—Si aceptamos los hechos tal como han sido expuestos, ¿qué cree usted que habrá ocurrido con el cadáver?
—Sólo parece haber dos posibilidades —apuntó miss Marple sin vacilar—. La más probable es, por supuesto, que el cadáver fuera abandonado en el tren, pero eso parece ahora poco probable porque hubiera sido encontrado por otro pasajero o por el personal del ferrocarril al final del trayecto.
Frank Cornish asintió.
—La otra posibilidad que le quedaba al asesino era echar el cadáver a la vía. Supongo que debe estar en algún recóndito lugar del trayecto, aunque tampoco esto parece probable. Pero no acierto a ver de qué otro modo hubiera podido resolver el problema.
—En los periódicos hablan de cadáveres metidos en baúles —señaló Mrs. McGillicuddy—, pero ahora nadie viaja con baúles, sólo se llevan maletas. Y no puede meterse un cadáver en una maleta.
—Sí —aceptó Cornish—, estoy de acuerdo con ustedes. El cadáver, si lo hay, tendría que haber sido descubierto a estas horas, o lo será muy pronto. Las tendré al corriente de cualquier novedad, aunque me figuro que se enterarán por los periódicos. Desde luego, está la posibilidad de que la mujer, aunque atacada de una manera salvaje, no esté muerta y que se apeara del tren por su propio pie.
—Difícilmente hubiera podido hacerlo sin ayuda —señaló miss Marple—, y en ese caso alguien hubiera advertido a un hombre que sostenía a una mujer diciendo que está enferma.
—Sí, tiene razón —convino Cornish—. Si encontraron a una mujer sin conocimiento o enferma en un compartimiento y la llevaron al hospital, aparecería en los informes. Tengan la certeza de que en breve conseguiremos algo.
Pero pasó aquel día y el siguiente. Esa noche miss Marple recibió una nota del sargento Cornish que decía así:
Respecto al asunto que me consultó, se ha llevado a cabo una investigación exhaustiva sin resultado. No se ha encontrado ningún cadáver. Ningún hospital ha prestado asistencia a mujer alguna como la que me describió, y no ha sido observado ningún caso de una mujer inconsciente o enferma que dejase la estación sostenida por un hombre. Puede estar segura de que la investigación se ha hecho a fondo. Debo suponer que, aun habiendo presenciado su amiga una escena tal como la que describió, el resultado de la misma fue mucho menos grave de lo que ella ha supuesto.
—¿Menos grave? ¡Qué disparate! —exclamó Mrs. McGillicuddy—. ¡Fue un asesinato! Miró con aire desafiante a miss Marple, y su amiga le devolvió la mirada.
—Vamos, Jane. ¡Di que me he equivocado! ¡Di que lo he imaginado todo! ¿Es eso lo que crees?
—Todo el mundo puede equivocarse —insinuó miss Marple con dulzura—. Todo el mundo, Elspeth, incluso tú. Creo que debemos tenerlo en cuenta. Pero sigo creyendo que es poco probable que tú precisamente te hayas equivocado. Usas gafas para leer, pero a distancia tienes muy buena vista. Y lo que viste te impresionó muchísimo. Cuando llegaste aquí sufrías las consecuencias del choque.
—Es una cosa que no olvidaré nunca —afirmó Mrs. McGillicuddy, estremeciéndose—. ¡El problema está en que no sé qué puedo hacer!
—Me parece —observó miss Marple con aire pensativo— que tú no puedes hacer nada más. —Si Mrs. McGillicuddy hubiese prestado más atención al tono de la voz de su amiga, hubiese advertido que había puesto un ligero acento en la palabra
tú
—. Has comunicado lo que viste al personal del ferrocarril y a la policía. No, no hay nada más que puedas hacer tú.
—Eso me tranquiliza en cierto modo porque, como sabes, me voy a Ceilán después de Navidad, para estar con Roderick, y no quiero aplazar esta visita que tanto he deseado hacer. Aunque, claro está, la aplazaría si creyese que mi deber así lo exige.
—Bien sé que lo harías, Elspeth, pero considero que has hecho cuanto estaba en tu mano.
—Ahora es asunto de la policía —confirmó Mrs. McGillicuddy—. Pero si la policía se empeña en ser tan estúpida...
—¡Oh, no! La policía no es estúpida, y eso es lo que lo hace más interesante, ¿no crees?
Mrs. McGillicuddy la miró sin comprender y miss Marple se reafirmó en la opinión de que su amiga era una mujer de sólidos principios e incapaz de dejarse llevar por fantasías.
—Una desea saber qué es lo que realmente sucedió —añadió miss Marple.
—La mujer fue asesinada.
—Sí, pero, ¿quién la mató y por qué? ¿Y qué ha ocurrido con el cadáver? ¿Dónde está ahora?
—A la policía le corresponde averiguar eso.
