El tren de las 4:50 (2 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: El tren de las 4:50
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—Vamos, madam —sugirió entonces el revisor, con voz persuasiva—, ¿no le parece que, después de leer una historia emocionante, ha dado una cabezada y ha despertado un poco confusa?

Mrs. McGillicuddy le interrumpió.

—¡Lo he visto! Estaba tan despierta como lo está usted ahora. Miré a través de esta ventanilla y vi la del otro tren que circulaba paralelo al nuestro, y un hombre estaba estrangulando a una mujer. Y lo que quiero saber es ¿qué piensa hacer al respecto?

—Bueno... madam...

—Porque hará usted algo, supongo.

El revisor suspiró reacio y miró su reloj.

—Estaremos en Brackhampton dentro de siete minutos. Comunicaré lo que me ha dicho. ¿En qué dirección corría el tren al que se refiere usted?

—En esta misma dirección, naturalmente. ¿No imaginará usted que pudiera haberlo visto en un tren que pasara a gran velocidad en dirección contraria?

Por la expresión del revisor resultaba obvio que consideraba que Mrs. McGillicuddy era muy capaz de ver cualquier cosa que le sugiriera su imaginación. Pero mantuvo una actitud cortés.

—No se preocupe, madam. Comunicaré lo que me ha dicho. Quizá podría usted darme su nombre y dirección, sólo para el caso de que...

Mrs. McGillicuddy le dio la dirección del lugar donde se instalaría los días inmediatos y la de su residencia permanente en Escocia. El revisor tomó nota y se retiró con el aire de quien ha cumplido con su deber y ha tratado exitosamente con un fastidioso viajero.

Mrs. McGillicuddy se sentía algo recelosa. ¿Comunicaría el revisor su declaración? ¿O sólo había tratado de calmarla? Suponía vagamente que había mujeres mayores, viajando por el mundo, convencidas de que habían desenmascarado complots comunistas, que se hallaban en peligro de ser asesinadas, de que habían visto platillos volantes y secretas naves espaciales, o de que habían presenciado asesinatos que nunca tuvieron lugar. ¿Y si aquel hombre se había desentendido pensando que era una de ésas?

El tren redujo velocidad para cruzar algunos cambios de agujas y pasaron entre el brillante alumbrado de una importante población.

Mrs. McGillicuddy abrió el bolso, sacó una vieja factura, que fue el único papel que pudo encontrar, y escribió en el dorso una nota rápida con su bolígrafo, la metió en un sobre que por fortuna llevaba, lo cerró y le puso las señas.

El tren se detuvo en una población cuyo andén se hallaba atestado. La misma voz anunciaba:

—Entrada en vía 1 del tren semidirecto de las 5.38, con destino Chadmouth. Para en las estaciones de Milchester, Waverton y Roxeter. Los pasajeros con destino a Market Basing deben dirigirse a la vía 3. Entra en vía 1 el tren con destino Carbury.

Mrs. McGillicuddy observó ansiosa a un extremo y al otro del andén. ¡Tantos viajeros y tan pocos mozos! ¡Ah, allí había uno! Lo llamó con voz autoritaria.

—¡Mozo! Por favor, lleve esto inmediatamente a la oficina del jefe de estación.

Le entregó el sobre y un chelín.

Luego, con un suspiro, se reclinó en su asiento. Había hecho lo que había podido. Por un momento se quedó lamentando el chelín. En realidad, hubieran bastado seis peniques.

Su mente volvió a la escena que había presenciado. Horrible, horrible de verdad. Ella era una mujer de temple firme, pero se estremeció. ¡Que cosa tan extraña y fantástica acababa de ocurrirle a ella! Si la cortinilla de aquel compartimiento no se hubiera levantado casualmente... Pero esto era, por supuesto, providencial.

La Providencia había querido que ella, Elspeth McGillicuddy, fuese testigo de un crimen. Sus labios se apretaron con torva expresión.

