Read El templo de Istar Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
Al salir de la estancia corrió a trompicones, sin saber qué hacía ni a donde iba. Transcurridos los primeros minutos de incertidumbre, deseosa de serenarse, se refugió en un rincón, secó sus lágrimas y recobró la compostura perdida. Avergonzada de su pasajera pérdida de control, la sacerdotisa decidió presta su curso de acción.
Tenía que encontrar a Denubis, demostrar a Raistlin que se había equivocado.
Tras recorrer varios pasillos vacíos, iluminada por la exigua, tenue luz de Solinari, Crysania arribó al ala del Templo en la que se hallaba el aposento del clérigo. Aquélla historia de eclesiásticos que se esfumaban sin dejar rastro no podía ser cierta. Cuando vivía en el futuro, en su propia era, la dama nunca creyó las leyendas sobre la Noche de los Hados, que juzgaba un cuento infantil. Ahora que le había sido dado vivirla, aún estaba persuadida de que Raistlin cometía un error.
Avanzó sin pausa, familiarizada con el camino. Había visitado a Denubis en incontables ocasiones a fin de conversar sobre teología o historia, o bien para escuchar los relatos de éste acerca de su hogar.
Llamó con los nudillos, suavemente, y nadie contestó.
—Duerme —se dijo a sí misma, irritada por el súbito estremecimiento que agitó sus vísceras—. Ya ha pasado la hora de la Vigilia. No debo molestarle, regresaré mañana.
Pero golpeó una vez más la puerta, al mismo tiempo que pronunciaba el nombre del clérigo. Tampoco hubo suerte.
—Volveré —determinó, si bien su mano manipulaba el picaporte, desobediente a su voluntad de retirarse—. Denubis —susurró con un nudo en la garganta. Reinaba una gran oscuridad en aquella zona, que se asomaba a un patio interior y, así, no recibía los haces lunares—. ¡Esto es ridículo! —se reprendió severa, visualizando la turbación del clérigo y la suya propia si él, al despertar, se tropezaba con una figura femenina en la negrura de su dormitorio.
De nada le sirvieron estas recomendaciones, abrió la puerta de par en par y se apresuró a encender una vela encajada en su palmatoria. El orden, el recogimiento eran absolutos.
Los libros del eclesiástico, sus plumas y los documentos que a menudo tomaba prestados de la sala de escribas para concluir su labor yacían en el escritorio, como si hubiera abandonado la alcoba con la intención de regresar de inmediato. Incluso su ropa estaba allí, confirmando las esperanzas de la dama, pero un sentimiento de ausencia inundaba la cámara, tan fría y desnuda como el intocado lecho.
Por un instante el resplandor de la candela enteló la vista de Crysania y, al notar que le flaqueaban las rodillas, se apoyó en el quicio de la puerta. De nuevo se forzó a relajarse, a razonar. Extinguió la oscilante llama, la dejó en su lugar, cerró con firmeza la puerta y, haciendo acopio de energías, se encaminó hacia los pasillos donde estaba su dormitorio.
Debía admitirlo, había llegado la Noche de los Hados y, con ella, el fin de la institución a la que servía. Se acercaban las Fiestas de Invierno, y, según los anales de la Historia, dentro de trece días se desencadenaría el Cataclismo. Este pensamiento hizo que se detuviera. Débil, mareada, se asomó a una ventana abierta que daba al jardín, a esta hora bañado por los blancos resplandores de Solinari. Debía despedirse de sus planes, sus sueños, su propósito. Al regresar a su época tan sólo podría informar de un desesperante fracaso.
El plateado jardín danzaba en una nebulosa, la sacerdotisa estaba demasiado consternada para contemplarlo e imbuirse de su paz. Había encontrado una Iglesia corrupta, a un Príncipe incapaz de evitar la destrucción del mundo. Hasta había fallado en su designio de apartar a Raistlin de la oscuridad, sabía que el hechicero nunca la escucharía e intuía que, en este mismo instante, el nigromante se reía de su ingenuidad con su espantosa mueca burlona.
