Al observar que Jenny apartaba el plato con las pastas sin haberlas tocado, le preguntó:
—¿Qué ocurre, no te gustan los dulces?
—No, no es eso. No tengo hambre.
—Pero debes comer algo. —Camille cogió el tenedor de Jenny y se lo dio—. Debes conservar tus fuerzas, aún nos queda un largo camino por delante.
Jenny alzó la cabeza.
—¿A qué te refieres?
—Quiero decir que nosotras, las dos, iremos a buscar a Bravo.
La expresión de Jenny era de absoluta desolación.
—Dijo que me mataría si volvía a verme.
—Deja que yo me ocupe de Bravo, querida.
Jenny meneó la cabeza.
—Camille, te estoy muy agradecida por tu ayuda. Este viaje se ha convertido en una pesadilla.
—Lo entiendo, tu amigo…
—No, no lo entiendes. Fui asignada para proteger a Bravo y ahora he fracasado.
—¿Asignada? ¿Por quién?
Jenny se mordió el labio. Todo su entrenamiento le advertía que debía mantener la boca cerrada, pero en esas circunstancias aislada de todos y de todo lo que había sido su sistema de apoyo, veía a Camille como su única posibilidad de redimirse, de conseguir el éxito en la misión vital que Dexter le había asignado, de estar lo bastante cerca de Bravo para mantenerlo a salvo de quienes querían matarlo. Con frases vacilantes le hizo a Camille una reseña superficial de la orden y de sus enemigos mortales, los caballeros de San Clemente.
—Sabía que en todo este asunto había mucho más de lo que Bravo estaba dispuesto a contarme. —Camille apretó brevemente la mano de Jenny—. Te agradezco que hayas confiado en mí, querida. Ahora sabré mejor cómo debo actuar.
Qué bien estaba engañando a Jenny, pensó, del mismo modo en que había engañado a Dexter… o al menos tan bien como había engañado a Anthony Rule. Era simplemente que Dexter había demostrado ser un hombre más difícil de vencer, demasiado difícil para ella. Dexter se había ablandado, pero sólo durante un tiempo muy corto. Camille había alentado esperanzas —esperanzas reales— de que el plan que había concebido diese resultado, de que sería capaz de seducir a Dexter para alejarlo de su lecho matrimonial y de la orden, de que conseguiría que se divorciara de ambas, de Stefana y de los observantes gnósticos, de que se casaría con ella, de que él le revelaría dónde estaban escondidos los secretos. Y había estado a un tris de retenerlo. Sólo la prematura muerte de su hijo pequeño, Junior, había hecho que Dexter regresara junto a su esposa y sus otros dos hijos. De no haber sido por esa grieta en el hielo, Dexter Shaw habría sido suyo.
—Ahora comprendo lo que he hecho —le había dicho Dexter tres meses después de la muerte de Junior.
Ambos estaban sentados en un banco en Parc Monceau, en el lujoso paisaje que pronto se volvería exuberante. Él le había llevado bombones, como si fuesen una pareja de enamorados. La primavera estaba a la vuelta de la esquina, recordaba, y los cerezos mostraban sus primeros capullos de un rosa pálido. Pero no por mucho tiempo; en cuestión de días, los capullos habrían desaparecido, al igual que Dexter.
—Anthony me llevó de caza a Noruega. —La voz de Dexter estaba teñida de una nota extraña, recordaba ella, como si fuese forzada—. Un día nos topamos con el rastro de un glotón, una criatura jodidamente rara. Seguimos sus huellas en la nieve durante todo el día; no podía dejarlo ir, estaba medio loco con la necesidad de encontrar a ese animal. Pero ¿era para matarlo? No.
»Lo vi y, en ese mismo instante, el glotón me vio a mí, y ambos nos reconocimos. Y entonces fue como si alguien hubiese colocado un espejo delante de mi cara, supe que entre nosotros existía una conexión íntima. Supe que ambos éramos peligrosos, ambos éramos capaces de desgarrar la carne, de infligir un enorme dolor, y supe que eso era lo que sucedería si tú y yo continuábamos adelante con esto, Camille.
—¿Y qué pasa conmigo? —había gritado ella. Ahora lo sabía, lo había visto venir, ese tono forzado en la voz, pero no había querido reconocerlo. No había querido aceptar la idea del fracaso—. ¿Qué hay de los planes que habíamos hecho juntos? La vida… ¿qué hay de Jordan?
—Era un riesgo, Camille. Tú lo sabías y yo también.
Cuando ella le había rogado que lo reconsiderase, él le había asestado el golpe más terrible:
—Eres peligrosa para mí, eres como el veneno. Mantente alejada de mí, Camille, hablo en serio.