Se oyeron gritos, silbatos, portazos. El tren de las 5.38 dejó lentamente la estación de Brackhampton. Una hora y cinco minutos más tarde se detenía en Milchester.

Mrs. McGillicuddy recogió los paquetes y la maleta y se apeó. Su mirada recorrió el andén de arriba abajo, y volvió a reafirmarse en su opinión: no había bastantes mozos. Los que había estaban ocupados con las sacas de correo y los carros de equipaje. En estos tiempos parecía darse por supuesto que cada pasajero cargaría con sus propios bultos. Ella no podía cargar con la maleta, el paraguas y todos los paquetes. Tendría que esperar. Finalmente consiguió los servicios de un mozo.

—¿Taxi?

—No, espero que habrán venido a recogerme.

Fuera de la estación de Milchester se le acercó un taxista que había estado observando la salida.

—¿Es usted Mrs. McGillicuddy? —le preguntó con voz suave y acento local—. ¿Va a St. Mary Mead?

Mrs. McGillicuddy respondió que sí y recompensó al mozo adecuada, pero no espléndidamente. El coche, con Mrs. McGillicuddy, la maleta y los paquetes, se alejó en la oscuridad. Era un trayecto de nueve millas. Tiesa en su asiento, Mrs. McGillicuddy fue incapaz de relajarse. Sus sentimientos esperaban con ansia el momento de poder manifestarse. Por fin, el taxi entró en una calle conocida y llegó a su destino. La dama se apeó y siguió el camino enladrillado que conducía a la puerta. Una doncella de edad madura abrió la puerta y el taxista depositó los bultos en el interior. Mrs. McGillicuddy cruzó el vestíbulo hasta la sala de estar, donde la esperaba la dueña de la casa: una dama de avanzada edad y delicado aspecto.

—¡Elspeth!

—¡Jane!

Las dos mujeres se besaron y, sin preámbulos ni circunloquios, Mrs. McGillicuddy chilló:

—¡Oh, Jane! ¡Acabo de ver un asesinato!

Capítulo II

Fiel a los preceptos, transmitidos por su madre y su abuela, de que una verdadera dama no debe mostrarse nunca escandalizada ni sorprendida, miss Marple se limitó a enarcar las cejas y a asentir mientras respondía:

—Muy penoso para ti, Elspeth, querida. Y sin duda muy insólito. Creo que será mejor que me lo cuentes en seguida.

Esto era exactamente lo que Mrs. McGillicuddy deseaba hacer. Dejó que su amiga la acercase más al fuego, se sentó, se quitó los guantes y se enfrascó en una vivida narración.

Miss Marple la escuchó con gran atención. Cuando, por fin, Mrs. McGillicuddy se detuvo para tomar aliento, su amiga habló con decisión.

—Creo que lo mejor que puedes hacer ahora, querida, es ir arriba, quitarte el sombrero y lavarte. Luego, cenaremos y, durante la cena, no hablaremos del asunto en absoluto. Después de cenar, lo trataremos a fondo y discutiremos todos los detalles.

Mrs. McGillicuddy aceptó la sugerencia. Las dos damas cenaron y, mientras lo hacían, hablaron de varios aspectos de la vida en St. Mary Mead. Miss Marple comentó la desconfianza general que inspiraba el nuevo organista, contó el reciente escándalo sobre la esposa del farmacéutico e hizo alusión a la hostilidad entre la maestra de la escuela y el instituto del pueblo. Luego discutieron acerca de sus respectivos jardines.

—Las peonías —comentó miss Marple al levantarse de la mesa— son imprevisibles. Pero si arraigan, te acompañan durante toda la vida. Hay infinidad de variedades que son muy hermosas.

De nuevo se instalaron ante el fuego y miss Marple sacó de un armario del rincón dos antiguas copas, y de otro armario una botella.

