—No tengo ni idea.
—No juegues conmigo.
El policía ciego se tomó unos segundos, estaba reflexionando.
—De acuerdo, ven a última hora de la tarde.
—No, ahora.
—Ahora no puedo —entonces Zini se dirigió a alguien que estaba con él en casa—. Agente, sírvase un poco de té, vengo en seguida.
—¿Quién está contigo?
Zini bajó la voz.
—Una policía. Quiere hacerme preguntas sobre Nicola Costa, pero no me ha contado toda la verdad.
La situación estaba complicándose. ¿Quién era aquella mujer? ¿Por qué ese repentino interés por un caso que parecía cerrado? ¿Qué estaba buscando realmente?
—Deshazte de ella.
—Creo que sabe muchas cosas.
—Entonces, entretenía e intenta sonsacarle el verdadero motivo por el que ha ido a verte.
—No sé si estarás de acuerdo, pero creo que deberías hacer algo. ¿Puedo darte un consejo?
—De acuerdo, te escucho.
17.07 h
Se sirvió una abundante taza de té y la sostuvo entre las manos, disfrutando de su tibieza. Desde la cocina podía ver la espalda de Pietro Zini mientras hablaba por teléfono en la entrada, pero no podía oír lo que estaba diciendo.
Había conseguido convencer a Shalber de que la esperara en la vivienda temporal de la Interpol; era más prudente que se viera a solas con el viejo policía. No dejaba de ser un compañero y no caería en una encerrona como Federico Noni. Haría un montón de preguntas, intuyendo que no había ninguna investigación oficial en curso. Y, además, a los policías no les gustaban los de la Interpol. Cuando se presentara en su puerta, simplemente le contaría que estaba ocupándose de un caso parecido al de Figaro en Milán. El viejo policía la había creído.
Mientras esperaba a que terminara de hablar por teléfono, Sandra echó una ojeada al expediente de Nicola Costa que Zini le había proporcionado. Se trataba de un duplicado del original. No le preguntó el motivo por el que lo tenía, pero él de todos modos quiso precisar que, cuando estaba en activo, tenía la costumbre de guardar una copia de la documentación.
—Nunca sabes ni dónde ni cuándo se te puede ocurrir una idea para resolver un caso —dijo para justificarse—. Por eso tienes que tenerlo todo al alcance de la mano.
Hojeando las páginas, Sandra se dio cuenta de que Zini era un tipo meticuloso. Había muchas anotaciones, pero las últimas reseñas revelaban cierta prisa. Era como si hubiera querido acelerar el proceso, sabiendo que la ceguera lo acuciaba. En ciertos aspectos, especialmente en relación con el modo en que se desarrolló la confesión de Costa, había actuado de una manera más bien superficial. No constaban las respuestas y, sin la aceptación de la culpa, todo el procedimiento probatorio se habría desmoronado como un castillo de naipes.
Dejó los informes a un lado y pasó directamente a los resultados del examen forense. Allí se encontraban las fotos que había sacado la Policía Científica de las diversas escenas del crimen. En primer lugar, las agresiones que precedieron al homicidio. Habían sorprendido a las tres víctimas en sus casas, mientras se encontraban solas. Siempre era hacia última hora de la tarde. El maníaco las había atravesado con las tijeras en varios puntos del cuerpo. Las heridas no eran nunca lo suficientemente profundas como para provocarles la muerte y se concentraban en los senos, las piernas y la zona púbica.
Según el informe de los psiquiatras, la agresión encubría una violencia sexual. La finalidad del maníaco, sin embargo, no era llegar al orgasmo, como sucedía con algunos sádicos que conseguían satisfacerse sólo a través de la coacción. Figaro tenía otro objetivo: el de impedir que aquellas mujeres siguieran siendo apetecibles para los demás hombres.
«Si yo no puedo teneros, no os tendrá nadie.»
Ése era el mensaje que transmitían las lesiones. Y tal comportamiento era perfectamente compatible con la personalidad de Costa. Por culpa de la queilosquisis, el sexo opuesto lo repudiaba. Por eso no penetraba a las víctimas. En una relación física conseguida a la fuerza podría haber notado igualmente su repulsión, y vería repetida la experiencia del rechazo. Las tijeras, en cambio, representaban un excelente método. Le permitían sentir placer y, al mismo tiempo, mantenían una distancia de seguridad con las mujeres, que lo habían asustado toda su vida. El orgasmo masculino se sustituía por la gratificación de verlas sufrir.
Pero si, como sostenía Shalber, Nicola Costa no era Figaro, entonces se hacía necesario revisar completamente el perfil psicológico del culpable.
Sandra pasó a las fotos del homicidio de Giorgia Noni. El cadáver presentaba los signos inequívocos que el maníaco había dejado en las otras. Pero esta vez había herido para matar.
El asesino penetró en la casa como en las ocasiones anteriores. Sólo que se encontró con una tercera persona, Federico. Según su reconstrucción, el homicida huyó por una salida trasera en cuanto oyó la sirena de la patrulla.