—¿Hija Venerable? —la invocó una voz.
—¿Quién eres? —preguntó ella, enjugando su llanto y tratando de aclararse la garganta. Tras pestañear varias veces escrutó la penumbra, justo a tiempo para vislumbrar una embozada figura que emergía de su manto. Estaba sin aliento, apenas pudo insistir en su demanda —: ¿Quién va?
—Me encaminaba hacia mis aposentos cuando te vi inclinada sobre el alféizar —anunció el recién llegado, que ni sonreía ni se mofaba. Ribeteaba su timbre una nota de cinismo, aunque provista de una extraña calidez que arrancó un trémulo suspiro de la sacerdotisa.
—Confío que no estarás enferma ni trastornada —dijo el aparecido, aproximándose a Crysania.
Era Raistlin quien la abordaba, no le cupo la menor duda pese a no vislumbrar su rostro, oculto tras la negra capucha. Sus ojos brillantes, fríos bajo los haces del argénteo satélite, lo identificaban de manera inequívoca.
—No —murmuró lacónicamente la eclesiástica.
Desvió presta la mirada, ansiando que se hubiera esfumado la huella de sus sollozos y haciendo un supremo esfuerzo para contenerlos. Fue inútil: el cansancio, las tensiones sufridas, la conciencia de su derrota exigían un desahogo, se manifestaba en sendos riachuelos que surcaban sus mejillas.
—Vete, te lo ruego —dijo Crysania con los párpados entornados y un salado y amargo sabor de boca, consecuencia de las lágrimas que se introducían en su paladar.
Sintió el tibio contacto de aquel cuerpo que la envolvía con su mera presencia, del suave terciopelo al acariciar su brazo desnudo. Olió un aroma especiado, mezcla de pétalos de rosa y los elementos de putrefacción —acaso alas de murciélago, el cráneo de algún animal inimaginable— que utilizaban los hechiceros en su arte. Paralizada por el penetrante efluvio, dio un respingo al percibir en su pómulo la caricia de unos dedos delgados, sensibles, fuertes, transmisores de un extraño calor.
O bien la mano desalojó las lágrimas o éstas se evaporaron bajo su ardiente textura, Crysania no logró adivinarlo. Alzaron las yemas su mentón para apartarla de la luz nocturna y la dama quedó petrificada, ahogada por su propio pálpito. Mantuvo los ojos cerrados, temerosa de lo que podían ver, aunque sus sentidos permanecieron despiertos a aquel cuerpo enteco que la abrazaba con dulzura, perturbador.
De pronto, Crysania deseó que la negrura de Raistlin la cobijase, la reconfortara en su desasosiego, anheló que su llama abrasadora conjurara el frío de sus entrañas. Levantó los brazos, estiró las manos en su busca, mas él se había esfumado. Oyó el crujir de sus ropajes al retroceder por el callado corredor.
Sobresaltada, la sacerdotisa abrió los ojos. Apretó, de nuevo llorosa, la mejilla contra el ventanal, si bien ahora sus lágrimas eran de júbilo.
—Gracias, Paladine —susurró—. El camino se abre despejado ante mí, no te decepcionaré.
Una figura arropada en su negra túnica surcaba las dependencias del Templo. Todos cuantos se tropezaban con la criatura se hacían a un lado presos del pánico, amedrentados por la cólera que se adivinaba, aunque invisible, bajo su lóbrega capucha.
Al fin Raistlin se adentró en el pasillo de su aposento, se introdujo en la penumbra de éste y, tras dar un seco portazo que casi resquebrajó la hoja, prendió una fogata mediante un gesto arcano. Las llamas chisporrotearon en la chimenea y el mago empezó a caminar de uno a otro lado de la estancia, profiriendo maldiciones contra sí mismo, hasta sentirse demasiado cansado para andar. Se desplomó entonces en una butaca, y contempló el ígneo espectáculo con ojos febriles.
