Los jugadores lo saludaron con un gesto y volvieron a prestar atención a las cartas. Caine observó el desarrollo de la mano, con la intención de aprender un poco de cada uno de ellos antes de entrar en la partida. El bote se lo llevó un tipo con cara de pájaro sentado en una esquina que había apostado fuerte en la tercera carta y luego los había echado a todos cuando destaparon el resto. Sonrió con una expresión ladina mientras recogía las fichas y mostró triunfante una pareja de reinas.
A juzgar por la rapidez con la que los demás no iban cuando Cara de Pájaro apostaba, Caine decidió que el tipo nunca entraba a menos que tuviera algo bueno. Ahora Caine sólo necesitaba deducir cómo jugaban los demás, esperar recibir buenas cartas, jugar tranquilo y ganar. En cuanto reuniera doscientos sesenta y siete dólares, se retiraría. No se dejaría arrastrar, no abusaría de la suerte; se levantaría de la mesa y se marcharía.
Estaba chupado.
Tversky observó la lectura del electroencefalograma de Julia con las manos temblorosas. Estaba tan adelantado en sus investigaciones que sólo había tardado unas pocas horas en sintetizar el suero necesario para estimular la amplitud máxima de las ondas. Miró el cuerpo inerte de Julia en la camilla. Habían pasado casi diez minutos desde que le había puesto la última inyección. Su química cerebral tendría que ser ahora prácticamente idéntica a la de Caine. Sólo tenía que esperar. Todas las teorías y deducciones que lo habían conducido hasta este punto pasaban en ese momento por su cabeza. La teoría de la relatividad de Einstein, el principio de indeterminación de Heisenberg, el gato de Schrödinger, el multiuniverso de Deutsch, y, por supuesto, el demonio de Laplace.
Ninguno de estos famosos pensadores, excepto Laplace, hubiesen creído que esto fuese posible. Por supuesto, ninguno de ellos había visto lo mismo que él. No habían estado en aquel restaurante. ¿No había demostrado Maxwell que las leyes de la física no eran absolutas? ¿Qué hubiese dicho de la teoría de Tversky? ¿Infinitamente improbable, pero no imposible?
De pronto Julia se volvió hacia él. Tenía los ojos cerrados cuando preguntó en voz baja:
—¿Qué es ese terrible olor?
Nunca había olido nada que se le pareciera. Era tan fuerte que a Julia le pareció que la palabra «olor» no podía definirlo.
Eso tenía que ser lo que buscaban. Tenía que ser el principio, el aura. A Julia el corazón le dio un brinco. Sabía que debía concentrarse, pero el olor se imponía a todo lo demás, le atacaba la nariz, los ojos y la garganta. Los restos de su comida le inundaron la boca; escupió los restos mezclados con la bilis, saboreó el regusto agrio cuando pasaron por la lengua y agradeció la momentánea distracción del olor.
Se dio la vuelta en la camilla y cayó al suelo. Oyó que Petey gritaba algo, pero como muy lejano. Se puso a gatas, con el rostro casi pegado al charco amarillento del vómito. Aunque tenía los ojos fuertemente cerrados, veía el charco en el suelo. Detrás de los párpados cerrados, sus pupilas seguían los movimientos de cada bacteria, de cada molécula.
Notó cómo se escapaba su conciencia. ¿Era eso, o es que estaba a punto de perder el conocimiento? No, no podía fallarle a Petey. Había llegado hasta allí, no podía dejarlo ahora sin una respuesta. Tenía que concentrarse. Su cerebro obnubilado intentó obedecer, pero no podía; impulsada por la desesperación intentó responder a la pregunta que la había traído hasta allí, a ese lugar. Y entonces lo vio… y lo comprendió todo.
…
Es más que complicado porque es infinito. Es la eternidad que se extiende en todas las direcciones a la vez, una carretera con tanta vueltas y revueltas que se parece más a un plano que a un sendero. Pero el plano no está solo; en cada intersección entre cuatrillones de nódulos que forman su superficie hay otro plano, que se expande en un ángulo imposible, que se tuerce y retuerce, que se pliega sobre sí mismo una y otra vez.
…
Julia gritaba. Un terrible dolor le recorría todo el cuerpo. Su espalda se arqueó cuando levantó la cabeza y luego la estrelló contra el suelo. Y entonces oyó la Voz. Conocía a la Voz de una ocasión anterior. Era una entre el trillón que conocía ahora, pero a ésta la conocía de otra manera.
La Voz le susurraba. Le prometió que la dejaría ir a condición de que mirara un pequeño trozo de la gran eternidad. Sólo un trozo y entonces todo habría acabado. Sólo un trozo.
…
Así que ella mira. Dado que todo está en todas partes, está allí donde mira. El desafío es distinguirlo entre todo lo demás. Entonces lo ve, allí mismo… pero no es singular, sino un millón, un billón. Muchísimos son iguales, pero también muchísimos son diferentes, desde lo general a lo particular.
