—¿Y los comprimidos sedantes fueron retirados y sustituidos por otra cosa?
—Sí. Y, claro, eso es lo que tienen de malo los comprimidos. Todos parecen iguales.
—Tiene usted mucha razón. Recuerdo muy bien cómo en mi juventud había la medicina negra, la medicina marrón (ésta para la tos), la medicina blanca y la medicina rosa del doctor Fulano de Tal. De hecho, todavía en St. Mary Mead tenemos esta clase de medicinas. Lo que todos quieren es un jarabe, no comprimidos. ¿Qué había en ellos?
—Acónito. Es la clase de comprimidos que suelen guardarse en una botella para venenos y que se disuelven al uno por ciento, para uso externo.
—Y así, Harold lo tomó y murió.
Dermot Craddock emitió algo que se parecía a un gemido.
—¿No le importa que me desahogue en su presencia? —confesó luego de una pausa—. ¡Tengo que contárselo todo a tía Jane! Eso es lo que sentí.
—Es usted un buen muchacho y se lo agradezco. Y al ser el ahijado de sir Henry, siento por usted un aprecio que no podría sentir por ningún otro inspector.
Dermot Craddock le dirigió una sonrisa fugaz y contestó desasosegado:
—Sí, pero el caso es que he armado el lío más espantoso de mi vida. Mi jefe llama a Scotland Yard, ¿y qué es lo que tiene que comunicar? ¡Qué no tengo ni la más remota idea de lo que está pasando!
—No, no.
—Sí, sí. ¡No sé quién envenenó a Alfred, no sé quién ha envenenado a Harold y, para acabar de arreglarlo, tampoco tengo la menor idea de quién era la mujer que asesinaron! Todo parecía indicar que era la dichosa Martine, todos los indicios parecían apuntar en esa dirección. ¿Y qué pasa ahora? Que resulta que Martine es la esposa de sir Robert Stoddart–West. ¿Quién es entonces la mujer del granero? ¡Sabe Dios! Y antes que si era Anna Stravinska, pero tampoco...
Le detuvo una de las significativas tosecillas de miss Marple.
—¿Está seguro?
Craddock la miró con los ojos muy abiertos.
—Bien, esa postal desde Jamaica...
—Sí. Pero eso no es una verdadera prueba, ¿verdad? Quiero decir que cualquiera puede hacerse enviar una postal desde cualquier parte del mundo. Recuerdo a Mrs. Brierly, que sufrió una crisis nerviosa tan grave que acabaron por enviarla a una clínica para tenerla en observación. No podía soportar la idea de que sus hijos lo supieran, y dejó escritas unas catorce postales, disponiendo que se enviasen oportunamente desde diversos lugares en el extranjero. —Y añadió, volviéndose hacia Dermot Craddock—: ¿Ve usted lo que quiero decir?
—Sí, desde luego. Naturalmente, hubiéramos comprobado lo de esa postal, de no ser porque ese asunto de Martine parecía responder mejor al caso en cuestión.
—De un modo muy conveniente.
—Todo concordaba —señaló Craddock—. Y después de todo, está también la carta firmada por Martine Crackenthorpe, la que recibió Emma. Lady Stoddart–West no la remitió, pero alguien tuvo que hacerlo. Alguien que pensaba hacerse pasar por Martine para obtener, si podía, algún dinero. ¿No me negará que es así?
—No, no.
—Y tenemos además, el sobre de la carta que Emma le escribió con la dirección de Londres. Y fue encontrado en Rutherford Hall, lo que demuestra que ella había estado allí.
—¡Pero la mujer asesinada no había estado allí! —le indicó miss Marple—. No había estado en el sentido que usted dice. Ella fue a Rutherford Hall cuando ya estaba muerta. La arrojaron desde el tren por el terraplén de la vía.
—Bueno, sí.