«¡Insensato —se amonestó—, debería haberlo previsto! ¿Cómo no he imaginado que este cuerpo posee, a pesar de su fortaleza, la gran debilidad que comparten todos los seres vivos? Por muy inteligente, disciplinado que sea, aunque crea tener bajo control mis emociones, una de ellas, invencible, se agazapa en las sombras como un ave rapaz, dispuesta a saltar sobre mí. —Emitió un gruñido de rabia y se clavó las uñas en la carne, con tal violencia que no tardó en brotar sangre—. Todavía puedo verla, admirar su tez de marfil y sus pálidos labios. Huelo su cabello, siento la ondulante suavidad de su persona cerca de mí.
»¡No! —se rebeló en un alarido—. No permitiré que eso suceda. O quizás… ¿Y si la sedujera? —se dijo de pronto—. Así caería en las redes de mi poder.
Tal idea se le antojó tentadora, provocó en sus entrañas un arrebato de deseo que convulsionó todas sus vísceras, mas el talante calculador, lógico, que siempre lo alentaba se sobrepuso al momentáneo ardor.
«¿Qué sabes tú del amor, de los raptos de los sentidos? —se preguntó—. Eres un niño en tales cuestiones, más ignorante que el mentecato de Caramon.»
Las imágenes de su adolescencia poblaron su memoria como una tempestad. Frágil y enfermizo, conocido por sus mordaces sarcasmos y su carácter hosco, Raistlin nunca atrajo la atención de las mujeres, a diferencia de su apuesto hermano. En aquella época, no obstante, lo absorbían tanto sus estudios de magia que apenas percibió la pérdida. Sin embargo, tuvo la oportunidad de experimentar una relación amorosa. Una de las novias de su gemelo, hastiada de la conquista fácil, decidió que aquella oscura réplica del guerrero podía resultar interesante. Hostigado por las bromas de su hermano, y de sus compañeros, Raistlin cedió a las insinuaciones de la joven, y ambos se embarcaron en una aventura que había de constituir un rotundo fracaso. La muchacha se entregó a los brazos de Caramon y el hechicero, por su parte, constató lo que ya sospechaba: sólo hallaría el auténtico éxtasis en el mundo arcano.
Pero su cuerpo, ahora más joven, más vital, más semejante al de su gemelo, bullía en una pasión que antes nunca sintiera. Anhelaba ceder a su dictado, se debatía contra el raciocinio que le aconsejaba desoír la apremiante llamada. Tras una encarnizada lucha, venció la mente.
«Acabaría por destruirme a mí mismo —comprendió— y, en lugar de favorecer mis designios, los entorpecería. Crysania es una criatura virginal, pura de cuerpo y de alma. En esa pureza radica su fuerza, la necesito moldeada pero intacta.»
Una vez tomada tan firme resolución, habituado a ejercer un perfecto dominio sobre su naturaleza humana a través del cerebro, el joven mago se relajó y acomodó en la butaca, dejando que el agotamiento se adueñara de él, lo acunara. El fuego se redujo a rescoldos, sus ojos se cerraron para inducirlo al descanso que renovaría sus energías.
Pero, antes de abandonarse al sueño, sentado aún en el sillón, vislumbró una solitaria lágrima que brillaba a la luz de la luna con una vivacidad nada halagüeña.
La Noche de los Hados seguía su curso en el interior del Templo. Un acólito fue despertado en lo más profundo de su reposo con la orden de presentarse ante Quarath, al que halló en su dormitorio.
—¿Me has mandado llamar, señor? —preguntó al clérigo elfo sin poder reprimir un bostezo. Tenía un aspecto desaliñado ya que, inevitablemente, se había puesto la túnica al revés en su prisa para atender al requerimiento de su superior en una hora tan intempestiva.
—¿Qué significa este informe? —inquirió Quarath, a la vez que señalaba un pergamino depositado en su escribanía.
