El Terror (74 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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Tampoco le dijo a Jopson ni a los demás que dormir en un saco para uno solo es mucho más frío que dormir en un saco de tres hombres. El calor de los cuerpos de los demás hombres es lo único que permite dormir a lo largo de la noche.

Sin embargo, Crozier ni siquiera había intentado dormir por la noche en ninguno de los dos campamentos marítimos.

Cada dos horas se levantaba y recorría el perímetro para asegurarse de que la guardia se había cambiado a su debido tiempo. El viento arreciaba durante la noche, y los hombres de guardia se cobijaban detrás de unas paredes de nieve erigidas a toda prisa. Como el viento y la nieve obligaban a los hombres a permanecer acurrucados detrás de sus barreras de nieve, la criatura del hielo sólo habría sido visible para ellos si hubiera pisado a uno de los hombres.

Pero no apareció aquella noche.

Durante los momentos de sueño inquieto que pudo conciliar Crozier, le visitaron de nuevo las pesadillas que tuvo durante su enfermedad en enero. Algunos de los sueños volvían tantas veces, y sobresaltaban al capitán y le despertaban tantas veces, que recordaba algunos fragmentos. Adolescentes que llevaban a cabo una sesión de espiritismo. M'Clintock y otro hombre que miraban dos esqueletos en un bote abierto, uno sentado y enteramente vestido con chaquetón y ropa de abrigo para la nieve, y el otro: una masa de huesos caídos y mordisqueados.

Crozier caminaba de día preguntándose si él sería uno de aquellos dos esqueletos.

No obstante, el peor de los sueños, con diferencia, era el sueño de la Comunión, en el cual él era un niño o una versión mucho más enferma y anciana de sí mismo y se arrodillaba desnudo ante el altar, en la iglesia prohibida de Memo Moira, mientras un sacerdote enorme e inhumano, que chorreaba agua desde unas vestiduras blancas hechas jirones a través de las cuales se veía la carne roja y cruda de un hombre horriblemente quemado, se alzaba ante él y se inclinaba mucho, echando un aliento de carroña en la cara levantada de Crozier.

Los hombres se levantaron todos en la oscuridad un poco después de las cinco de la mañana del 23 de abril. El sol no se levantaría hasta casi las diez de la mañana. El viento continuó soplando, haciendo aletear la lona marrón de las tiendas Holland y punzando en sus ojos mientras se acurrucaban a tomar el desayuno.

En el hielo, los hombres se supone que tenían que calentar la comida completamente en unas pequeñas latas etiquetadas «Aparato de Cocina (1)», usando unos pequeños fogones de alcohol que usaban como combustible pintas de éter transportadas en botellas. Aun sin viento, a menudo era difícil o casi imposible conseguir que las estufas de alcohol prendieran y se encendieran; con un viento como el de aquella mañana, era completamente imposible, aunque corrieran el riesgo de encender las estufas de alcohol dentro de las tiendas. Así que, tranquilizándose al pensar que las carnes y verduras de las latas Goldner ya habían sido cocinadas, los hombres se limitaban a comer a cucharadas la masa de comida congelada o casi congelada, directamente de las latas. Estaban hambrientos y tenían un día interminable de esfuerzo ante ellos.

Goodsir y los tres cirujanos muertos antes que él habían hablado a Crozier y a Fitzjames acerca de la importancia de calentar las comidas preparadas en lata Goldner, sobre todo la sopa. Las verduras y carnes, señalaba Goodsir, sí que estaban cocinadas en realidad, pero las sopas, sobre todo chirivías, zanahorias baratas y otras hortalizas de raíz, estaban «concentradas», y se suponía que había que diluirlas en agua y llevarlas a ebullición.

El cirujano no sabía cuáles eran los venenos que acechaban en las sopas sin hervir Goldner, y quizá también en las carnes y verduras, pero seguía reiterando la necesidad de calentar bien las comidas en lata, aunque fuera en la marcha en el hielo. Esa advertencia fue uno de los motivos principales de que Crozier y Fitzjames ordenasen que las pesadas estufas de hierro de las balleneras fuesen transportadas al campamento
Terror
por el hielo y las crestas de presión.

Pero no había estufas allí, en el campamento Marítimo Uno o en el campamento Marítimo Dos, la noche siguiente. Los hombres se comieron los alimentos directamente de la lata, cuando no se podían encender las estufas, y aunque el éter de las pequeñas estufas sí prendiera, sólo había el combustible suficiente para «fundir» las sopas congeladas, no para llevarlas a ebullición.

Y eso tendría que bastar, pensó Crozier.

En cuanto hubo acabado el desayuno, el vientre del capitán empezó a rugir de hambre de nuevo.

