Read El templo de Istar Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
—¿Eres sincero conmigo? —indagó—. ¿He logrado ejercer alguna influencia sobre tus inquebrantables convicciones? No, no apartes los ojos. Veo en tus rasgos que no he orado en el desierto, que me hallo presente en tus meditaciones. ¡Nos asemejamos tanto el uno al otro! Lo supe desde nuestro primer encuentro, aunque esboces esa sonrisa burlona. Adelante, mófate, no me harás vacilar. En la Torre afirmaste que mi ambición no es inferior a la tuya y tenías razón. Nuestras aspiraciones adoptan formas distintas, pero son tan antagónicas como en principio pensaba. Ambos llevamos una existencia solitaria, consagrada al estudio, sin confiarnos ni siquiera a los seres más allegados. Tú te envuelves en penumbras y, sin embargo, he podido penetrar su manto, descubrir la luz, el calor…
Tas aplicó el ojo a la cerradura, no quería perderse la escena. «¡Va a besarla! —aventuró excitado—. ¡Esto es fantástico, imagino la reacción de Caramon cuando se lo cuente!»
«¡No vaciles, necio! —urgió impaciente a Raistlin, que aferraba con sus manos los brazos de la mujer—. ¿Cómo puedes resistirte? —insistió clavados los ojos en los labios entreabiertos de Crysania, en el brillo de sus pupilas.»
De pronto, el hechicero soltó a su oponente y se levantó, dándole la espalda.
—Será mejor que me dejes —le rogó en hosca actitud mientras Tasslehoff se apartaba, decepcionado, de la puerta.
Apoyóse el hombrecillo en el muro y, en esta postura, oyó unas ásperas toses, sucedidas por la acariciadora voz de la sacerdotisa al tratar de apaciguar el inesperado ataque.
—No es nada —la tranquilizó el nigromante, a la vez que abría la puerta—. He sido víctima de arrebatos similares en los últimos días. ¿No adivinas la causa? —Tasslehoff se apretó contra la pared, temeroso de interrumpirles y, también, de perderse algo interesante—. ¿No has sentido nada?
—Quizá sí —respondió, cauta, Crysania—. ¿A qué te refieres?
—A la ira de los dioses —dijo Raistlin. No era esto lo que esperaba la eclesiástica, si bien a Tas le pareció una evasiva muy propia del mago. Desalentada, la dama cejó en su empeño—. Su furia se abate sobre mí, como si el sol se aprestara a incendiar nuestro planeta. Acaso sea la inminente catástrofe el motivo de nuestra infelicidad.
—Es posible —disimuló ella.
—Mañana será el equinoccio —prosiguió el hechicero— y, dentro de trece días, el Príncipe de los Sacerdotes expondrá su demanda. Así lo ha planeado junto a sus ministros. Las divinidades lo saben, de modo que le han enviado una advertencia: la desaparición de los clérigos. Pero de nada les sirve, el dignatario no ha prestado atención al aviso. A partir de este momento las señales del cielo adquirirán una creciente fuerza, una mayor claridad. ¿Has leído las Crónicas de los Trece Últimos Días, de Astinus? No constituyen un texto agradable, y vivir la experiencia que relatan resultará todavía más ingrato.
—Vuelve con nosotros antes de que se cumplan los presagios que te atormentan —le propuso la dama, iluminado su semblante—. Par-Salian dio a Caramon un ingenio mágico que nos catapultará a nuestro tiempo. El kender aseguró…
—¿De qué ingenio hablas? —preguntó Raistlin, con un extraño tono que provocó un escalofrío en la espina dorsal de Tas y el sobresalto de Crysania—. ¿Qué aspecto tiene, cómo funciona?
—Lo ignoro —admitió, desolada, la sacerdotisa.
—Yo puedo informarte —ofreció Tasslehoff, abandonando su escondrijo—. Disculpadme, no era mi intención asustaros. Por cierto, felices Fiestas de Invierno a ambos —les deseó para mitigar la tensión y extendió la mano, que nadie apretó.
