía está al corriente, os interceptaron mientras hablabais —esperaba que el hombre se contentara con aquella explicación evasiva—. Tranquilo, no se dieron cuenta de con quién estaban tratando.
—Pero tú sí.
—Yo sabía cómo buscarte. Me lo indicó David.
El hombre asintió.
—Me parece que no hay nada más que decir.
—¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo?
—Lo haré yo.
Se dio la vuelta y se dispuso a marcharse. Pero Sandra lo detuvo:
—¿Cómo sé que no estás engañándome? ¿Cómo puedo fiarme de ti si no sé quién eres ni lo que haces?
—Eso es simple curiosidad. Y los curiosos pecan de soberbia.
—Sólo intento comprender —se justificó Sandra.
El cura acercó la cara a la vitrina que contenía las improbables reliquias.
—Estos objetos representan una superstición. El intento de los hombres de fisgar en una dimensión que no les pertenece. Todos quieren saber qué les pasará cuando haya terminado su tiempo. No se dan cuenta de que, sin embargo, cada respuesta que obtienen lleva implícita una nueva duda. Por eso, aunque te explicara lo que hago, no sería suficiente.
—Entonces, dime al menos por qué lo haces…
El penitenciario permaneció en silencio durante unos segundos.
—Hay un lugar en el cual el mundo de la luz se encuentra con el de las tinieblas. Es allí donde sucede todo: en la tierra de las sombras, donde todo está enrarecido y resulta confuso, incierto. Nosotros somos los guardianes que defienden esa frontera. Pero de vez en cuando algo consigue cruzar —se volvió hacia Sandra—. Yo tengo que devolverlo a la oscuridad.
—Tal vez pueda echarte una mano con Figaro —dijo ella instintivamente.
Y vio que el cura se quedaba esperando. Entonces cogió del bolso el expediente del caso que le había dado Zini y se lo tendió.
—No sé si será útil, pero creo haber descubierto algo con respecto al homicidio de Giorgia Noni.
—Dime, por favor.
La amabilidad del penitenciario la asombró.
—Federico Noni es el único testigo de lo sucedido. Según su reconstrucción, el asesino estuvo ensañándose con su hermana hasta que oyó la sirena de la patrulla. En ese momento huyó —Sandra abrió el expediente y le mostró una foto—. Éstas son las huellas que Figaro dejó mientras se alejaba de la casa, quedaron grabadas en la tierra del jardín después de que saliera por la puerta de atrás.
El cura se inclinó para ver mejor la imagen de las marcas de los zapatos en un parterre.
—¿Qué tienen de extraño?
—Federico Noni y su hermana Giorgia fueron víctimas de una serie de episodios trágicos. Su madre los abandona, se quedan huérfanos al morir su padre, el accidente de él, los médicos que afirman que volverá a caminar y resulta que no es así y, al final, el asesinato de ella. Es demasiado.
—¿Qué relación tiene eso con las huellas?
—A David le gustaba contar una historia. A él le fascinaban las coincidencias, o «sincronicidades», como las llamaba Jung. Creía tanto en ellas que una vez, después de una serie de acontecimientos increíblemente desafortunados que lo llevaron hasta una playa, se puso a seguir las huellas que había dejado en la arena una chica que hacía
footing.
Estaba convencido de que el sentido de todo lo negativo que le había ocurrido se encontraba precisamente al final de ese camino, y que aquélla no podía más que ser la mujer de su vida.
—Muy romántico.
No era sarcástico, lo decía en serio. Sandra lo intuyó por cómo la miraba, por eso continuó con la narración.
—David sólo se equivocó en ese último detalle. Lo demás era verdad.
—¿Qué quieres decir?
—Que si últimamente no hubiera recordado esa historia, tal vez no podría darte la solución que tanto te interesa… Como todos los policías, soy escéptica en lo referente a las coincidencias. Por eso, cuando David explicaba la anécdota, intentaba desmontársela a toda costa, con las típicas preguntas de policía: «¿Cómo podías estar seguro de que las huellas pertenecían precisamente a una chica?» O bien: «¿Cómo sabías que estaba haciendo
footing
?» Y él me respondía que aquellos pies eran demasiado pequeños para ser los de un hombre, o al menos eso esperaba… y que las huellas eran más profundas en la punta que en los talones, por tanto estaba corriendo.
Esa última afirmación tuvo el poder de despertar algo en la mente del cura, justo como Sandra esperaba. Miró de nuevo la foto del jardín.
Las huellas parecían más profundas en los talones.
—No estaba escapando… Caminaba.
Él también lo había deducido. Ahora Sandra estaba segura de que no se había equivocado.
—Hay dos posibilidades. O Federico Noni mintió al decir que el asesino huyó cuando llegó la policía…
—… o alguien, tras el asesinato, tuvo todo el tiempo del mundo para preparar la escena del crimen para la policía.
—Esas huellas se dejaron a propósito y sólo significan una cosa…
—… Figaro nunca salió de esa casa.
20.38 h
Debía apresurarse. No tenía tiempo para llegar al lugar tomando el transporte público, de modo que paró un taxi. Hizo que se detuviera a cierta distancia de la pequeña casa del Nuovo Salario y continuó a pie.
Mientras se acercaba, pensaba en las palabras de la mujer policía, en la intuición que le había permitido encontrar la solución. Aunque esperaba que no estuviera en lo cierto, en el fondo estaba convencido de que las cosas habían ido justo como se lo imaginaba.
El viento hacía revolotear papeles y bolsas de plástico que se exhibían alrededor de Marcus, acompañándolo a su destino.