—Exactamente, y no lo han encontrado. Lo cual significa que el hombre ha sido listo, muy listo, ¿no es cierto? —dijo miss Marple, frunciendo el entrecejo—. No logro imaginar cómo ha podido deshacerse del cadáver. Supongamos que la mató en un arrebato de pasión. Porque desde luego no creo de ninguna manera que fuera un crimen premeditado, no tendría sentido, y menos aún si tenemos en cuenta que estaban tan sólo a unos minutos de una estación importante. No, debió de ser una disputa, celos, o algo por el estilo. La estranguló y se encontró con un cadáver en las manos y a punto de entrar en una estación. ¿Qué puede hacer con él, salvo como dije al principio dejarlo apoyado en un rincón como si durmiese, ocultando la cara, y largarse lo más pronto posible? No veo ninguna otra posibilidad y, no obstante, tiene que haberla.
Miss Marple se perdió en sus pensamientos.
Mrs. McGillicuddy tuvo que llamarla dos veces antes de que le contestase.
—Estás volviéndote sorda, Jane.
—Un poquito quizá. No me parece que la gente pronuncie las palabras con tanta claridad como acostumbraba. Pero no es que no te haya oído, me temo que no estaba atenta a lo que decías.
—Te preguntaba por los trenes que salen mañana para Londres. ¿Me irá bien el de primera hora de la tarde? Voy a ver a Margaret, y ella no me espera antes de la hora del té.
—Estoy pensando, Elspeth, si no te importaría tomar el de las 12.15. Podríamos almorzar un poco más temprano.
—Por supuesto, y...
—Y también pensaba —continuó miss Marple, ahogando las palabras de su amiga— que quizás a Margaret no le importaría que no llegases a la hora del té, que llegases hacia las siete, por ejemplo.
Mrs. McGillicuddy miró a su amiga con curiosidad.
—¿Qué te propones, Jane?
—Lo que querría, Elspeth, es poder ir a Londres contigo, y volver a Brackhampton en el mismo tren que tomaste el otro día para venir. Luego regresarías a Londres desde Brackhampton y yo continuaría hasta aquí como tú hiciste. Naturalmente, yo abonaría los billetes. —Miss Marple recalcó este importante detalle con firmeza.
Mrs. McGillicuddy no hizo caso del aspecto financiero.
—¿Qué esperas encontrar, Jane? ¿Otro asesinato?
—De ningún modo —contestó miss Marple escandalizada—. Pero te confieso que me gustaría ver con mis propios ojos el... es difícil encontrar la palabra adecuada... el escenario del crimen.
En consecuencia, al día siguiente, miss Marple y Mrs. McGillicuddy se hallaban una frente a la otra, en un compartimiento de primera clase correspondiente al tren que había salido de Paddington a las 4.50. La estación estaba aquel día más concurrida aún que en el viernes precedente, porque sólo faltaban dos días para Navidad, pero los vagones de cola estaban relativamente tranquilos.
En esta ocasión no hubo ningún tren que circulase en su misma dirección y a la misma velocidad. A intervalos se cruzaban con los que se dirigían a Londres. En dos ocasiones pasaron trenes que les adelantaban corriendo a gran velocidad. Mrs. McGillicuddy consultaba su reloj de vez en cuando con expresión dubitativa.
—Es difícil decir exactamente cuándo. Hemos pasado por una estación que conozco. —Pero continuamente pasaban por estaciones.
—Llegaremos a Brackhampton dentro de cinco minutos —anunció miss Marple.
Un revisor apareció en la puerta. Miss Marple alzó la mirada con expresión inquisitiva, pero Mrs. McGillicuddy meneó la cabeza. No era el mismo del otro día. El revisor taladró los billetes y continuó su camino tambaleándose ligeramente al describir el tren una larga curva, moderando un poco su marcha.
—Supongo que vamos a entrar en Brackhampton —dijo Mrs. McGillicuddy.
—Me parece que estamos ya en los arrabales —respondió miss Marple.
Por la ventana pasaban fugaces el resplandor de las luces, edificios, calles, tranvías. El tren aminoró aún más la marcha. Empezaron a cruzar los cambios de agujas.
—Ya llegamos —observó Mrs. McGillicuddy—. No veo qué utilidad puede haber tenido este viaje. ¿Te ha sugerido alguna idea, Jane?
—Me temo que no —contestó miss Marple con voz indecisa.
—Un dinero malgastado inútilmente —afirmó Mrs. McGillicuddy, aunque con menor tristeza que si el viaje hubiera sido a su cargo. Miss Marple se había mostrado inflexible en ese punto.
—De todos modos, siempre es bueno ver con tus propios ojos el lugar de los hechos. Este tren lleva un retraso de algunos minutos, me parece. ¿Fue puntual el tuyo el viernes?
—Creo que sí. En realidad, no lo comprobé.
El tren entró lentamente en la concurrida estación de Brackhampton. Del altavoz salió un ronco anuncio, se abrieron y cerraron puertas y la gente entró y salió por ellas. Era una escena de incesante movimiento.
"A un asesino —pensó miss Marple— le sería fácil mezclarse entre la muchedumbre y salir de la estación en medio de la multitud apretujada, o bien elegir otro vagón y continuar el viaje en el mismo tren. Fácil, para un hombre entre muchos. Pero no le sería tan fácil deshacerse de un cadáver. Tiene que estar en alguna parte."