Tanto Raistlin como Crysania lo escrutaron con la expresión que uno adoptaría al hallar una araña viva en su ropa. Sin impresionarse por sus rostros desencajados el kender reanudó su plática, embutida la desdeñada mano en el bolsillo.
—Ese objeto que tanto te interesa es algo espléndido, muy curioso —comenzó a divagar pero, al ver que el nigromante encogía los ojos de una manera poco halagüeña, procedió a describirlo sin más preámbulos—. Verás, cuando está desdoblado se asemeja a un cetro, coronado por una bola repleta de incrustaciones de joyas. Tiene el tamaño de un brazo, tal es su envergadura —añadió, separando sus miembros para dar una idea más exacta—. Pero Par-Salian invocó un hechizo…
—Y se cerró sobre sí mismo hasta reducirse a las dimensiones de un huevo —colaboró Raistlin.
—¡Exacto! —se entusiasmó Tas—. ¿Cómo lo sabes?
—He tenido ocasión de ver ese artefacto —contestó el mago, ribeteada de nuevo su voz de un singular sonido, un temblor que delataba ¿miedo? ¿nerviosismo? El kender no atinó a distinguirlo.
—¿Qué es lo que te inquieta? —inquirió Crysania, que también se había apercibido de su enigmático timbre.
Raistlin no reaccionó, su semblante se había convertido en una máscara impenetrable.
—No debo precipitarme, estudiaré el asunto a fondo antes de darte más explicaciones —siseó al fin—. Y tú, ¿qué hacías detrás de la puerta? —interrogó a Tasslehoff con sus fulgurantes iris clavados en el hombrecillo—. ¿Te trae algún encargo, o simplemente te dedicas a escuchar las conversaciones ajenas?
—¡Por supuesto que no! —se rebeló Tas ofendido—. He de hablar contigo, si la sacerdotisa ha terminado, claro —rectificó al observar la indignación de la dama.
—¿Nos veremos mañana? —insinuó ésta, dirigiéndose al mago y asumiendo frente al kender la altivez que la caracterizaba.
—No lo creo —negó Raistlin—. No asistiré a la gran fiesta.
—Yo tampoco pensaba ir —balbuceó Crysania.
—Cuentan con tu presencia —la reprendió el hechicero—. Además, he descuidado mis deberes demasiado tiempo para disfrutar del placer de tu compañía.
—Comprendo —se resignó la mujer. Se mostró distante, indiferente, pero Tas adivinó la frustración que se ocultaba tras esta actitud—. Buenos días, caballeros —se despidió al constatar que Raistlin guardaba silencio, firme en su rechazo.
Inclinando la cabeza en una leve reverencia, Crysania dio media vuelta y se alejó por el sombrío corredor. Sus ropajes blancos, en su sutil revoloteo, parecían absorber la escasa luz para llevarla consigo.
—Saludaré a Caramon de tu parte —vociferó Tas antes de que se desvaneciera tras el recodo, si bien ella no se dignó mirarle—. Me temo que el guerrero le causó una pésima impresión —añadió con los ojos puestos en Raistlin—, aunque no es de extrañar, pues, cuando se conocieron, tu hermano estaba dominado por el aguardiente enanil.
—¿Has venido para hacer una apología de ese grandullón? —indagó Raistlin en un nuevo acceso de tos—. Porque si es así, tendré que rogarte que partas sin demora.
—¡Oh, no! —se apresuró a desmentir el kender—. Estoy aquí con el único propósito de impedir el Cataclismo.
Por primera vez en toda su existencia, el hombrecillo pudo vanagloriarse de dejar perplejo al inperturbable mago. Sin embargo, no duró mucho su satisfacción. La faz de su oponente palideció, los espejos de sus pupilas se diluyeron como invitando al espantado kender a penetrar las ominosas, ardientes profundidades que salvaguardaban. Sus manos, tan fuertes como las garras de un depredador, se hundieron en su carne dolorosamente y, al cabo de unos segundos, Tasslehorff se encontró en el interior del dormitorio. Cerróse la puerta con estrépito y, sin contemplaciones, Raistlin lo imprecó.