Frente a la vivienda de Federico Noni no había nadie. Las luces del interior estaban apagadas. Esperó unos minutos, se ciñó el impermeable; después se introdujo en la casa.
Todo estaba tranquilo. Demasiado tranquilo.
Decidió no encender la linterna y se adentró en las habitaciones.
No se oía ningún ruido, no percibía sonidos.
Marcus llegó al comedor. Las persianas estaban bajadas. Encendió la lámpara que había junto al sofá y lo primero que vio fue la silla de ruedas, abandonada en medio de la sala.
Ahora podía imaginar exactamente cómo habían ido las cosas. Su talento era entrar en los objetos, identificarse con su alma muda y mirar el pasado con sus ojos invisibles. Aquella escena le devolvió el significado de una frase del correo anónimo que Zini había recibido.
Él no es como tú.
Se refería a Federico. Quería decir que la discapacidad no les había afectado de la misma manera. La minusvalía del chico era un engaño.
Pero ¿dónde estaba Figaro?
Si Federico vivía como un recluso, no podía haber dejado la casa por la puerta principal. Los vecinos podrían haberlo visto. ¿Cómo conseguía salir sin llamar la atención para ir a agredir a sus víctimas?
Marcus continuó el registro acercándose a los peldaños que conducían al piso superior. Se detuvo delante de la puerta entreabierta que había debajo de la escalera. La abrió. El interior era un cuarto oscuro. Superó el umbral y chocó con algo que colgaba del bajo techo. Una bombilla. Alargó la mano y tiró de la cuerda que la encendía.
Se trataba de un angosto trastero que apestaba a naftalina. Había ropa vieja guardada, dividida en dos hileras. A la izquierda estaba colgada la de hombre, en el otro lado, la de mujer. Un lúgubre desfile de vainas vacías. Marcus pensó que probablemente pertenecieran a los difuntos padres del chico. También había un zapatero y cajas amontonadas en repisas situadas en lo alto.
En el suelo vio un vestido azul y otro de flores rojas que se habían deslizado de sus respectivas perchas. Tal vez alguien los había hecho caer. Marcus metió un brazo entre los colgadores y los separó, descubriendo una puerta.
Dedujo que en principio el trastero era un simple paso.
La abrió. Recuperó la linterna del bolsillo y la encendió, iluminando un breve pasillo con la pintura desconchada y manchas de humedad. Avanzó por la única dirección posible hasta llegar a un espacio donde había cajas y muebles amontonados que ya no servían. El haz de luz cayó sobre un objeto que reposaba en una mesa.
Un cuaderno.
Lo cogió y empezó a hojearlo. Los dibujos de las primeras páginas eran obra de un niño. En las escenas representadas, siempre aparecían los mismos elementos.
Figuras femeninas, heridas, sangre. Y tijeras.
Faltaba una hoja, que había sido claramente arrancada. Marcus sabía que una de las macabras obras infantiles estaba colgada en la pared del desván de Jeremiah Smith. El círculo se cerraba.
Sin embargo, las siguientes páginas de la libreta reflejaban que aquella afición no había terminado con la niñez. Continuaba con dibujos de trazo maduro y preciso, que habían ido evolucionando y perfeccionándose a lo largo del tiempo. Las mujeres eran mucho más definidas, y las lesiones, más realistas y crueles. Era la señal que indicaba que la fantasía distorsionada y enferma había crecido a la vez que el monstruo.
Federico Noni siempre cultivó el sueño de la muerte. Pero nunca lo había puesto en práctica. Probablemente, lo que le frenaba era el miedo. De acabar en la cárcel, o de que todos lo señalaran como un monstruo. Se inventó el disfraz del falso atleta, del buen chico y del buen hermano. Le iba bien así.
Entonces tuvo el accidente de moto.
Ese suceso lo desencadenó todo. Poco antes, la mujer policía le había contado que oyó decir claramente a Federico Noni que los médicos confiaban en sus posibilidades de recuperación. Pero luego él rehusó continuar con la fisioterapia.
Su incapacidad era un escondite perfecto. Por fin podía hacer emerger su verdadera condición.
Al llegar a la última página del cuaderno, Marcus descubrió que contenía un recorte de un viejo periódico. Lo desplegó. Era una noticia de hacía más de un año y relataba la tercera agresión de Figaro. En el artículo, alguien había escrito con un rotulador negro: «Lo sé todo.»
«Giorgia», pensó Marcus en seguida. Por eso la mató. Y fue entonces cuando Federico descubrió que el nuevo juego todavía le gustaba más.
Las agresiones habían empezado inmediatamente después del accidente. Las tres primeras le sirvieron de preparación. Representaban un ejercicio, un entrenamiento. Pero Federico no era consciente de ello. Lo esperaba otro tipo de satisfacción, mucho más placentera. El homicidio.
El asesinato de su hermana fue imprevisto pero necesario. Giorgia se había percatado de todo y se convirtió en un obstáculo, además de en un peligro. Federico no podía permitirle que ensuciara su limpia imagen, ni que pusiera en entredicho su excelente disfraz. Por eso la mató. Pero también le sirvió para comprender.
Quitarle la vida a alguien era mucho más gratificante que perpetrar una simple agresión.
Por eso no supo contenerse. El cadáver del parque de Villa Glori lo demostraba. Pero fue más prudente, había aprendido de la experiencia, y la enterró.
Federico Noni había engañado a todo el mundo, empezando por el viejo policía que estaba quedándose ciego. Tuvo suficiente con avalar la confesión de un mitómano para salir airoso, de lo demás se encargó una investigación llena de fallos, basada en la presunción de que el culpable siempre tiene que ser un monstruo.