—Sí, sí, he conocido a todos los Crackenthorpe. Recuerdo al viejo Josiah Crackenthorpe. Era un hombre duro de pelar, pero astuto. Hizo mucho dinero. —Acomodó mejor su cuerpo decrépito en el sillón y miró al inspector por debajo de sus pobladas cejas—. De modo que ha estado escuchando a ese tonto redomado de Quimper. ¡Estos médicos jóvenes! Siempre con ideas raras en la cabeza. Y a él se le metió que alguien intenta envenenar a Luther Crackenthorpe. ¡Qué tontería! Desde luego, tenía ataques gástricos. Y le administré el tratamiento adecuado. No eran muy frecuentes, nada grave.
—El doctor Quimper —señaló Craddock— parecía pensar que sí lo eran.
—No es propio de un médico ponerse a imaginar cosas. Después de todo, es de suponer que yo sabría reconocer los síntomas del envenenamiento por arsénico si lo viese.
—Son muchos los médicos famosos que no han sabido reconocerlo —le hizo notar Craddock. Y continuó, citando de memoria—: Hubo el caso Greenbarrow, Mrs. Teney, Charles Leeds, tres personas de la familia Westbury enterradas del modo más pacífico y normal sin que los doctores que les asistieron tuviesen la menor sospecha. Y estos médicos eran hombres ilustrados y de gran reputación.
—Muy bien, muy bien. Quiere usted decir que pude haberme equivocado. Bueno, yo creo que no. —Se detuvo un momento y luego preguntó—: ¿Quién creía Quimper que lo había hecho, si es que de verdad ha ocurrido?
—No lo sabe —contestó Craddock—. Estaba inquieto. Después de todo, allí hay mucho dinero.
—Sí, sí. Sé que lo heredarán cuando muera Luther Crackenthorpe. Y que lo necesitan desesperadamente. Eso es bien cierto, pero eso no significa que, para heredarlo antes, vayan a matar al viejo.
—No, no necesariamente —convino Craddock.
—En todo caso —manifestó el doctor Morris—, tengo por principio el no ponerme a sospechar cosas sin un fundamento serio. Un fundamento serio —repitió—. Admito que lo que acaba usted de decirme me ha impresionado un poco. Arsénico, y a gran escala. Pero sigo sin ver por qué ha venido a verme. Todo lo que puedo decirle es que yo no sospeché nada. Quizá debiera haberlo hecho. Quizás hubiera debido tomarme esos ataques gástricos de Luther Crackenthorpe como algo mucho más grave. Pero usted tiene ahora mucho más de que preocuparse.
Craddock se mostró conforme con ello.
—Lo que realmente necesito saber es un poco más sobre la familia Crackenthorpe. ¿Hay algún antecedente de desequilibrio mental?
Los ojos del doctor le dirigieron una viva mirada.
—Sí, ya sabía que pensaría usted eso. El viejo Josiah era bastante cuerdo. Duro como un clavo y sin ninguna deficiencia mental. Su mujer era una neurótica, tenía tendencia a la melancolía. Venía de una familia donde la endogamia había sido muy frecuente. Murió poco después de haber nacido su segundo hijo. Yo diría que Luther heredó de ella una cierta... una cierta inestabilidad. En su juventud era bastante normal, pero siempre anduvo a la greña con su padre. Josiah se sintió desilusionado con él y eso despertó en el muchacho un resentimiento que acabó por convertirse en una obsesión, aun después de casado. Por poco que hable con él, advertirá su profunda antipatía hacia todos sus hijos varones. En cambio, está muy encariñado con sus hijas, Emma y Edith, la que murió.
—¿Y por qué esa profunda antipatía hacia los hijos? —preguntó Craddock.
—Para descubrir eso, tendría usted que ir a ver a uno de esos psiquiatras que se han puesto tan de moda. Yo diría que Luther no se ha sentido nunca satisfecho consigo mismo y que está muy amargado por su situación financiera. Recibe una renta, pero no puede disponer del capital. Si tuviese el poder de desheredar a sus hijos, es probable que no los odiase tanto. La falta de poder le produce un sentimiento de humillación.