Mrs. McGillicuddy se había apeado y le hablaba desde el andén a través de la ventanilla abierta.
—Y ahora, cuídate bien, Jane. No cojas un resfriado. Esta época del año es muy traicionera, y tú ya no eres tan joven.
—Ya lo sé.
—Y no nos inquietemos más por todo este asunto. Hemos hecho lo que hemos podido.
Miss Marple asintió y la apremió:
—No te quedes ahí con este frío, Elspeth, o de lo contrario serás tú la que coja el resfriado. Ve a tomar una buena taza de té caliente en el bar. Tienes tiempo, faltan todavía doce minutos para la salida del tren que vuelve a la ciudad.
—Sí, es lo que haré. Adiós, Jane.
—Adiós, Elspeth. Feliz Navidad. Espero que encuentres bien a Margaret. Diviértete en Ceilán y dale mis afectuosos saludos al querido Roderick, si es que se acuerda de mí, cosa que dudo.
—Claro que se acuerda de ti. Tú le ayudaste de algún modo cuando estaba en el colegio. Algo sobre un dinero que desaparecía de una taquilla. Nunca lo ha olvidado.
—¡Oh! ¡Aquello! —dijo miss Marple.
Mrs. McGillicuddy se apartó, sonó un silbato y el tren empezó a moverse. Miss Marple observó cómo iba disminuyendo el cuerpo macizo y robusto de su amiga. Elspeth podía irse a Ceilán con la conciencia tranquila: había cumplido con su deber y quedaba libre de toda obligación.
Miss Marple no se recostó en su asiento mientras el tren aceleraba. Permaneció erguida y se entregó por completo a sus pensamientos. Aunque al expresarse fuera algo vaga y confusa, pensaba siempre con claridad y precisión. Tenía un problema que resolver, el problema de su propia conducta futura y lo más extraño era que se ofrecía a su conciencia como se había ofrecido a la de Mrs. McGillicuddy: como un deber que cumplir.
Mrs. McGillicuddy había dicho que las dos habían hecho cuanto les era posible hacer. Esto era verdad respecto a su amiga, pero respecto a sí misma, miss Marple no se sentía tan convencida.
A veces, era cuestión de utilizar sus dones especiales. Pero quizá fuese esto presunción. Después de todo, ¿qué podía hacer ella? Volvieron a su memoria las palabras de su amiga: "Ya no eres tan joven".
De un modo metódico, como un general que traza un plan de campaña o un consultor que considera la viabilidad de un negocio, miss Marple sopesó en su mente los pros y los contras en su determinación de emprender alguna acción sobre el grave caso de que tenía conocimiento. En su favor contaba con los siguientes puntos:
1. Mi larga experiencia de la vida y de la naturaleza humana.
2. Sir Henry Clithering y su ahijado (actualmente, según creo, en Scotland Yard), que tan amable se mostró en el caso de Little Paddocks.
3. David, el segundo hijo de mi sobrino Raymond, que estoy casi segura se halla empleado en el ferrocarril.
4. El chico de Griselda, Leonard, que tanto entiende de mapas.
Miss Marple consideró estos puntos y los encontró por completo satisfactorios. Necesitaría de todos ellos para compensar los aspectos negativos, en particular, su propia debilidad física.
"No estoy —pensó— como para ir de acá para allá, haciendo averiguaciones."
Sí, era el principal obstáculo: la edad y la debilidad física que la acompañaba. Aunque para su edad conservase una buena salud, el caso es que era vieja. Si el doctor Haydock le había prohibido de forma tajante el ejercicio práctico de la jardinería, difícilmente la autorizaría a salir a la caza de un asesino. Porque esto era, en efecto, lo que se proponía hacer, y aquí estaba el dilema. Si hasta aquel momento, el asunto del asesinato había venido a ella por así decirlo, ahora sería ella la que saldría deliberadamente a buscarlo. No estaba segura de querer hacerlo en realidad. Era vieja. Era vieja y estaba cansada. En aquel momento, al final de un día agitado, se sentía un tanto reacia a emprender ninguna empresa. Sólo deseaba llegar a casa y sentarse junto al fuego, con la bandeja de su cena, e irse a la cama, y al día siguiente, vagar por el jardín recortando algunas plantas, arreglándolo muy ligeramente, sin inclinarse, sin hacer esfuerzo alguno.
"Soy demasiado vieja para ningún otro género de aventuras", se dijo, mirando distraída por la ventanilla la línea curva de un terraplén.
—Una curva...
Algo se agitó en su conciencia. Un momento después de haber taladrado el revisor su billete...
Una idea. Sólo una idea. Una idea por completo diferente. Un ligero rubor apareció en el rostro de miss Marple. De repente se sintió libre de toda fatiga.
"Mañana por la mañana escribiré a David —se dijo. En ese momento, otro nombre de gran valor cruzó por su memoria—: ¡Por supuesto, mi fiel Florence!"
Miss Marple consideró ordenadamente su plan de campaña, sin olvidar ni por un momento que la temporada de Navidad sería un factor dilatorio.