Ahora, al pensar en ese momento, ella reconoció la estudiada frialdad, la intimidad que se escurría de él con cada palabra que pronunciaba como si fuese la arena de un reloj. Al tiempo que le hacía esa confidencia, él ya se estaba distanciando de ella. Era un viejo truco, uno que ella había empleado en innumerables ocasiones y, por esa misma razón, ella se maldijo más tarde por haber permitido que Dexter la cogiese desprevenida, porque él era el hombre por quien ella lo habría dejado todo, a los caballeros, sus ambiciones, todo lo que la había deseado hasta entonces. Por él, y sólo por él, se habría desviado de su plan meticulosamente trazado. «Sólo por ti, Dexter…». Tan pronto como Jordan fue lo bastante mayor para entenderlo, ella le explicó cómo Dexter la había abandonado cruelmente. Había hecho que su hijo se entrenase, a veces bajo su propia mano de hierro, y juntos habían urdido más de una trama. Jordan era un chico muy listo, mucho más que cualquiera de sus compañeros de clase. Los había eclipsado del mismo modo que el sol eclipsa a la luna.
Después de que Dexter se hubo marchado, Anthony Rule se convirtió en el objeto de su ira. Si Rule no se hubiese llevado a Dexter de caza, si Dexter no hubiese avistado a aquel glotón… Todo lo que deseaba era volver atrás en el tiempo, regresar al momento anterior a que el hielo se rompiese, antes de que Junior cayera a través de él y nunca más volviera a aparecer.
Y entonces, con su mente concentrada en ello, Anthony Rule se convirtió en su siguiente objetivo, ¡y qué premio tan dulce había resultado ser! Camille se vio obligada a ir muy despacio, tan despacio, de hecho, que más de una vez Jordan perdió la paciencia con ella. Pero Jordan siempre estaba impaciente. ¿De dónde le venía ese rasgo de su personalidad?, se preguntó. No de ella, eso seguro, y tampoco de su padre.
Camille volvió a concentrar su formidable atención en Jenny.
—Ahora no debes preocuparte por nada. Seremos como esos ángeles —dijo, señalando el techo—, estaremos atentas y mantendremos a Bravo a salvo de cualquier daño.
En el otro lado del canal, las lanchas de la policía habían comenzado a retirarse, los investigadores habían finalizado su trabajo. El pequeño café se había llenado de gente. Hacía mucho calor. La noche comenzaba a caer sobre Venecia.
No fue una casualidad que Bravo encontrase al padre Damaskinos; había visto al sacerdote huir de la iglesia como si acabase de ver a un fantasma. Bravo no podía culparlo. Había un auténtico baño de sangre en el suelo de mármol blanco y negro de su casa de Dios. Y había sido el sacerdote quien le había dado la pistola a Anthony Rule.
Bravo lo siguió como lo haría con un delincuente de poca monta, un carterista o un ladrón de guante blanco. Con la mente aturdida por la conmoción y la aflicción, fue lo único en lo que pudo pensar. Como si fuese un animal herido, corría por puro instinto. Sus funciones superiores, hechas pedazos por lo que acababa de presenciar —la inimaginable traición de Jenny, la vida escapando a borbotones del tío Tony, la luz que se apagaba en sus ojos, el poder y el sosiego que él representaba convertidos en cenizas—, cedían ahora el control de sus movimientos y sus pensamientos. Terror, incredulidad, furia, venganza… todo doblegado ante la necesidad de sobrevivir.
Sin perder de vista la figura apresurada del padre Damaskinos, Bravo atravesó un pequeño
campo
, donde un grupo de ancianos se apoyaban contra la antigua fuente de piedra que había en el centro, un monstruoso ojo de Cíclope nublado por el humo que despedían sus cigarrillos; cruzó un puente con un arco pronunciado, con los reflejos que se movían con misteriosos y vagamente ominosos rizos a través de la superficie del canal; recorrió un callejón estrecho y torcido que llevaba el sonido de voces invisibles, la nota fugaz de una aria, una risa abrupta y aguda, los dioses de Venecia comentando su desgracia.
Mientras caminaba detrás del padre Damaskinos, aferraba la empuñadura de la daga que había pertenecido a Lorenzo Fornarini. Se sentía abandonado en un océano en el que no se veía tierra en ninguna dirección. Como un hombre ciego en el Voire Dei, sólo contaba con esa daga y el último mensaje cifrado que había dejado su padre para guiarse; todo lo demás eran mentiras y engaños, preguntas a las que jamás podría dar una respuesta.
Tenía que abandonar Venecia cuanto antes, un imperativo que martilleaba su cabeza como una declaración de guerra. Y debía llevarse la daga de Lorenzo Fornarini consigo. Tenía una idea, pero necesitaba los servicios del padre Damaskinos.
El escondite elegido por el sacerdote fue la Scuola San Nicolò. Fundada a finales del siglo xv para proteger los derechos de la comunidad griega radicada en Venecia, más tarde se había convertido en un museo. Bravo siguió al sacerdote al interior del edificio y se vio inmediatamente rodeado de cientos de iconos religiosos, exhibidos en vitrinas y estanterías que cubrían las paredes.
El padre Damaskinos estaba de pie delante de una vitrina que contenía el icono de un santo del siglo xii. El halo de pan de oro brillaba encima de un rostro largo y poblado por una espesa barba. Las manos del sacerdote se elevaron para unirse frente al pecho, y sus labios exangües se movieron en una silenciosa plegaria, de modo que, salvo por el halo, prácticamente no había nada que diferenciara al santo del cura.