—¿Cómo se te ha ocurrido semejante idea? ¿Quién te la ha dado?
Tas retrocedió unos pasos y examinó la estancia angustiado, obediente a un sabio instinto que le aconsejaba buscar un lugar donde ocultarse.
—Fuiste tú —balbuceó— o, para ser más exactos, algo que dijiste sobre las alternativas que ofrecía mi viaje en el tiempo. La otra noche comentaste que este hecho podía cambiar el curso de la Historia, y evitar la catástrofe se me antojó un buen comienzo.
—¿Cuáles son tus planes? —siguió interrogando el nigromante, tan encendida su persona que el kender sudaba con sólo ojearla.
—Antes de entrar en acción deseaba consultarte y, si tú estabas de acuerdo —el kender confiaba en que Raistlin fuera sensible al halago—, estudiaría la manera de persuadir al Príncipe de los Sacerdotes del error que se dispone a cometer, un error de extrema gravedad por sus funestas consecuencias. Una vez oiga mis reflexiones se abstendrá de proferir demandas ante los dioses.
—Estoy seguro de ello —aseveró el hechicero frío, controlado, pese a que el hombrecillo creyó detectar un incomprensible alivio en su tono—. En principio apruebo tu proyecto, pero ¿y si rehusa escucharte, si no permite que expongas tus argumentos?
—No había pensado en esa posibilidad —confesó el kender cabizbajo. Emitió un suspiro, y propuso—: Será mejor que regresemos a casa.
—Existe otra opción —susurró Raistlin, sentándose en su butaca y escudriñando a su interlocutor con aquella mirada turbulenta, ambigua—. Hay un método infalible para alterar los acontecimientos, un método que puedo garantizar.
—¿De verdad? —se asombró Tas, renacido su entusiasmo—. ¿De qué se trata?
—De utilizar oportunamente el ingenio mágico —le reveló el nigromante con las manos extendidas—. Encierra facultades, poderes mucho más vastos que los que Par-Salian describió a mi estúpido hermano. Actívalo el día del Cataclismo y destruirá la montaña ígnea lejos del mundo, donde su estallido no pueda dañar a nadie.
—¡Sería estupendo! —exclamó el kender sin resuello, mas la duda vino a ensombrecer su alegría—. ¿Y si te equivocas y, al manipularlo, no surte efecto? —preguntó.
—Nada pierdes con intentarlo —declaró Raistlin— Si, por algún motivo, no funciona como es de prever, cosa poco probable ya que fue concebido por magos de la más alta estirpe…
—¿Al igual que los Orbes de los Dragones?
—Sí —respondió el nigromante, irritado por esta interrupción—. En el caso de que no responda a mis esperanzas, siempre puedes usarlo para escapar en el último momento —concluyó, sonriendo frente a la ingenuidad del hombrecillo.
—Con Caramon y Crysania —apostilló éste.
Raistlin permaneció mudo, pero Tas estaba demasiado exaltado para advertirlo.
—¿Qué ocurrirá si Caramon decide abandonar Istar antes de la fecha clave? —apuntó el kender, movido por un súbito temor.
—No lo hará —lo tranquilizó el enigmático humano—. Deja ese asunto en mis manos —añadió al verle presto a protestar.
Hubo una larga pausa, en la que Tasslehoff se concentró en hondas meditaciones. Al rato, con el ceño fruncido, manifestó sus resquemores.
—El guerrero nunca me confiará ese artilugio, fiel a la promesa que hizo a Par-Salian de protegerlo con su vida. Lo somete a una estrecha vigilancia y, cuando debe ausentarse, lo guarda bajo llave en un baúl. Si le cuento para qué lo quiero no me creerá, no consentirá en desprenderse de algo tan sagrado.