—Lo que el sobre demuestra es que el asesino estuvo allí. Es de suponer que le quitó a su víctima este sobre con la documentación y los otros objetos que llevaba y que después se le cayó sin darse cuenta. ¿O lo hizo premeditadamente? Seguro que sus hombres y el inspector Bacon lo inspeccionaron todo a conciencia, y no lo encontraron. Y luego aparece de repente en el cuarto de la caldera.
—Eso tiene una explicación. Ese viejo jardinero acostumbraba a recoger todos los papelotes que encuentra y los almacena allí para quemarlos.
—Donde era muy natural que los muchachos lo encontrasen —señaló miss Marple con expresión pensativa.
—¿Quiere usted decir que lo que se pretendía era que lo encontráramos?
—Sólo es una idea. Después de todo, era fácil deducir dónde iban los muchachos a continuar sus investigaciones, o si no, proponérselo. Sí, es posible. Fue eso lo que le hizo abandonar la idea de que pudiera ser Anna Stravinska, ¿verdad?
—¿Y cree usted que la mujer asesinada es ella?
—Creo que alguien pudo alarmarse cuando usted empezó a investigar, ni más ni menos. Creo que esa persona no quería que la siguiera investigando.
—Atengámonos al hecho básico de que alguien iba a representar el papel de Martine y que luego, por alguna razón, desistió de hacerlo. ¿Con qué motivo?
—Es una pregunta interesante.
—Alguien envió un telegrama diciendo que Martine regresaba a Francia. Después se las arregló para venir en el mismo tren con la muchacha y la mató por el camino. ¿Está usted conforme hasta aquí?
—No del todo. La verdad, no creo que lo simplifique usted lo bastante.
—¡Que lo simplifique! —exclamó Craddock—. Me confunde usted —añadió en tono de queja.
Miss Marple señaló con voz acongojada que jamás pensaría en hacer tal cosa.
—A ver, dígame: ¿Cree o no cree usted saber quién era la mujer asesinada?
Miss Marple suspiró antes de contestar:
—Es tan difícil expresarlo bien. Quiero decir: no sé quién era, pero, al mismo tiempo, estoy bastante segura de quién era. ¿Sabe usted lo que quiero decir?
Craddock levantó la cabeza.
—¿Si sé lo que quiere decir? No tengo la más remota idea. —Miró por la ventana—: Aquí llega su Lucy Eyelesbarrow. Bueno, me marcho. Mi amor propio está por los suelos esta tarde y la presencia de una joven rebosante de energía y buena suerte es más de lo que puedo soportar.
Busqué la palabra tontina en el diccionario —exclamó Lucy. Después de haberse saludado mutuamente, Lucy se paseaba por la habitación tocando un perro de porcelana por aquí, un macasar por allá, un costurero de plástico en la ventana.
—Ya pensé que lo haría —dijo miss Marple reposadamente.
Lucy habló despacio, marcando las palabras: "Lorenzo Tonti. Banquero italiano. Inventó en 1653 una forma de renta anual vitalicia en la que las partes de los beneficiarios que mueren se suman a las ganancias de los que sobreviven".
—Es eso, ¿verdad? Encaja perfectamente, y usted ya lo sospechaba incluso antes de las dos últimas muertes.
Reanudó su inquieto paseo por la habitación. Miss Marple la observaba desde su asiento. Ésta era una Lucy Eyelesbarrow muy distinta de la que ella conocía.
—Supongo que esto era lo que buscaba. Un testamento de este género que termina de modo que, si queda un solo sobreviviente, éste lo recibe todo. Y, no obstante, había mucho dinero, ¿verdad? Yo creo que incluso repartido entre los hermanos representaría una fortuna considerable.
Se detuvo, pensativa.