El plan había sido doblar las tiendas Holland en ambos campamentos y llevarlas al campamento
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en los trineos, para que sirvieran de refuerzo por si los grupos tenían que salir de nuevo al hielo en breve. Pero el viento era demasiado intenso, y los hombres estaban demasiado cansados después de sólo un día y una noche en el hielo, en aquel viaje. Crozier lo discutió con el teniente Little y ambos decidieron que bastaría con llevarse tres tiendas de aquel campamento. Quizá les fuese mejor a la mañana siguiente, en el campamento Marítimo Dos.

Tres hombres desfallecieron en los arneses aquel segundo día en el hielo, el 23 de abril de 1848. Uno empezó a vomitar sangre en el hielo. Los otros dos sencillamente se desmoronaron y fueron incapaces de tirar del arnés el resto del día. Uno de esos dos tuvo que ser colocado en un trineo y transportado.

Como no querían reducir el número de piquetes armados que caminaban detrás, delante y a los lados de la procesión de trineos, Crozier y Little se colocaron los arneses y tiraron durante la mayor parte de aquel día interminable.

Las crestas de presión no eran tan altas en aquel día intermedio de la travesía, y las huellas previas de los trineos habían dejado casi una autopista en aquella extensión de hielo en mar abierto, pero el viento y la nieve eliminaban casi todas esas ventajas. Los hombres que tiraban del trineo no podían ver al precedente, cuatro metros y medio por delante de ellos. Los marines o marineros que llevaban armas y caminaban haciendo guardia no podían ver a nadie cuando estaban a unos seis metros o más de los trineos, y tenían que caminar a un metro o dos de las partidas de trineo para no perderse. Su efectividad como vigías era nula.

Varias veces durante el día, el trineo que iba en cabeza, normalmente el de Crozier o el del teniente Little, perdía las huellas y todo el mundo tenía que detenerse media hora mientras algunos hombres sin arnés, atados a una cuerda para no perderse entre la nieve aullante, iban caminando a derecha e izquierda de la ruta falsa, buscando las leves depresiones del auténtico rastro en una superficie que rápidamente se estaba cubriendo de nieve.

Perder la ruta a medio camino, tal como estaban, les costaría no sólo tiempo, sino que podía costarles también la vida.

Algunos de los equipos de trineo que llevaban unas cargas más pesadas, aquella primavera, habían recorrido aquellos algo más de catorce kilómetros de hielo marítimo en menos de doce horas, llegando al campamento Marítimo Dos después de ponerse el sol. El grupo de Crozier llegó mucho después de medianoche y casi no encuentran el campamento. Si Magnus Manson, cuyo agudo oído parecía tan extraordinario como su tamaño y su poca inteligencia, no hubiese oído el golpeteo de las lonas de la tienda muy lejos, hacia babor, habrían pasado de largo de su refugio y de la comida.

Resultó que el campamento Marítimo Dos había sido destruido casi por completo por los incesantes vientos del día. Cinco de las ocho tiendas habían desaparecido en la oscuridad, arrancadas por el viento, aunque estaban aseguradas mediante hondos tornillos en el hielo, o simplemente estaban hechas jirones. Los hombres, exhaustos y hambrientos, consiguieron montar dos de las tres tiendas que habían llevado consigo desde el campamento Marítimo Uno, y cuarenta y seis hombres que habrían estado cómodos pero justos en ocho tiendas se apretujaron en cinco.

Para los hombres que hicieron guardia aquella noche, dieciséis de los cuarenta y seis, el viento, la nieve y el frío fueron un auténtico infierno. Crozier hizo una de las guardias, de dos a cuatro de la mañana. Prefirió ser capaz de moverse, ya que su saco individual no le permitía calentarse lo suficiente para dormir, aunque había hombres amontonados como pilas de leña a su alrededor, en la agitada tienda.

El último día en el hielo fue el peor.

El viento se había detenido brevemente antes de que los hombres se despertaran a las cinco de la mañana, pero como macabra compensación por el don del cielo azul, la temperatura bajó considerablemente. El teniente Little tomó las mediciones aquella mañana: la temperatura a las seis de la mañana era de -53 grados.

«Sólo quedan trece kilómetros», seguía diciéndose Crozier a sí mismo aquel día, mientras tiraba del arnés. Sabía que los demás hombres estarían pensando lo mismo. «Sólo trece kilómetros hoy, un kilómetro y medio menos que la terrible etapa de ayer.» Como había más hombres inutilizados por enfermedad o cansancio, Crozier ordenó a los guardias acompañantes que guardaran sus rifles, mosquetes y escopetas en los trineos y tirasen de los arneses tan pronto como salió el sol. Todos los hombres que podían caminar se pusieron a tirar.

Como carecían de guardias, confiaron en la claridad del día. El borrón oscuro de la Tierra del Rey Guillermo era visible en cuanto salió el sol (el muro de elevados icebergs y hielo costero empujado a lo largo de su borde resultaba muy visible e inquietante, brillando distante bajo el sol frío como una barrera de cristales rotos), pero la luz clara aseguraba que no perderían las viejas huellas de trineos y que la criatura del hielo no podría sorprenderlos.

