Sin embargo, algunos hombres inevitablemente representaban para ella una especie de desafío. Anthony Rule, por ejemplo. Apartarlo de la Orden de los Observantes Gnósticos había sido un camino largo, lento, difícil, y a menudo peligroso. Había sido una campaña militar meticulosamente planeada. Por todas esas razones —y, por supuesto, algunas más—, no cabía ninguna duda de que ése había sido uno de los mayores logros de su vida, y un éxito notable que siguió inmediatamente después de una decepción tan devastadora para ella. A lo largo de los años, la información que Rule había suministrado había resultado fundamental para Jordan y para ella. Y el aspecto más satisfactorio era que había sido Rule quien le había pasado a ella esa información secreta.
—No tienes nada de que preocuparte, amor mío —dijo Camille—. Anthony Rule es mi pasado. Tú eres mi presente.
Incluso por encima del ruido del motor, la mujer pudo oír el suspiro de alivio de Cornadoro. Estuvo a punto de echarse a reír ante su respuesta inmediata a su caricia. Para entonces ya era una respuesta casi pavloviana. Él quería —no, necesitaba— creerla. Los hombres, tan obsesionados con demostrarse unos a otros lo fuertes que eran, en realidad demostraban ser unos seres esencialmente débiles. Ella había demostrado esa máxima una y otra vez, incluso con los casos más difíciles como Rule y Cornadoro. Y luego estaba Dexter Shaw… ¿Qué fue él, sino la excepción que confirma la regla? Se consoló con el pensamiento de que los hombres tenían una definición muy estrecha de lo que era la coerción. ¿Qué podían saber ellos, que, después de todo, se sentían mucho más cómodos con una porra en la mano, acerca de la coerción? El guante de terciopelo era anatema para ellos. Aunque respondían maravillosamente ante él, incluso de una manera conmovedora, se atrevería a decir, ellos continuaban negando su existencia. «Tanto mejor para mí», pensó Camille. Y ésa era la razón por la que, a través de la historia, siempre habían existido mujeres exitosas, inteligentes e ingeniosas, que habían empleado su obligada servidumbre como un manto de anonimato detrás del cual empuñaban su propia forma de guante de terciopelo con efectos realmente devastadores.
Camille no sentía ninguna compasión por aquellas mujeres que aceptaban los golpes de sus hombres, ya fuesen físicos o emocionales. No era de extrañar, teniendo en cuenta que ella no sentía sino el más absoluto desprecio por cualquier clase de debilidad. En su opinión, era esa debilidad lo que las llevaba a esa situación abusiva, y esa misma debilidad lo que las mantenía encadenadas allí. La mente humana era capaz de crear una salida para cualquier situación. Camille creía en eso con el fervor obcecado de un fanático religioso. Para ella era, de hecho, una forma de religión, tan firmemente adherida como estaba a ese principio. Era la única idea que podía aceptar como evangelio.
La lancha se acercó a la Fondamenta della Pietà y Cornadoro saltó a tierra antes incluso de que el capitán la hubiese asegurado al muelle.
—Me reuniré contigo dentro de unos minutos —le dijo Camille a Cornadoro como si fuese un bebé ansioso por chuparle el pecho—. Mientras tanto, ve a la iglesia. Y, por el amor de Dios, debes estar alerta ante Zorzi y sus guardianes. No tengo ninguna duda de que te matará en cuanto te vea si le das la oportunidad, del mismo modo que ahora matará a Anthony Rule.
D
ESDE la Fondamenta della Pietà, y dirigiéndose hacia el sur, Bravo y Rule encontraron sin dificultad la iglesia de San Giorgio dei Greci. Antes de llegar allí, sin embargo, se detuvieron o cogieron pequeños desvíos para asegurarse de que nadie les seguía. Aunque aún era muy temprano, el día ya era caluroso y bochornoso. Las nubes blancas permanecían colgadas e inmóviles en el cielo como si alguien las hubiese clavado allí.
La iglesia exhibía una elegante fachada hacia la calle por donde ellos caminaban, una construcción notablemente sencilla, al menos en términos de la hiperventilada arquitectura que imperaba en Venecia. San Giorgio dei Greci, la única iglesia ortodoxa griega que había en la ciudad, fue construida en 1539, cuando en Venecia existía una pujante población griega, muchos de cuyos miembros habían viajado con los navegantes venecianos a Levante y establecido importantes comunidades mercantiles a lo largo de la costa meridional del mar Negro; allí, donde su religión se convirtió en el culto dominante hasta que los otomanos musulmanes los expulsaron de Trebisonda en el siglo XV. Ahora, en Venecia, residían menos de un centenar de ortodoxos griegos.
El interior de la iglesia, con su elevado techo y su bóveda de cañón, parecía vacío y cavernoso. Había muy poca gente: una mujer mayor arrodillada con las manos entrelazadas mientras miraba la enorme cruz dorada, y un hombre grueso con el pelo enmarañado y abultado que mantenía una seria conversación con un sacerdote alto y cadavérico, con una giba debajo de su larga sotana negra.