Los pasos de Figaro al escapar estaban marcados en la tierra del jardín.
El fotógrafo había sacado primeros planos de las huellas dejadas por los zapatos. Sin saber por qué, acudió a la cabeza de Sandra el encuentro de David con la desconocida que hacía
footing
en la playa.
«Coincidencias», pensó.
Guiado por su instinto, su marido siguió aquellos pasos en la arena para descubrir a quién pertenecían. De repente, le pareció que aquella conducta tenía sentido, a pesar de que todavía no podía comprender por qué. Mientras focalizaba esa idea, Zini terminó de hablar por teléfono y regresó a la cocina.
—Si quiere, puede llevárselo —se refería al expediente—. A mí ya no me hace falta.
—Gracias. Ahora será mejor que me vaya.
El policía se sentó frente a ella, apoyando los brazos en la mesa.
—Quédese un poco más. No recibo muchas visitas, me gustaría charlar un rato.
Antes de la llamada, parecía que Zini quisiera desembarazarse lo antes posible de ella. Ahora incluso le pedía que se quedara. No tenía el aspecto de un simple gesto de cortesía, por lo que decidió seguirle la corriente para descubrir qué era lo que le rondaba por la cabeza.
Y al diablo con Shalber, que esperase un poco más.
—De acuerdo, me quedo.
Zini le recordaba al inspector De Michelis, notaba que podía fiarse de ese hombre de manos grandes que le hacían parecer un árbol.
—¿Estaba rico el té?
—Sí, muy rico.
El policía ciego se sirvió una taza, a pesar de que el agua de la tetera ya no estaba demasiado caliente.
—Lo tomaba siempre con mi mujer. El domingo, cuando volvíamos de misa, ella preparaba el té y nos sentábamos aquí a charlar. Era nuestra cita —sonrió—. Creo que en veinte años de matrimonio, nunca nos lo saltamos.
—¿De qué hablaban?
—De todo, no teníamos un tema en particular. Eso era lo bonito: saber que lo compartíamos todo. A veces discutíamos, reíamos o nos abandonábamos a los recuerdos. Como no tuvimos la suerte de tener hijos, sabíamos que había un temible enemigo al que hacer frente cada día. El silencio sabe ser hostil. Si no aprendes a mantenerlo a distancia, se insinúa en los resquicios de la relación, llena los huecos y los ensancha. Con el tiempo, sin que te des cuenta, crea una distancia.
—Perdí a mi marido hace poco —la frase le salió espontáneamente, sin necesidad de que se lo hubiera planteado—. Sólo estuvimos casados tres años.
—Lo lamento, sé lo duro que puede ser. Yo, a pesar de todo, me siento afortunado. Susy se fue como quería, de repente.
—Todavía recuerdo cuando vinieron a decirme que David había muerto —Sandra no quería pensar en ello—. ¿Usted cómo se enteró?
—Una mañana intenté despertarla —Zini no siguió adelante, era suficiente—. Le parecerá egoísta, pero una enfermedad es una ventaja para los que se quedan. Te prepara para lo peor. En cambio, de esta forma…
Sandra comprendió lo que quería decir. El vacío inesperado, la irreversibilidad, esa necesidad insaciable de hablar de ello, por lo menos de discutirlo, antes de que todo se convierta en definitivo. La loca tentación de hacer como si no hubiera pasado nada.
—Zini, ¿usted cree en Dios?
—¿Qué quiere decir en realidad?
—Lo que he dicho —repitió Sandra—. Iba a misa, por tanto es católico. ¿No está enfadado con Él por lo que ocurrió?
—Creer en Dios no significa amarlo a la fuerza.
—No le entiendo.
—Nuestra relación con Él sólo se basa en la esperanza de que haya algo después de la muerte. Pero, si no hubiera una vida eterna, ¿amarías de todas formas al Dios que te ha creado? Si no existiera la retribución que te han prometido, ¿serías capaz de arrodillarte y alabar al Señor?
—¿Y usted?
—Yo creo que existe un Creador, pero no que haya algo después de esta vida. Por eso me siento autorizado a odiarlo —Zini prorrumpió en una carcajada, tan estrepitosa como amarga—. Esta ciudad está llena de iglesias. Representan el intento de los hombres de contrastar lo ineluctable y, al mismo tiempo, su fracaso. Pero todas ellas custodian un secreto, una leyenda. Mi preferida es la iglesia del Sacro Cuore del Suffragio. Poca gente lo sabe, pero alberga el museo de las almas del purgatorio —la voz de Zini se oscureció. Se inclinó hacia ella, como si fuera a confiarle algo importante—. En 1897, unos años después de su edificación, se declaró un incendio. Cuando pudieron dominar las llamas, algunos fieles se dieron cuenta de que en la parte del altar había aparecido un rostro humano dibujado por el hollín. En seguida corrió la voz de que aquella imagen pertenecía a un alma del purgatorio. El inexplicable suceso perturbó la fantasía del padre Vittore Jouet y lo impulsó a buscar otras señales dejadas por los difuntos que vagaban en pena por esta vida intentando desesperadamente ascender al paraíso. Lo que encontró se halla en ese museo. Usted es fotógrafa, debería visitarlo, tiene que ver con usted. ¿Sabe qué descubrió?