—Esta noche nada de café, Elspeth. Estás ya sobreexcitada (¡y con razón!) y es probable que no duermas. Te receto un vaso de mi vino de prímula y, más tarde, quizás una taza de manzanilla.

A Mrs. McGillicuddy le pareció bien y miss Marple sirvió el vino.

—Jane —dijo Mrs. McGillicuddy después de beber un sorbo—, tú no crees que lo he soñado, ¿verdad?

—No, ciertamente —contestó afablemente miss Marple.

Mrs. McGillicuddy lanzó un suspiro de alivio.

—El revisor lo creyó así. Se mostró muy cortés, pero, de todos modos...

—Creo, Elspeth, que, dadas las circunstancias, era muy natural. Parece, y en realidad lo es, una historia inverosímil. Además, tú eras una desconocida para él. No, yo no tengo la menor duda de que viste lo que me has contado. Es un caso extraordinario, pero en modo alguno imposible. Yo también he sentido siempre interés por ver lo que sucedía en los trenes que corren paralelos al mío, por la vivida e íntima imagen que se te ofrece de lo que está pasando en uno o dos compartimientos. Recuerdo que una vez vi a una niña pequeña que jugaba con un osito de peluche, y de pronto lo tiró deliberadamente contra un hombre gordo que dormía en un rincón, y cómo éste dio un salto indignado, mientras los otros pasajeros parecían muy divertidos. Lo percibí todo de un modo tan real, que luego hubiera podido decir con exactitud qué aspecto tenían o qué ropa llevaban.

Mrs. McGillicuddy asintió agradecida.

—Eso mismo me ha ocurrido a mí.

—Me has dicho que el hombre estaba de espaldas, o sea que no viste su cara.

—No.

—Y la mujer, ¿podrías describirla? ¿Joven? ¿Vieja?

—Más bien joven. Entre treinta y treinta y cinco años, me parece. No podría precisar más.

—¿Bien parecida?

—Tampoco esto podría asegurarlo. Como comprenderás, su cara estaba contraída y...

—Sí, sí. Lo comprendo muy bien —señaló miss Marple con presteza—. ¿Cómo iba vestida?

—Llevaba un abrigo de piel, de una piel clara. Sin sombrero. Su cabello era rubio.

—¿Y no tenía el hombre algún rasgo distintivo que puedas recordar?

Mrs. McGillicuddy se tomó su tiempo para pensar a fondo antes de contestar.

—Alto y moreno, creo. Llevaba un abrigo grueso, de modo que nada puedo decir en concreto sobre su constitución física. —Y añadió con desaliento—: En realidad, no es gran cosa.

—Algo es algo —comentó miss Marple—. ¿Estás completamente segura de que la muchacha estaba muerta?

—Estaba muerta. De eso sí estoy segura. Tenía la lengua fuera y... bueno, prefiero no hablar de ello.

—Claro que no. Claro que no —se apresuró a decir miss Marple—. Supongo que sabremos algo más por la mañana.

—¿Por la mañana?

—Me figuro que saldrá en los periódicos de la mañana. Después de atacarla y matarla, ese hombre se encontrará con un cadáver en las manos. ¿Qué habrá hecho? Es de suponer que habrá bajado del tren en la primera estación. A propósito, ¿puedes recordar si era un vagón con pasillo?

—No, no lo era.

—Eso parece indicar que el tren no era de largo recorrido. Es casi seguro que se detuvo en Brackhampton. Supongamos que el asesino se apeara en Brackhampton y hubiera dejado el cadáver sentado en un rincón, con la cara escondida en el cuello del abrigo para retrasar su descubrimiento. Sí, creo que seguramente eso es lo que haría. Pero, naturalmente, la descubrirán antes de que pase mucho tiempo, y es de esperar que la noticia de una mujer asesinada y descubierta en un tren aparecerá con toda certeza en los periódicos de la mañana. Ya veremos.

Pero no apareció en la prensa de la mañana.