La falta de fieles parecía endémica, como si algo vital hubiese vaciado el interior del templo, manteniendo intactas la magníficas arquitectura y la escultura, pero dejando detrás, como un glaciar que retrocede, la peculiar aridez de un paisaje despojado de plantas y de la tierra en la que éstas crecen.
Al igual que todas las iglesias ortodoxas rusas y griegas, San Giorgio dei Greci poseía un notable iconostasio, una pared de iconos de origen bizantino. El iconostasio había servido históricamente como una especie de umbral o valla, un símbolo de la división entre el santuario y la nave, entre el cielo y la tierra, lo divino y lo mortal, pero a lo largo de los años había evolucionado hasta convertirse en una pared en la que se colocaban los diferentes iconos. Como sucede con todas las religiones, lo que en otra época había sido subsanable ahora estaba literalmente empotrado en la piedra.
Cuando el sacerdote alto y cadavérico se percató de su presencia, interrumpió su conversación con el hombre grueso y se acercó a ellos.
—Soy el padre Damaskinos —dijo con una voz que sugería que su boca estaba llena de grava.
El italiano no era su lengua natal, pensó Bravo, de modo que decidió responderle en griego, diciéndole sus nombres.
Los ojos del sacerdote se abrieron ligeramente a causa de la sorpresa.
—Habla usted muy bien el griego, ¿qué otras lenguas conoce?
—El griego de Trebisonda —respondió Bravo.
El padre Damaskinos se echó a reír. Tenía los hombros cual perchas de alambre, y la cabeza, con las orejas pequeñas y los dientes grandes, de un leopardo. Su giba era poco pronunciada y, según desde dónde la mirases, parecía no existir, de modo que, como muchos hombres de su altura, simplemente parecía tener los hombros encorvados.
El sacerdote contestó en esa antigua forma de su idioma.
—Entonces, por supuesto, deben de haber acudido a la iglesia de San Giorgio dei Greci por una razón específica.
—He venido a ver la cripta —dijo Bravo.
—¿La cripta? —La estrecha frente del padre Damaskinos mostró unas profundas arrugas—. Me temo que le han informado mal. Aquí no hay ninguna cripta.
Bravo se volvió hacia Rule.
—Tío Tony, ¿conoces a este hombre?
Rule negó con la cabeza.
—No es uno de los nuestros.
Los ojos negros del padre Damaskinos parecieron iluminarse dentro de su cráneo de leopardo.
—¿Uno de los nuestros? ¿Qué significa eso?
—Bravo, no tenemos tiempo para esto —dijo Rule.
El joven asintió, sacó la cruz griega que llevaba en el bolsillo y la sostuvo en la palma de la mano. El padre Damaskinos guardó silencio durante unos segundos. Luego la cogió con la misma cautela que si se tratase de un escorpión. Examinó cada centímetro de la cruz, sobre todo la inscripción que en ella había grabada.
Finalmente le devolvió la cruz a Bravo.
—¿Dónde están los hilos rojos?
—Ya no existen —dijo Bravo.
—¿Los contó?
—Había veinticuatro.
Este extraño intercambio de información tenía el tempo conciso,
staccato
, de un código de reconocimiento entre espías.
—Veinticuatro —repitió el padre Damaskinos—. ¿Está seguro? ¿Ni más ni menos?
—Eso es. Veinticuatro exactamente.
—Vengan conmigo.
El padre Damaskinos giró bruscamente sobre sus talones y los condujo a través del suelo de baldosas blancas y negras hasta una puerta que se encontraba en el extremo izquierdo del iconostasio. Dentro había un espacio muy reducido, aparentemente excavado en la piedra de la iglesia. El sacerdote cogió una antorcha de un aro de hierro forjado que estaba fijado a la pared y la encendió.
—Por razones obvias —dijo—, en la cripta no hay electricidad.
Los tres descendieron una escalera de caracol con los peldaños de mármol tan gastados que se hundían hacia el centro. Como eso era Venecia, la cripta no era tan profunda como lo habría sido en ciudades construidas sobre tierra firme. El lugar era húmedo y frío como una nevera. El suelo de piedra estaba encharcado y, aquí y allá, diminutas criaturas provistas de caparazón caminaban por las paredes viscosas, sus múltiples patas resonando como las plumas de un ejército de oficinistas.
—Nuestra cripta es un lugar secreto cuya existencia se guarda celosamente.
La cripta era más grande de lo que Bravo había imaginado. Dos filas de sarcófagos de piedra se extendían delante de ellos separadas por un estrecho pasillo. En la tapa de cada uno de los sarcófagos estaba grabada la imagen de su morador. Algunos llevaban cruces, pero otros apretaban espadas contra sus pechos.
El padre Damaskinos miró a Bravo.
—Tú eres el hijo de Dexter, ¿verdad?
—Sí. ¿Conocía a mi padre?