Bravo se acercó silenciosamente a él. A esa hora no había casi nadie en el museo. Una luz acuosa se filtraba a través de las ventanas en lo alto de las paredes, arrojando cubos de luz mortecina que despertaban a los iconos de su largo sopor.
Aunque Bravo pronunció en voz apenas audible el nombre del sacerdote, el padre Damaskinos se sobresaltó como si le hubiesen pinchado. Se volvió con los ojos abiertos como platos; estaba absolutamente aterrado.
—Bravo —dijo—, estás vivo. ¡Alabado sea Dios! Tenía tanto miedo… no vi…
—Fue un fracaso, padre, un completo desastre. El tío Tony ha muerto, asesinado por… —Meneó la cabeza. El pecho le dolía como si hubiese sido él, y no el tío Tony, quien había recibido los disparos. Quería gritar hasta que le sangrase la garganta—. Traidores. Tengo que escapar de esos traidores.
—Sí, lo entiendo.
Pero el padre Damaskinos parecía preocupado, y lanzaba miradas furtivas a su alrededor como si, en cualquier momento, esperase que alguien irrumpiese a través de las puertas del museo. Tenía la expresión de una presa acosada.
—Pero debo llevarme conmigo la daga de Lorenzo Fornarini —se apresuró a añadir Bravo. Él también tenía que hacer frente a sus propios terrores—. Padre, sólo puedo hacerlo si usted escribe una carta afirmando que se trata de una antigüedad religiosa que es repatriada a Turquía.
—¿Es allí adonde te diriges?
—Sí, a Trabzon.
El sacerdote asintió, pero de un modo vago y preocupado que obligó a Bravo a pronunciar nuevamente su nombre.
El padre Damaskinos se sobresaltó, mirando a Bravo como si fuese una aparición.
—Padre, ¿qué ocurre?
Los ojos del sacerdote se fijaron finalmente en los suyos.
—Sí, sí, haré lo que me has pedido, por supuesto. Pero…
Bravo lo interrogó con la mirada.
—¿Sí, padre?
Por un momento, algo oscuro pareció pasar por delante de los ojos del cura. Luego, como una nube, desapareció.
—Nada.
—Padre, usted hizo lo correcto.
—¿Qué?
Esa sola palabra escapó de sus labios como un jadeo. Parecía como si su terror hubiese tensado otro nudo.
—El arma, padre. Darle el arma al tío Tony.
—No lo sé. Que Dios me perdone, pero no lo sé… —El padre Damaskinos apoyó una mano sobre el hombro de Bravo y, con un esfuerzo, consiguió serenarse—. Ten cuidado, hijo mío. Ten mucho cuidado. Tienes que luchar contra… el enemigo más peligroso.
Bravo frunció el ceño y meneó la cabeza.
El padre Damaskinos se enjugó la saliva de la comisura de los labios.
—Es el diablo —dijo, al tiempo que exhalaba un aliento ácido—. El diablo ha entrado en el campo de batalla.
E
N el aeropuerto de Trabzon, Bravo esperaba para recoger la maleta donde había guardado la daga. El aire estaba lleno de una lluvia de voces y saludos en turco y en árabe que caía sobre sus oídos como suaves martillazos, como si alguien estuviese picando una calabaza, como diez millones de granos de una tormenta de arena. Escuchaba furtivamente las conversaciones de las personas próximas a él, sintonizando sus oídos a la música chillona y de tiro rápido de Oriente. Hacía tiempo que no oía hablar en turco y, mientras pensaba en las respuestas a las preguntas que hacían hombres, mujeres y niños que se agolpaban a su alrededor en la cinta de recogida de equipajes, en silencio él les hablaba en turco y en árabe.
Recogió su maleta de la cinta transportadora y la llevó hasta uno de los retretes en los lavabos de hombres. Después de haberse asegurado de que la daga descansaba en el mismo lugar donde la había dejado, se lavó las manos y la cara. Cuando alzó la vista para mirarse en el espejo manchado, se preguntó quién era ese tío que se reflejaba en el cristal. Una calavera, eso parecía, con un aspecto tan perturbado como el del padre Damaskinos en la Scuola San Nicolò. Se volvió, un poco asustado por lo que le había ocurrido, por aquello en lo que se estaba convirtiendo.
De regreso en la ruidosa y atestada terminal, Bravo echó un largo y lento vistazo a su alrededor con lo que sentía que era un atisbo de paranoia plenamente justificado. Sin embargo, nadie parecía prestarle la más mínima atención. Finalmente, con la maleta firmemente cogida en la mano, salió a la húmeda noche.
Cogió un destartalado taxi hasta la ciudad, que estaba construida en un pronunciado saliente rocoso que se elevaba desde el puerto en forma de cimitarra hacia las estribaciones de las nebulosas montañas azules y ocres que durante siglos habían actuado como una milagrosa barrera natural contra las invasiones procedentes del interior. Al igual que Trebisonda, la ciudad había sido asegurada detrás de gruesos muros, modelados como los que protegían Constantinopla.