Después de asegurarse de esto, ambas amigas terminaron su desayuno en silencio. Las dos reflexionaban.

Después de desayunar, dieron un paseo por el jardín. Pero este absorbente pasatiempo resultó un paseo deslucido. Miss Marple llamó la atención de su amiga sobre alguna especie nueva y rara que había adquirido para su jardín de rocas, pero lo hizo casi distraída. Y Mrs. McGillicuddy no contraatacó, como era su costumbre, con una lista de sus propias y recientes adquisiciones.

—El jardín no tiene el aspecto que debiera —afirmó miss Marple siempre distraída—. El doctor Haydock me ha prohibido que me incline y que me arrodille y, la verdad, ¿qué puedes hacer sin inclinarte ni arrodillarte? Tenemos al viejo Edwards, por supuesto, ¡pero es tan terco! Y esta faena le ha hecho adquirir malas costumbres: muchas tazas de té, muchos descansos y nada que signifique verdadero trabajo.

—¡Oh, tienes razón! —contestó Mrs. McGillicuddy—. Claro que no es que a mí me prohiban inclinarme, pero la verdad es que después de las comidas y habiendo aumentado de peso —bajó la vista sobre sus amplias proporciones—, me viene acidez de estómago.

Hubo un silencio y Mrs. McGillicuddy se detuvo en seco y se volvió hacia su amiga.

—¿Y bien?

Era una pregunta insignificante, pero el tono de Mrs. McGillicuddy era harto elocuente, y miss Marple comprendió su significado perfectamente.

—No lo sé.

Las dos se miraron.

—Creo —sugirió miss Marple— que podríamos acercarnos a la comisaría para hablar con el sargento Cornish. Es un hombre inteligente y dotado de una gran paciencia. Nos conocemos muy bien. Creo que nos escuchará y comunicará la información donde corresponda.

En consecuencia, unos tres cuartos de hora más tarde, miss Marple y Mrs. McGillicuddy estaban hablando con un hombre que andaría por la treintena, grave, robusto, que las escuchaba con suma atención.

El sargento Frank Cornish recibió a miss Marple con cordialidad y deferencia. Dispuso sendas sillas para las dos damas.

—Veamos, ¿en qué puedo servirla, miss Marple?

—Desearía que escuchase lo que tiene que comunicarle mi amiga, Mrs. McGillicuddy.

Cornish la escuchó atentamente y, cuando finalizó el relato, guardó silencio durante unos segundos.

—Es un relato extraordinario —opinó.

Disimuladamente había estado calibrando a la narradora.

En conjunto, su impresión fue favorable. Era una mujer inteligente que sabía expresarse con claridad. No era, dentro de lo que él podía juzgar, una mujer de imaginación desbordada ni una histérica. Además, miss Marple parecía creer en la exactitud del relato de su amiga, y él la conocía bastante. Todo el mundo en St. Mary Mead la conocía: menuda y tímida en apariencia, pero en el fondo tan viva y astuta como el que más.

—Por supuesto —añadió después de un leve carraspeo—, quizá esté usted en un error: fíjese bien, no digo que se haya equivocado, pero sería una posibilidad. Hay gente aficionada a las bromas pesadas, y el incidente podría no haber sido serio o fatal.

—Yo sé lo que he visto —insistió Mrs. McGillicuddy con severidad.

"Y no cambiará un ápice su veredicto —pensó Cornish—. Creo que me guste o no, quizá tenga razón."

—Ha informado usted a los funcionarios del ferrocarril y a mí —comentó en voz alta—. Ha actuado correctamente, y puede estar segura de que me ocuparé de que se lleven a cabo las indagaciones necesarias.

Se detuvo. Miss Marple asintió satisfecha. Mrs. McGillicuddy no lo estaba tanto, pero no dijo nada. El sargento Cornish se dirigió a miss Marple, no tanto porque deseara conocer sus ideas, sino porque quería oír su opinión.

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