—¿Y por eso le complace tanto la idea de sobrevivirlos a todos?
—Es posible. Y creo que también ahí está la causa de su mezquindad. Estoy seguro de que a estas alturas habrá conseguido ahorrar una parte considerable de su cuantiosa renta, aunque, claro está, dado el increíble aumento de los impuestos no creo que ahora pueda ahorrar mucho.
Al inspector Craddock se le ocurrió una nueva idea.
—Habrá legado sus ahorros en su testamento en favor de alguien, ¿no? Eso sí puede hacerlo.
—Oh, sí, aunque sabe Dios a quién. Quizás a Emma, aunque me inclino a dudarlo. Emma tendrá ya su parte del dinero del abuelo. O tal vez a su nieto, Alexander.
—Está encariñado de él, ¿verdad?
—Sí. Por supuesto, es el hijo de una de sus hijas, no de un hijo. Tal vez ahí radique la diferencia. Y siente afecto por Bryan Eastley, el marido de Edith. Desde luego, no conozco muy bien a Bryan. Hace años que no he visto a ninguno de la familia. Pero me dio la impresión de que se sentiría muy desorientado después de la guerra. Tiene las cualidades que entonces se necesitaban: valor, osadía y una total falta de inquietud por el porvenir. Pero creo que no es muy estable. Es de esos nombres que siempre van a la deriva.
—Y, que usted sepa, ¿hay algún tipo de tara entre los miembros de la generación más joven?
—Cedric es un tipo excéntrico, rebelde por naturaleza. Yo no diría que sea del todo normal, pero ¿quién lo es en estos días? Harold no es un personaje agradable, es frío, siempre aguardando su oportunidad. Alfred está algo tocado por la vena de la delincuencia, siempre ha sido así. Presencié cómo sustraía el dinero destinado a las misiones que echaban en una alcancía que acostumbraban a tener en el vestíbulo. Ese tipo de cosas. Pero ya está bien. El pobre muchacho ha muerto. Supongo que no debería hablar mal de Alfred.
—¿Y qué me dice... —Craddock vaciló— de Emma?
—Buena muchacha, muy sosegada. Nunca sabe uno lo que piensa. Tiene sus propios planes y sus propias ideas, pero se los calla. Con más carácter de lo que podría creerse, a juzgar por su aspecto.
—Supongo que usted conocía a Edmund, el hijo que murió en Francia.
—Sí, y diría que era el mejor de la cuadrilla. Bueno, alegre, un chico simpático.
—¿Oyó usted mencionar alguna vez que iba a casarse, o se había casado, con una joven francesa poco antes de su muerte?
El doctor Morris frunció el entrecejo.
—Me parece recordar algo de eso. Pero hace ya mucho tiempo.
—Poco después de haber comenzado la guerra, ¿no?
—Sí. Ah, bien, me atrevo a decir que algún día se hubiera arrepentido de haberse casado con una extranjera.
—Tenemos motivos para pensar que sí lo hizo.
Y en pocas palabras le puso al corriente de los recientes sucesos.
—Recuerdo haber leído algo en los diarios sobre una mujer encontrada en un sarcófago. ¿Así que fue en Rutherford Hall?
—Y hay razones para creer que esa mujer era la viuda de Edmund Crackenthorpe.
—Bien, bien. Es extraordinario. Más propio de una novela que de la vida real. Pero, ¿quién había de querer matar a esa pobrecilla? Quiero decir ¿qué relación puede tener esto con lo del arsénico?
—Existen dos posibilidades, pero están las dos muy traídas por los pelos. Quizás alguien es muy avaricioso y quiere toda la fortuna de Josiah Crackenthorpe.
—Será un condenado tonto si la quiere —declaró el doctor Morris—. Tendrá que pagar unos impuestos muy elevados sobre la renta.