Sin embargo, la cosa seguía ahí fuera. Podían verla: un pequeño punto que corría tras ellos al sudoeste, moviéndose mucho más rápido de lo que ellos podían tirar. O correr, si llegaba el caso.

Varias veces durante el día, Crozier o Little se soltaron del arnés, retiraron sus catalejos de los trineos o sus bolsas Male y miraron a través de los kilómetros de hielo a la criatura.

Estaba al menos a tres kilómetros de distancia, y se movía a cuatro patas. Desde aquella distancia podía ser perfectamente otro oso polar más, del tipo de los que habían matado en abundancia en los últimos tres años. Es decir, hasta que la cosa se erguía sobre las patas traseras, se elevaba por encima de los bloques de hielo y pequeños icebergs que la rodeaban y olisqueaba el aire mientras miraba en su dirección.

«Sabe que hemos abandonado el barco», pensaba Crozier, mirando por su catalejo de latón, que estaba arañado y baqueteado por tantos años de uso en ambos polos. «Sabe adonde vamos. Está planeando llegar allí primero.»

Siguieron tirando todo el día, deteniéndose sólo a la puesta de sol, a mitad de la tarde, para comer unos trozos de comida helados de las latas frías. Sus raciones de cerdo salado y galleta rancia se habían acabado ya. Los muros de hielo que separaban la Tierra del Rey Guillermo de la banquisa resplandecían como una ciudad con mil lámparas de gas encendidas en los minutos anteriores a que la oscuridad se extendiese por el cielo como tinta derramada.

Todavía les quedaban seis kilómetros y medio. Ocho hombres iban ahora subidos a los trineos, tres de los marineros inconscientes.

Cruzaron la gran barrera de hielo que separaba la banquisa de la tierra en algún momento hacia la una de la madrugada. El viento seguía soplando poco, pero la temperatura iba bajando. Durante una pausa para aparejar de nuevo unas sogas para levantar los trineos por encima de un muro de hielo de unos nueve metros, que no se había visto facilitado por el paso de los trineos a lo largo de semanas, ya que el movimiento del hielo había hecho caer miles de nuevos bloques en su camino desde los icebergs altísimos que había a cada lado, el teniente Little tomó la temperatura de nuevo: -63 grados.

Crozier llevaba muchas horas trabajando y dando órdenes desde un profundo pozo de agotamiento. Al ponerse el sol, cuando finalmente miró hacia el sur y a la distante criatura que corría hacia ellos, y que ya estaba cruzando la barrera marina a grandes saltos, cometió el error de quitarse los guantes exteriores e interiores durante un momento para escribir algunas notas de posición en su bitácora. Olvidó ponerse los guantes antes de volver a levantar el catalejo y las yemas de los dedos y una palma se quedaron congelados al momento y pegados al metal. Al quitar las manos con rapidez se arrancó una capa de piel y algo de carne del pulgar derecho y de tres dedos de esa misma mano, y una tira de piel de la palma izquierda.

Tales heridas no se curan en el Ártico, especialmente después de que hayan hecho su aparición los primeros síntomas del escorbuto. Crozier se apartó de los demás y vomitó por el dolor. La horrible quemadura de los dedos y la palma izquierda empeoraron durante la larga noche tirando de los arneses, empujando, levantando y arrastrando el trineo. Tenía los músculos del hombro y el brazo llenos de hematomas y sangrando interiormente por la presión de las tiras del arnés.

Durante un rato, en la última barrera, en torno a la una y media de la mañana, con las estrellas y planetas resplandeciendo y titilando en el cielo clarísimo pero mortalmente frío, Crozier pensó, bobamente, en dejar todos los trineos y correr hacia el campamento
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, que todavía se encontraba a casi dos kilómetros de distancia entre la grava helada y la nieve arremolinada. Otros hombres volverían con ellos al día siguiente y los ayudarían a llevar aquellos pesos imposibles durante los últimos metros de su travesía.

Todavía le quedaba a Francis Crozier la suficiente cordura e instintos de mando para rechazar de inmediato aquella idea. Claro que podía hacerlo, desde luego, abandonar los trineos, aunque sería la primera partida en varias semanas en hacerlo, y asegurar su supervivencia corriendo tambaleantes por el hielo hacia la seguridad del campamento
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sin su carga, pero perdería todo el liderazgo para siempre a los ojos de los 104 hombres y oficiales supervivientes.

Aunque el dolor de sus manos desgarradas le hacía vomitar con frecuencia y silenciosamente en las paredes heladas cuando iban tirando de los trineos (una parte distante de la mente de Crozier notaba que el vómito era líquido y rojo a la luz de la linterna), continuó dando órdenes y echando una mano mientras los treinta y ocho hombres que todavía estaban bien para continuar con la lucha conseguían hacer avanzar los trineos y a ellos mismos por encima de la barrera y luego por el hielo y la grava de la línea costera, que entorpecía el progreso de los patines.

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