El acólito se inclinó hacia adelante para leerlo, frotándose los embotados ojos a fin de extraer alguna coherencia de su contenido.
—Sólo lo que dice, señor —anunció al cabo de unos segundos.
—¿Que Fistandantilus no es el responsable de la muerte de mi esclavo? —se asombró el eclesiástico—. Me cuesta creerlo.
—Es del todo cierto, puedes interrogar tú mismo al enano —repuso el somnoliento joven—. Confesó, después de ser persuadido con una suma substancial de monedas de plata, que había alquilado sus servicios la persona que aquí se menciona, porque deseaba vengarse de la Iglesia. Al parecer, esta institución ha requisado sus propiedades en los aledaños de la ciudad.
—¡Conozco bien la causa de su inquina! —exclamó Quarath—. Y matar a mi esclavo es una acción muy propia de Onygion, insidioso y cobarde. No se atreve a encararse conmigo.
Se hizo el silencio hasta que, transcurridos unos minutos, el elfo inquirió, al mismo tiempo que clavaba en el acólito una aviesa mirada:
—¿Por qué fue ese gladiador y no otro quien cumplió el encargo?
—El enano me aseguró que se debía a un negocio secreto entre Fistandantilus y él. El primer «trabajo» de esta índole que surgiera había de ser encomendado a Caramon.
—Eso no figura en el manuscrito —comentó Quarath sin desviar los ojos de su interlocutor.
—No —admitió éste, ruborizándose—. No me gusta la idea de referirme por escrito al mago. Podría leer su nombre, y temo su reacción.
—No te reprocho que tomes ciertas precauciones —contestó el eclesiástico—. De acuerdo, me doy por satisfecho. Puedes retirarte.
El acólito hizo una callada reverencia y volvió, aliviado, al lecho.
Quarath no imitó a su subordinado sino que pasó varias horas en su estudio, concentrado en examinar el informe.
—Pronto seré más asustadizo que el Príncipe de los Sacerdotes, quien ve sombras donde no las hay —susurró tras un largo rato de exhaustivas meditaciones—. Si Fistandantilus quisiera acabar conmigo le bastaría con chasquear los dedos, debería haber comprendido que éste no es su estilo. De todas maneras, en la sala de audiencias no se ha separado de la sacerdotisa —agregó en un mar de dudas—. ¿Con qué intenciones? Acaso tan sólo con las que cabe imaginar —se tranquilizó—, no deja de ser un humano y, esta vez, el cuerpo del que se ha investido es más vital que los que suele arrastrar.
El elfo esbozó una sonrisa mientras ordenaba la escribanía y archivaba el pergamino, con su acostumbrado esmero. «Se acercan las Fiestas de Invierno —recapacitó—, apartaré de mi mente el asunto hasta que hayan concluido las celebraciones. Además, no está lejos el día en que el Príncipe invocará a los dioses para que extirpen el Mal de la faz de Krynn y, cuando eso suceda, tanto Fistandantilus como sus seguidores tendrán que refugiarse en las tinieblas que los engendraron.» Bostezó y se desperezó, no sin antes resolver que se ocuparía de Onygion con toda celeridad.
La Noche de los Hados había llegado casi a su término. Los albores matutinos despuntaban en el horizonte mientras Caramon, tumbado en su alcoba, contemplaba su línea grisácea. Mañana participaría en otra sesión de los Juegos, los primeros desde el accidente.
La vida no había sido grata para el gladiador en los últimos días. Nada cambió en apariencia, los otros luchadores eran veteranos que conocían a fondo los entresijos del espectáculo, su auténtico significado.
—No es un mal sistema —le aseguró Pheragas, encogiéndose de hombros, la mañana siguiente a la intrusión de Caramon en el Templo—. Es mejor que matar a millares de hombres en el campo de batalla. Aquí, si un noble sufre la afrenta de otro soluciona su feudo en privado y, de este modo, todos quedan satisfechos.