Puede escribir un millar de libros sobre el Durante que quiere conocer. Y sin embargo, no hay tiempo. No hay tiempo… curioso. Aquí no hay tiempo, pero allá, en el Durante del que ella viene, sabe que se le está acabando el tiempo. Allá, en el Durante, ella sólo tiene tiempo para decirle lo que debe hacer.
…
Julia levantó la cabeza para transmitir su mensaje. Su voz era débil. Petey se inclinó tanto para acercar la oreja a su boca que su pelo le hizo cosquillas en el rostro. Mientras habla,
…
Ve cómo los planos se mueven en respuesta, cómo cambia el Instante. Finalmente, es el Instante, que cambia y se amolda para dar forma a las palabras que aniquilan su cordura. Es más de lo que puede soportar, el Instante evoluciona ante sus ojos, y ella está en el centro. Es demasiado, es demasiado, es…
…
Julia oyó respirar, pensaba, no, no pensaba, sabía…
…
Porque ella ahora ve por sí misma, en medio del Instante, que su tiempo casi se ha acabado.
…
Tiene que aguantar. Todavía tiene que hacer tantas cosas… Confía en tener tiempo. Y, entonces,
…
Porque Julia lo desea, ella le muestra la manera de conseguir que así sea.
…
Julia se desplomó en sus brazos y Tversky se estremeció. Le buscó el pulso. Se lo encontró. Era débil, pero aún tenía. Le levantó un párpado y después el otro, pero lo único que vio fue blanco. Los ojos de Julia miraban hacia dentro. La abofeteó suavemente en un intento por reanimarla, pero sabía que era inútil.
Hasta la última fibra de su cuerpo le gritaba que la había perdido. La colocó de nuevo en la camilla y le insertó los electrodos que se habían desprendido con la caída. En un primer momento creyó que los electrodos se habían dañado, pero después comprendió la verdad: no había actividad cerebral. Nada. La conciencia que había sido Julia Pearlman había desaparecido; su corazón aún latía débilmente en su pecho, pero su mente estaba destruida.
Tversky miró con desesperación de un extremo a otro del laboratorio mientras pensaba qué podía hacer. Quería sentarse y recuperar el aliento, pero sabía que no disponía de tiempo. ¿Cómo podía explicar esto? Un sudor frío brotó de todos los poros de su cuerpo y comenzó a hiperventilar.
Miró el reloj en la pared: las 23.37. El personal de limpieza llegaba sobre la medianoche: al cabo de veintitrés minutos. Tenía que pensar. Podía llamar a una ambulancia. Ella estaba viva, quizá podrían salvarla. Pero una mirada a Julia le dijo que no serviría de nada. Tenía el cráneo cubierto con los círculos azules. Si finalmente fallecía, le harían la autopsia. Lo sabrían.
El médico forense descubriría las sustancias en la sangre. No haría falta ser un genio para saber que él estaba involucrado. El solo hecho de llamar lo convertiría en un sospechoso. Quería salir corriendo del laboratorio como alma que lleva el diablo, pero estaba el guardia de seguridad. Recordaría haber visto a Tversky marcharse muy tarde.
Demonios. ¿En qué había estado pensando? Siempre había sido muy precavido, ¿cómo es que no había preparado un plan de emergencia? Miró a Julia con una expresión de odio. La maldita puta se iba a morir en su laboratorio y lo estropearía todo.
Veintiún minutos.
Tversky se pasó las manos sudadas por el pelo y comenzó a pasearse por la habitación. No había manera de salir del atolladero. Estaba jodido. A las puertas del descubrimiento científico más importante de todo el planeta, iría a la cárcel.
Veinte minutos.
Se le escapaba el tiempo. Necesitaba encontrar una salida. Necesitaba… una ventana. Corrió hasta la ventana. Estaba atascada, pero consiguió abrirla después de muchos esfuerzos. Se sujetó al marco y se asomó para mirar el callejón, seis pisos más abajo. Podría funcionar. Si era listo y no se asustaba, conseguiría que funcionara.
Corrió hasta el fregadero y se llenó las manos con el detergente industrial. Tenía que lavarle las marcas de la cabeza. Mientras le frotaba el cuero cabelludo, repasó la lista de todas las demás cosas que debía hacer…
Dieciocho minutos.
…antes de que llegara el personal de limpieza. En cuanto acabara de lavarla y de limpiar el vómito del suelo, tendría que ocultar la información —el vídeo, las gráficas del electroencefalograma, las notas— tendría que hacer una copia de todos los archivos y borrarlos del disco duro. Tversky volvió a respirar con normalidad y se apartó para observar el resultado del trabajo. Las marcas azules habían desaparecido. Por desgracia no podía hacer nada para eliminar los diminutos puntos rojos. Quizá si el cráneo se aplastaba en la caída, nadie los vería. Sólo podía rezar para que así fuera.
Se cargó al hombro el cuerpo de Julia y lo llevó a través de la habitación. Lo había apoyado en el marco de la ventana cuando oyó el sonido. Un largo y ronco gemido. La miró a la cara en busca de alguna señal de que su cerebro volvía a funcionar pero no vio nada más que la mandíbula floja.