—Tu padre y yo manteníamos una amistad basada en la confianza mutua; creíamos en lo mismo: el poder abarcador de la historia. Tu padre era un gran estudioso de la historia, ya lo sabes. Yo traducía ocasionalmente algunos documentos muy antiguos que ni siquiera él era capaz de descifrar. A cambio, aunque yo jamás se lo pedí, la iglesia recibía un estipendio mensual de una cuenta que Dexter abrió con ese propósito.
El padre Damaskinos se dirigió ahora a Rule.
—Parece sorprendido por el hecho de que Dexter recurriera a alguien ajeno a su orden, pero tenga en cuenta esto: durante siglos ha existido una alianza entre la orden y los ortodoxos griegos. La Iglesia ortodoxa griega ha suministrado información a la orden, e incluso le proporcionó documentos secretos en los primeros tiempos, cuando miembros de la orden viajaban hacia Levante, a Samsun, Erzurum y Trebisonda. Era una alianza natural, nacida tanto de la necesidad como de la autodefensa, ya que tanto la Iglesia ortodoxa griega como la orden eran enemigas del papa de Roma.
Caminaron a través del suelo inundado. Era curioso, pensó Bravo, que aunque ése era el lugar donde reposaban los muertos, podía sentir más vida allí abajo que en la iglesia que había sobre sus cabezas. Al igual que su padre, él tenía un agudo sentido de la historia. Para él, la historia era una cosa viva con un interminable suministro de relatos, de lecciones que aplicar al presente de la vida de cada ser humano. Podía recordar innumerables momentos en los que su padre y él habían leído textos históricos; sus favoritos eran las palabras vivas de aquellos que habían vivido a través de la historia, sin haber sido alteradas ni contaminadas por la perspectiva personal de los historiadores, por sus propios mazos de demolición. El peligro que entraña el estudio de la historia, le había dicho Dexter, residía en no acudir a las fuentes.
—De modo que te has convertido en miembro del Voire Dei —dijo el padre Damaskinos—, y ahora ya nada parece lo que era.
—Me sentí así en el momento en que mi padre murió.
—También yo —dijo el sacerdote serenamente—. Tu padre era un hombre único. Me pregunto si eres como él.
—¿Se refiere a su capacidad para anticipar el futuro?
El padre Damaskinos asintió.
—Tu padre vio la batalla que se inició en el seno del Voire Dei y pasó luego al mundo exterior. Dexter vio que la batalla había comenzado en términos políticos, que así había sido durante siglos. En el siglo xv pudo tener la apariencia de un conflicto religioso, pero las motivaciones subyacentes eran estrictamente políticas. Siglos más tarde, aquellos, como los comunistas, que se negaron a reconocer los cambios que se avecinaban, que no pudieron ver que la batalla había cambiado y ahora se libraba en términos económicos, estaban condenados.
»La avidez por conseguir la supremacía económica es el motor que ha impulsado al Voire Dei, como así también al mundo, durante más de veinte años. Eso, al igual que la idea del poder político antes de ella, se ha convertido en algo tan arraigado en el pensamiento de los participantes que se han vuelto tan ciegos como los comunistas ante los cambios que se están produciendo en el mundo. Pero tu padre sabía, él vio que el imperativo de la superioridad económica estaba siendo erosionado lentamente por el surgimiento del conflicto religioso. Las llamadas razones económicas del conflicto, es decir, la lucha por el petróleo, fueron nuevamente una excusa. ¿Eres capaz de ver la importancia de la historia? Debajo de todas esas falsas excusas se encuentra la motivación religiosa.
»El fundamentalismo, ¿comprendes? Los cristianos de un lado, los islamistas del otro. Ya no es simplemente a Israel a quien los árabes deben temer, sino también a Estados Unidos, con sus votantes cristianos fundamentalistas cada vez más poderosos. Éste es un conflicto que va más allá de la órbita tradicional del Voire Dei tal como la hemos conocido, y, sin embargo, coloca al Voire Dei en un primer plano, porque lo que tu padre anticipó fue una era de nuevas cruzadas. No te equivoques, es el futuro, y aquellos que ignoren su creciente importancia están condenados a ser aplastados por su poderosa bota.
Al ver la mueca burlona en el rostro de Rule, el padre Damaskinos interrumpió su discurso.
—¿No está usted de acuerdo, señor Rule?
—No, no estoy de acuerdo. La orden es puramente seglar ahora, nadie lo sabía mejor que Dex. La idea de que él estuviese interesado en la lucha religiosa interna es absurda.
—Y, sin embargo, el papa sigue enviando a sus esbirros tras ustedes… y ahora con creciente fervor.
—El papa no sabe nada de todo esto —repuso Rule secamente—. Si está rodeado de personajes como el cardenal Canesi, pues peor para Roma. Pero, aun así, Canesi no tiene un mazo religioso para demoler a los contrarios, es la política del poder lo que tiene en mente. ¿Realmente cree que al papa le importa lo más mínimo el Testamento de Cristo? No, todo lo contrario. Ese documento niega la propia base de poder que ha construido para sí. Lo que busca es la Quintaesencia, amigo mío. Sólo la Quintaesencia puede salvar ahora su enfermo pellejo.