—Lo malo es que las personas son insaciables —señaló miss Marple—. Algunas personas. Muchas veces, así es como empieza todo. No se empieza con el asesinato, con el deseo de cometerlo, ni siquiera pensándolo. Se empieza siendo, sencillamente, avaricioso, queriendo tener más de lo que se ha de recibir. —Dejó su ganchillo sobre la rodilla y su mirada se perdió en el vacío—. Así es como conocí al inspector Craddock. Un caso en el campo, cerca de Medenham Spa. Empezó del mismo modo: una persona de carácter débil y afable que quería tener mucho dinero. Era un dinero al que no tenía derecho, pero parecía fácil conseguirlo. No hubo asesinatos al principio, sólo algo tan fácil y sencillo que apenas parecía que estuviera mal. Así fue cómo empezaron las cosas. Pero aquello acabó con tres asesinatos.
—Como aquí. Hemos tenido tres asesinatos hasta ahora: la mujer que desempeñaba el papel de Martine y que hubiera podido reclamar una parte para su hijo, después Alfred y después Harold. Y con esto, sólo quedan dos, ¿verdad?
—¿Quiere decir que sólo quedan Cedric y Emma?
—Emma, no. Emma no es un hombre alto y moreno. No, me refiero a Cedric y a Bryan Eastley. No había pensado en Bryan antes porque es rubio. Tiene el bigote rubio y los ojos azules, pero, ya lo ve usted, el otro día...
—Sí, continúe —la alentó miss Marple—. Ha ocurrido algo que le preocupa, ¿verdad?
—Fue cuando lady Stoddart–West se retiraba. Se había despedido y, de pronto, se volvió hacia mí en el momento en que iba a subir al coche, y me preguntó: "¿Quién era ese hombre alto y moreno que estaba en la terraza cuando he llegado?". Al principio, no pude imaginar a quién se refería, porque Cedric estaba aún en la cama. Le pregunté intrigada: "¿Se refiere usted a Bryan Eastley?", y ella respondió: "¡Claro, era él!, el jefe de escuadrilla Eastley. Estuvo una vez escondido en nuestro desván, en Francia, durante la guerra. Cuando lo vi de espaldas, me resultó familiar la postura y la forma de sus hombros", y entonces mencionó que le gustaría saludarlo, pero no dimos con él.
Miss Marple no dijo nada, se limitaba a esperar.
—Y después —añadió Lucy—, más tarde, me fijé en él. Estaba en pie, de espaldas a mí, y vi lo que hubiera debido ver antes. Que el pelo rubio parece oscuro si se lo peina con brillantina. El pelo de Bryan tira a castaño y puede parecer oscuro. Así que después de todo, pudo ser Bryan el hombre que su amiga vio en el tren. Podría...
—Sí. Ya había pensado en eso.
—¿Es que siempre piensa usted en todo? —exclamó Lucy con cierta acritud.
—Bueno, querida, tengo que hacerlo.
—Sin embargo, no puedo ver qué es lo que Bryan podría sacar de esto. Quiero decir que el dinero iría a Alexander, no a él. Comprendo que les haría la vida más fácil, un poco más suntuosa, pero no podría valerse del capital para sus proyectos ni nada parecido.
—Pero si le ocurriese algo a Alexander antes de que cumpliese los veintiún años, el dinero iría a las manos de su padre como pariente más próximo.
Lucy le dirigió una mirada de horror.
—Él nunca haría eso. Ningún padre lo haría sólo para conseguir el dinero.
Miss Marple suspiró.