Nueve minutos.
Se quedó paralizado durante un momento, al comprender que una vez acabado ese acto final ya no habría vuelta atrás. Entonces ella gimió de nuevo. Era un sonido espantoso. Tversky hubiese jurado que era imposible que cualquier sonido pudiera transmitir tanta tristeza. Su voz sonaba como el maullido de un animal moribundo.
Ocho minutos.
No podía soportarlo. Se volvería loco si tenía que oír aquel sonido un segundo más. Utilizó todas sus fuerzas para arrojar el cuerpo por la ventana. Un instante más tarde oyó el ruido del impacto y de algo que reventaba. Después, nada. Tversky dio un largo suspiro de alivio.
Ordenar el laboratorio y copiar la información en un CD sólo le llevaría unos minutos. Se habría marchado antes de que llegara el personal de limpieza y al cabo de media hora estaría en su casa. Le consumía el deseo de ver el vídeo. Julia había dicho muchas cosas y él apenas si había alcanzado a oírlas, pero había una frase que se repetía una y otra vez en su mente.
«Mátalo —había susurrado Julia—. Mata a David Caine».
Capítulo 13Al descubrir tantos secretos, dejamos de creer en lo desconocido. Pero sin embargo allí está, relamiéndose tan tranquilo.
HENRY LOUIS MENCKEN, escritor
Algunas veces creo hasta en seis cosas imposibles antes del desayuno.
LA REINA DE CORAZONES, soberana del País de las Maravillas
Nava cruzó la calle a la carrera cuando oyó el choque. Estaba demasiado oscuro para ver qué había caído, pero tenía la horrible sospecha de que se trataba de una persona. En cuanto entró en el callejón, la asaltó el hedor de la carne podrida. Se tapó la nariz con una mano y se abrió paso entre el montón de bolsas de basura rotas que rodeaban los contenedores, sin hacer caso de los chillidos agudos de las ratas que se apartaban de su camino.
Entonces vio el cuerpo. La mujer estaba desnuda y no tenía ni un pelo en el cuerpo excepto el pequeño mechón de pelo en el pubis. Sus miembros estaban doblados de una forma absolutamente antinatural, y le daban la apariencia de un maniquí. La única señal de que una vez había sido un ser vivo era el largo corte en el estómago del que todavía manaba sangre.
Nava movió suavemente la cabeza de la mujer muerta. A pesar de que tenía el rostro desfigurado por la agonía, no había ninguna duda de su identidad. Era Julia Pearlman, el sujeto Alfa. El desánimo se apoderó de Nava. Los norcoreanos no tolerarían otro fallo. Sin el sujeto Alfa, la matarían o la entregarían a los rusos.
Luego la invadió un muy fuerte sentimiento de culpa al comprender que no se había apenado ni por un momento por la pobre muchacha muerta. ¿Cómo era posible que las cosas se hubieran liado tanto? ¿Cuándo se había vuelto tan insensible que sólo pensaba en ella misma? Pero incluso mientras se hacía esos reproches, la parte del cerebro de Nava que se ocupaba de la supervivencia trabajaba a pleno rendimiento para encontrar una salida.
Sacó un pañuelo de papel del bolsillo, lo pasó por la herida en el vientre de Julia Pearlman y luego lo envolvió en un trozo de plástico arrancado de una bolsa de basura. Quizá una muestra de sangre apaciguaría a los norcoreanos hasta que se le ocurriera alguna otra cosa. Entonces oyó un sonido que le heló la sangre.
La muchacha muerta le hablaba.
Julia dijo lo que necesitaba decir.
Ahora era el momento de descansar.
Ahora. La palabra pasó por su mente y le pareció una tontería. Recordó lo importante que le había parecido todo, pero aquel tiempo se había acabado. Al cabo de 3.652 segundos se habría acabado el Ahora. Sólo el puro y hermoso Instante. En el Instante, no había olores. Aunque sólo fuese por eso, estaba agradecida.
Julia respiró una última vez y abrió los ojos.
Caine había ganado trescientos sesenta dólares en menos de cuatro horas. Casi cien más de lo que había calculado. Sabía que era el momento de marcharse, pero no podía. Se repitió a sí mismo la vieja historia. Estaba de racha. Era su momento. Y, por supuesto, la madre de todas las mentiras de los jugadores: en cuanto se me giren las cartas, lo dejo.
Pero entonces perdió estúpidamente un bote de ochenta dólares; su trío de dieces no pudo con una sencilla escalera. Después hizo exactamente aquello que había jurado no hacer: insistió. Estaba tan enfadado por haber perdido aquellos ochenta dólares que se negó a pasar en las cinco manos siguientes aunque sus cartas no valían nada. Sabía que estaba jugando como un imbécil, pero no podía evitarlo. Su gran pila de fichas, acumuladas gracias a su juego conservador, desapareció en menos de media hora.