—Dígamelo, se lo ruego.
—Si un alma tuviera que ponerse en contacto con nosotros, no lo haría con sonidos, sino con luz.
Sandra pensó en las fotos que David le había dejado en la Leica y tuvo un estremecimiento.
Al no oír ningún comentario por su parte, Zini se disculpó.
—No quería asustarla, perdóneme.
—No se preocupe. Tendré que ir, tiene razón.
El policía se puso serio de repente.
—Pues entonces será mejor que se dé prisa. El museo sólo abre una hora al día, cuando terminan las Vísperas.
Por el tono de Zini, Sandra comprendió que no se trataba de un simple consejo.
El agua rezumaba de las alcantarillas, como si el vientre de la ciudad ya no fuera capaz de contenerla. Tres días de lluvias intensas habían sido una dura prueba para el sistema hídrico de evacuación. Pero se había terminado.
Y ahora había llegado el viento.
Se levantó sin ningún aviso y empezó a barrer las calles del centro. Impetuoso y resonante, invadió Roma, sus avenidas y sus plazas.
Sandra se abría paso entre una multitud invisible, como si un ejército de espectros se dirigiera hacia ella. El viento quería obligarla a cambiar de dirección, pero ella continuó impertérrita. Advirtió la vibración de su móvil en el bolso, que llevaba pegado a un lado. Empezó a buscarlo frenéticamente. Mientras tanto, pensaba en el pretexto que iba a contarle a Shalber, segura de que era él. Convencerlo para que se quedara en la vivienda temporal había sido una tarea difícil, podía imaginar las objeciones que habría puesto ante la idea de que no iba a volver en seguida para contarle el resultado de su entrevista con Zini. Pero ya tenía una excusa preparada.
Finalmente dio con el aparato en la confusión de objetos que llevaba encima y miró la pantalla. Se había equivocado, era De Michelis.
—Vega, ¿qué es este estruendo?
—Espera un momento —Sandra se resguardó de la ventolera, metiéndose en un portal para seguir hablando—. ¿Ahora me oyes?
—Mucho mejor, gracias. ¿Cómo estás?
—He hecho progresos interesantes —omitió que alguien, esa mañana, le había disparado—. Ahora no puedo contarte mucho, pero estoy reuniendo las piezas. David había descubierto algo gordo aquí en Roma.
—No me tengas en ascuas. ¿Cuándo regresas a Milán?
—Necesito un par de días, tal vez más.
—Yo me ocupo de alargarte el permiso.
—Gracias, inspector, eres un amigo. Y tú, ¿tienes novedades para mí?
—Thomas Shalber.
—De modo que has obtenido información.
—Sí. Hablé con un viejo conocido que trabajaba en la Interpol y que ya está jubilado. ¿Sabes?, son un poco desconfiados cuando les preguntas por algún compañero suyo. No podía ser directo, así que tuve que invitarlo a comer para que no adivinara mis intenciones. Total, necesité un poco de tiempo.
De Michelis tenía la mala costumbre de perderse en los detalles. Sandra le metió prisa.
—¿Qué has descubierto?
—Mi amigo no lo conoce en persona, pero cuando investigaba para la Interpol oyó decir que Shalber es un tipo duro. No tiene demasiados amigos, es de los que trabajan solos y eso no gusta en las altas esferas. Pero es un policía resolutivo. Es testarudo, tiene mal carácter, pero todos reconocen su integridad. No mira a nadie a la cara, hace dos años llevó a cabo una investigación interna sobre algunos episodios de corrupción. No hace falta que te diga que la fama que se granjeó es pésima, pero atrapó a un grupo de los suyos a los que había comprado un grupo de traficantes de droga. ¡Es un paladín de la honestidad!
La definición irónica e intencionadamente exagerada de De Michelis la hizo reflexionar. ¿Qué tenía que ver un policía así con los penitenciarios? En efecto, por su curriculum, Shalber parecía más interesado en los casos en que la injusticia era patente. ¿Por qué ensañarse con unos curas que desempeñaban una labor positiva y, en el fondo, no perjudicaban a nadie?
—Inspector, ¿qué idea te has hecho de Shalber?
—Por lo que he oído, da la impresión de que es un obstinado tocapelotas. Pero diría que es de fiar.
Las palabras de De Michelis tranquilizaron a Sandra.
—Gracias, lo tendré en cuenta.
—Si necesitas algo más de mí, llámame.
Apretó la tecla del móvil que cerraba la comunicación y, reconfortada, se introdujo de nuevo a contracorriente en el río invisible del viento.
Mientras se despedía de ella en su casa, Pietro Zini le transmitió un mensaje sibilino. La visita al museo de las almas del purgatorio no podía postergarse. Sandra no sabía qué podía esperar de ella, pero estaba segura de haber entendido bien las palabras del policía invidente.