Cosas repugnantes, las setas —afirmó Mrs. Kidder. Había hecho esta misma observación unas diez veces en los últimos días. Lucy no contestó.
—Por mi parte, nunca las pruebo —añadió Mrs. Kidder—. Son demasiado peligrosas. Es pura Providencia que no haya habido más que un muerto. Todos podrían haber fallecido, y usted también, señorita. De buena se ha librado.
—No han sido las setas —replicó Lucy—. Las setas no eran venenosas.
—No lo crea —insistió Mrs. Kidder—. Las setas son peligrosas. Basta que haya una venenosa, y ya está. —Y continuó hablando entre el repiqueteo de los platos en el fregadero—: Es curioso cómo las desgracias parecen no venir nunca solas. La hija mayor de mi hermana cogió las paperas, mi Ernie se cayó y se rompió un brazo, y mi marido se llenó de diviesos. ¡Todo en la misma semana! Parece imposible, ¿verdad? Y aquí ha pasado lo mismo: primero ese horrible crimen y luego se muere Mr. Alfred envenenado por las setas. Me gustaría saber a quién le tocará el turno ahora.
Lucy sintió, con cierta desazón, que también a ella le gustaría saberlo.
—A mi marido le desagrada que venga ahora aquí —comentó Mrs. Kidder—. Cree que trae mala suerte. Pero lo que yo le digo es que hace mucho tiempo que conozco a miss Crackenthorpe, que es una dama muy cumplida y que cuenta conmigo. Y le he dicho que no podría permitir que la pobre miss Eyelesbarrow tuviese que hacer sola todo el trabajo de la casa. Y no es poco duro para usted, señorita, con todas estas bandejas.
Lucy tuvo que admitir que, en aquel momento, la vida parecía componerse únicamente de bandejas. Justo en ese instante estaba preparándolas para llevarlas a los diversos enfermos.
—En cuanto a las enfermeras —continuó Mrs. Kidder—, nunca hacen nada útil. Todo lo que quieren son tazas de té bien fuerte y las comidas preparadas. La verdad es que estoy agotada —afirmó con gran satisfacción aunque, en realidad, había hecho poco más que su trabajo normal de las mañanas.
—Usted nunca escatima su trabajo —dijo Lucy solemnemente.
Mrs. Kidder parecía complacida. Lucy recogió la primera bandeja y empezó a subir la escalera.
—¿Qué es eso? —preguntó Crackenthorpe.
—Caldo concentrado de carne y natillas.
—Pues ya se lo puede llevar. No lo quiero. Le dije a esa enfermera que quería un bistec.
—El doctor Quimper piensa que no debe comer bistec todavía.
Crackenthorpe dio un resoplido.
—Prácticamente estoy restablecido. Me levantaré mañana. ¿Cómo están los otros?
—Mr. Harold mucho mejor. Mañana regresa a Londres.
—Que se largue. ¿Qué hay de Cedric? ¿Alguna esperanza de que vuelva mañana a su isla?
—No, no se irá todavía.
—Lástima. ¿Qué está haciendo Emma? ¿Porqué no viene a verme?
—Está aún en cama, Mr. Crackenthorpe.
—Las mujeres siempre se miman a sí mismas. Pero usted es una muchacha sana y fuerte —declaró el viejo con aire de aprobación—. Todo el día corriendo, ¿verdad?
—Hago mucho ejercicio.
Crackenthorpe asintió.
—Usted es una muchacha sana y fuerte, y no crea que he olvidado lo que hablé con usted en otra ocasión. Uno de estos días, ya verá usted, Emma no va a continuar siempre disponiendo las cosas a su gusto. Y no escuche a los otros cuando le digan que soy un viejo avaro. Tengo cuidado con mi dinero. Tengo unos ahorrillos y sé en quién voy a gastarlo cuando llegue el momento.
Le dirigió una mirada afectuosa.
Lucy salió de la habitación rápidamente, evitando la mano que intentaba cogerla.