—Hay gente que hace esas cosas, querida. Es muy triste y terrible, pero pasa. La gente hace cosas terribles. Sé de una mujer que envenenó a tres hijos suyos sólo para cobrar un pequeño seguro. Recuerdo a una anciana, en apariencia una dama amable y honrada, que envenenó a su hijo cuando volvió a casa con permiso. Y también esa vieja Mrs. Stanwich. Este caso se publicó en los periódicos y me figuro que debió usted leerlo. Murieron su hija y su hijo, y dijo luego que ella se había envenenado. Había veneno en un poco de salsa, pero se descubrió que lo había puesto ella misma. Y estaba proyectando el envenenamiento de su última hija. Pero en este caso no fue por dinero. Ella estaba celosa porque eran más jóvenes que ella, y rebosaban de vitalidad. Temía (es terrible decirlo, pero es la verdad) que se divirtieran cuando ella hubiese desaparecido. Siempre había sido muy severa. Sí, por supuesto, era un poco rara, pero yo, por mi parte, no veo que eso sea una excusa legítima. Quiero decir que se puede ser raro de muchas maneras. A veces, va una persona por ahí regalando todo lo que posee y firmando cheques a cargo de cuentas corrientes que no existen, sólo para favorecer a la gente. Esto demuestra que, detrás de su rareza, tiene una disposición generosa. Pero si detrás de la rareza hay una mala disposición... ahí lo tiene usted. Y bien, ¿se ha aclarado un poco ya, mi querida Lucy?
—¿Que si me he aclarado?
—Con lo que he estado contándole. No debe inquietarse. Verdaderamente, no debe inquietarse. Elspeth McGillicuddy va a llegar un día de estos.
—No veo qué tiene que ver con esto.
—No, querida, quizá no lo ve usted, pero yo creo que es importante.
—No puedo evitar sentir cierta ansiedad, ¿sabe? Siento que en cierta manera esa familia es algo mío.
—Lo sé, querida. Sé que es difícil para usted, porque se siente atraída por los dos de un modo diferente, ¿verdad?
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Lucy con un tono huraño.
—Me refería a los dos hijos de la casa. O, mejor, al hijo y al yerno. Es de lamentar que los dos miembros más desagradables de la familia hayan muerto, pero quedan los dos más atractivos. Sé que Cedric es muy apuesto, aunque es propenso a presentarse como peor de lo que es, y es algo provocativo.
—Me inspira a veces deseos de pegarle —dijo Lucy.
—Sí. Y a usted le gusta eso. ¿verdad? Es usted una muchacha llena de energía y disfruta con la batalla. Sí, puedo entender por qué le atrae. Y por otra parte, Mr. Eastley es más como un ser desvalido, como un niño desdichado. Lo que, desde luego, le hace atractivo también.
—¡Y uno de ellos es un asesino! —afirmó Lucy con amargura—. ¡Cualquiera de los dos! ¿Cómo saber cuál? Ahí está Cedric, al que no le importa un comino la muerte de su hermano Alfred, o la de Harold. Se pasa el tiempo recostado en su silla, tan contento, forjando planes sobre lo que hará con Rutherford Hall, y no cesa de decir que se necesitará mucho dinero. Ya sé que es de esa clase de personas que exageran su indiferencia. Pero eso podría ser también una fachada. Quiero decir que todo el mundo pretende ser más indiferente de lo que en realidad es, pero también podría ser al revés, y que sea más insensible de lo que aparenta ser.
—Querida, querida Lucy. ¡Siento tanto todo esto!
—Y luego Bryan —continuó Lucy—. Es extraordinario, pero Bryan parece que quiera vivir aquí. Cree que él y Alexander vivirían muy felices, y está lleno de proyectos.
—Bryan está siempre lleno de proyectos de alguna clase, ¿verdad?
—Sí, creo que sí. Y todos ellos parecen admirables. Pero tengo la impresión de que no son factibles. Quiero decir que no son prácticos. La idea parece perfecta, pero no creo que tenga nunca en cuenta las dificultades que surgirían en la práctica.
—Siempre cosas demasiado etéreas, ¿no?
—Sí, en realidad es eso. No deja de hacer castillos en el aire. Quizás es que los buenos pilotos no bajan nunca del todo de las nubes. Y Rutherford Hall le gusta tanto porque le recuerda la gran residencia victoriana por la que vagaba cuando era niño.
—Comprendo —dijo miss Marple con aire pensativo—. Sí, comprendo. —Luego, dirigiéndole una rápida mirada de reojo, dijo, como con una especie de zarpada verbal—: Pero eso no es todo, ¿verdad, querida? Hay algo más.