—No es necesario que se lo pidas abiertamente —sugirió Raistlin—. El día del Cataclismo coincide con la confrontación final en la arena, de modo que si el ingenio desaparece durante unas horas no lo notará.
—¡Eso sería robar! —se indignó el kender.
—Digamos más bien que te limitarías a tomarlo prestado —lo corrigió el mago, retorcidos sus labios en una mueca socarrona—. ¡La causa lo merece! Caramon no se disgustará, al contrario, se sentirá orgulloso de ti. Le conozco, hemos compartido muchos avatares.
—Tienes razón —comprendió Tas con una llama de júbilo en los ojos—. Me convertiré en un héroe, más ensalzado que Kronin Thistleknot. ¿Cómo aprenderé el manejo del objeto mágico?
—Te daré instrucciones —ofreció Raistlin, acosado por un nuevo ataque de tos—. Vuelve dentro de tres días, ahora debes irte para que pueda reposar.
—Por supuesto —obedeció el kender, avanzando hacia la puerta. Preso de una nueva vacilación, se detuvo en el dintel y se disculpó—: No te he traído ningún obsequio para conmemorar las fiestas.
—Te equivocas, acabas de hacerme un presente de incalculable valor. Gracias.
—¿De verdad? —El hombrecillo no daba crédito a sus oídos—. Supongo que te refieres a mi designio de impedir el Cataclismo. Carece de importancia, en realidad…
De pronto, se encontró en medio del jardín, hablando a los rosales junto a un atónito clérigo que, tras ver cómo se materializaba en el linde del camino, le miraba desconcertado.
—¡Por la barba del gran Reorx! —se admiró Tasslehoff—. ¡Cuánto me gustaría ser capaz de obrar estos prodigios!
Las Trece Calamidades
En la jornada inaugural de las Fiestas de Invierno sobrevino la primera de las que más tarde se conocerían como las «
Trece Calamidades
» —Astinus las registró en sus Crónicas con el nombre de las «
Trece Advertencias
».
Amaneció un día tórrido, asfixiante. Nadie, ni siquiera los elfos, recordaba haber sufrido un calor tan riguroso en esta avanzada época del año. En el Templo las rosas Hiemis se marchitaban sobre sus tallos, las coronas de arbustos silvestres despedían aromas nauseabundos, como si las hubieran cocido en un horno, y la nieve que refrescaba el vino en los cubiletes de plata se fundía con tal rapidez que los criados, temerosos de que se echaran a perder las existencias, corrían afanosos de las bodegas subterráneas a los salones armados con residuos de escarcha, a duras penas conservados.
Raistlin despertó aquella mañana, en la media luz que precede al alba, enfermo hasta el punto de no poder abandonar el lecho. Yacía desnudo, bañado en sudor y preso de las febriles alucinaciones que lo habían impulsado a despojarse de sus vestiduras, y a retirar el mullido edredón. Todos los dioses se hallaban próximos, pero era una de las divinidades en particular, la suya, la Reina de la Oscuridad, la que estragaba su salud. Sentía su ira aún con mayor intensidad que la de los otros entes superiores, unidos en una común indignación por la osadía del Príncipe de los Sacerdotes al pretender destruir el equilibrio que ellos mantenían en el mundo.
La soberana de las tinieblas se le había aparecido en sus sueños, mas no había elegido la forma espeluznante que cabía imaginar. No pobló la mente del hechicero un terrible reptil de cinco cabezas, el Dragón de «Todos los Colores y Ninguno» que había de esclavizar a los súbditos de Krynn durante la Guerra de la Lanza. No la visualizó como el «Guerrero Oscuro», conduciendo a sus legiones a la muerte. No, se reencarnó ante él bajo la apariencia de la «Bella Tentadora», la más hermosa de todas las mujeres, provista de unas irresistibles dotes de seducción con las que, coqueta, había jugado toda la noche para poner a prueba la gloriosa debilidad de su carne.