La bandeja siguiente fue para Emma.
—Oh, gracias, Lucy. Ya me siento mucho mejor. Tengo hambre y eso es buena señal, ¿verdad? Querida —continuó mientras Lucy colocaba la bandeja sobre sus rodillas—, estoy muy preocupada por su tía. Me figuro que no ha tenido usted ningún momento para ir a verla.
—No, la verdad es que no.
—Temo que ella debe de encontrarla a faltar.
—Oh, no se preocupe, miss Crackenthorpe. Mi tía se hará cargo de que hemos pasado unos días terribles.
—¿La ha telefoneado usted?
—No, últimamente no.
—Hágalo. Telefonéela cada día. Les gusta tanto a las personas ancianas que las llamen y les cuenten cosas.
—Es usted muy buena.
Su conciencia le atormentaba un poco cuando bajó a buscar la siguiente bandeja. Las complicaciones que habían surgido en la casa a causa de la indisposición que sufrían todos habían absorbido su atención por completo y no había tenido tiempo para pensar en nada más.
Decidió que telefonearía a miss Marple tan pronto como hubiese llevado a Cedric su comida.
Sólo había ahora en la casa una enfermera que se cruzó con ella en el descansillo. Se saludaron.
Cedric, con un aspecto increíblemente limpio y aseado, estaba sentado en la cama, muy ocupado en escribir en unas grandes hojas de papel.
—Hola, Lucy. ¿Qué caldo infernal me trae hoy? Quisiera que se deshiciese usted de esa terrible enfermera. Por alguna extraña razón no deja de decir: "¿Cómo estamos esta mañana?" "¿Hemos dormido bien?" "¡Oh, querido, somos muy traviesos desarmando la cama de esta manera!" —Lo dijo imitando la refinada pronunciación de la enfermera con un agudo falsete en la voz.
—Parece usted muy alegre. ¿Qué está haciendo?
—Hago planos. Planos de lo que hay que hacer con esta finca cuando el viejo la palme. Son unas tierras muy extensas, ya lo ve usted. Y no acabo de decidir si quiero quedarme yo con una parte y explotarla por mi cuenta o si es mejor que lo venda todo en parcelas. Es un terreno de gran valor industrial. Y la casa podría quedar como un sanatorio o una escuela. Sí, tal vez debiera vender la mitad del terreno y utilizar el dinero para hacer con la otra mitad algo más atrevido. ¿Qué le parece a usted?
—Aún no lo ha heredado usted —contestó Lucy secamente.
—Pero lo heredaré. No se dividirá como el resto de los bienes. Será todo para mí. Si lo vendo por un buen precio, tendré un capital, no una renta, y no tendré que pagar impuestos. Será dinero para quemar. Figúrese.
—Tenía entendido que usted despreciaba el dinero.
—Por supuesto que desprecio el dinero cuando no lo tengo. Es la única actitud digna que se puede adoptar. ¡Qué muchacha más adorable es usted, Lucy! ¿O es que me lo figuro sólo porque hace mucho tiempo que no he visto una mujer bonita?
—Yo diría que es más bien lo último.
—¿Sigue tan ocupada aseando a todo el mundo y todas las demás cosas?
—Alguien parece haberle aseado a usted.
—Ha sido esa condenada enfermera —contestó Cedric con resentimiento—. ¿Han celebrado la encuesta judicial por la muerte de Alfred? ¿Qué ha sucedido?
—Ha sido aplazada.
—La policía es precavida. Este envenenamiento en masa desconcierta un poco, ¿verdad? Mentalmente, quiero decir. No me refiero a otros aspectos más evidentes. Será mejor que vaya con ojo, muchacha.
—Ya lo hago.
—¿Ha vuelto al colegio el joven Alexander?
—Creo que está todavía con los Stoddart–West. De todas formas, el colegio no empieza hasta pasado mañana.
Antes de almorzar, Lucy llamó a miss Marple.