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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El templo de Istar (63 page)

BOOK: El templo de Istar
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Entonces se le ocurrió. Se habían cumplido las predicciones de Raistlin, la turbonada se había disipado tan misteriosamente como empezó. Se puso en pie, oteó el panorama desde las cortinas y, al otro lado de la cámara, vio los haces solares que, tímidos, traspasaban la angosta claraboya.

No tenía idea de la hora pero, a juzgar por el brillo, debía estar próximo el mediodía. La procesión se iniciaría pronto y jalonaría las dependencias del santuario, en un sinuoso trayecto. El Príncipe de los Sacerdotes, si sus noticias eran ciertas, había convocado a los dioses para el momento en que el sol alcanzara el cénit.

El kender pensaba en todo esto, cuando oyó un tañir de campanas sobre su cabeza, tan trepidante que su ruido le pareció más ensordecedor que el del trueno. Por un momento se preguntó si estaba condenado a vivir con un perenne zumbido resonando en sus tímpanos, mas se hizo el silencio en la torre y, de inmediato, murió el repiqueteo de sus sienes. Aliviado, se asomó de nuevo a la estancia para asegurarse de que nadie había acudido a ultimar los preparativos. ¡Cuál no sería su sorpresa al atisbar una sombra en la nave central!

Retrocedió y, dejando una mera rendija entre los pliegues, aplicó un ojo resuelto a no perderse nada. La figura tenía la cabeza inclinada, sus pasos eran lentos e inciertos. Hizo una pausa a fin de apoyarse en uno de los bancos de piedra que flanqueaban el altar, como si el cansancio le impidiera seguir, y se arrodilló en el suelo. Aunque le cubrían las albas vestiduras que portaban casi todos los moradores del Templo, Tas creyó advertir algo familiar en aquel ser, de modo que, tras constatar que el recién llegado no prestaba atención a los cortinajes, se arriesgó a ensanchar su campo de mira.

«¡Crysania! —susurró al reconocerla—. ¿Qué hace aquí antes de que arribe el cortejo?»

Un amargo desengaño atenazó su garganta. ¿Y si la sacerdotisa se proponía impedir el Cataclismo por su propia iniciativa? No, Raistlin lo había elegido a él, no debía sacar conclusiones precipitadas.

Más sosegado, espió los movimientos de la dama. Estaba hablando o quizás orando, era difícil adivinarlo. El kender tuvo que hacer un esfuerzo para no aproximarse y rogarle que alzara la voz. Se conformó, no obstante, con situarse lo mejor posible y aguzar el oído.

—Paladine, prudente dios del Bien eterno, escucha mi plegaria en este día trágico —murmuró quedamente Crysania—. Sé que no puedo evitar el suceso que se avecina, y que quizá sea tan sólo una flaqueza de mi fe cuestionar tus resoluciones, pero he de suplicarte que me ayudes a comprender. Si tengo que morir revélame el motivo, convénceme de que mi sacrificio será útil al mundo. Demuéstrame, te lo ruego, que no he fracasado en todos los cometidos que debía desempeñar en Istar.

«Permíteme que permanezca aquí, sin ser vista, para presenciar aquello que ningún mortal ostentó el privilegio de contemplar ni relatar: el encuentro del Príncipe con las divinidades. Es un hombre bondadoso, acaso en demasía. Mis creencias, las que creía más arraigadas, penden de un hilo —añadió, en un siseo tan tenue que Tas apenas distinguía sus palabras—. Necesito que justifiques ante mí tu terrible acción, aunque se trate de uno de tus inescrutables designios prometo acatar tu voluntad. Si tal es tu deseo, o mi sino, pereceré junto a quienes perdieron la fe en los auténticos dioses…

—No es ésa la expresión adecuada, Hija Venerable —la corrigió una voz surgida de la nada, tan imprevista que el kender casi cayó de bruces—. Di mejor que su fe en los dioses verdaderos fue sustituida por la esclavitud a los falsos, la riqueza, el poder, la ambición.

Crysania levantó la cabeza y emitió un grito ahogado que Tas coreó si bien fue el rostro de la mujer, no el refulgente contorno que se materializaba a su lado, lo que provocó su pasmo. Exhibía en sus rasgos la huella de varias noches en vela, los oscuros ojos se hundían en sus cuencas y le conferían un aire espectral. Su tez, demacrada, enmarcaba unos labios exangües, resecos, y su cabello, que no se había molestado en peinar, se enmarañaba como una negra telaraña en torno a aquel semblante que oteaba, entre alarmado y temeroso, a la fantasmal figura.

—¿Qu-quién eres? —balbuceó la dama.

—Me llamo Loralon, y he venido para llevarte conmigo. Los hados no han dictaminado que mueras, Crysania, eres la última sacerdotisa auténtica de Krynn y deseo ofrecerte que te unas a nosotros, a los clérigos que abandonaron el Templo días atrás.

—Loralon, el más respetable eclesiástico de Silvanesti —murmuró ella—. No puedo irme, todavía no —rehusó, después de estudiar a su oponente y desviar la mirada hacia el altar—. He de escuchar al Príncipe, despejar las incógnitas que me atormentan. —Su aparente firmeza contrastaba con su manera de retorcerse las manos.

—¿No entiendes ya lo suficiente? ¿Qué más buscas, Hija Venerable? —inquirió Loralon severo—. Por ejemplo, ¿qué sintió tu alma la pasada noche?

Crysania tragó saliva antes de susurrar, apartándose la melena de la faz:

—Humildad, sobrecogimiento. Todos experimentamos lo mismo en presencia del poder de las divinidades.

—¿Estás segura? —indagó el anciano, persistente—. ¿No te ha asaltado la envidia, el deseo de emularles? ¿No te gustaría alzarte a su mismo nivel?

—¡No! —vociferó la mujer, pese a que el rubor de sus pómulos desmentía tan tajante negativa.

—Acompáñame, Crysania —la instó el regio elfo—. La fe sincera no precisa demostraciones, pruebas tangibles para creer lo que el corazón juzga justo.

—Los mandatos de mi corazón no hallan eco en mi mente —repuso la sacerdotisa—. Son simples sombras, por eso debo palpar la verdad, penetrarla a plena luz. No, no he de partir. Me quedaré en la cámara y escucharé sus palabras. No me entregaré a unas divinidades a las que no puedo defender sin conocimiento de causa.

Loralon la examinó detenidamente, con más piedad que ira, y sentenció:

—Tú no penetras la verdad como presumes, te sitúas frente a su luminosa aureola y divisas una sombra, la tuya. No adquirirás la facultad de ver hasta que sean las tinieblas las que te cieguen, unas tinieblas infinitas. Adiós, Hija Venerable.

Tasslehoff pestañeó. ¡El anciano elfo se había evaporado! ¿Había visitado en realidad la cripta, o era producto de su imaginación? Vencido el inicial desconcierto el kender concluyó que él no podía haber inventado tan insondables frases. ¿Qué significaba el extraño parlamento que pronunció el clérigo antes de desaparecer? ¿Qué quiso decir Crysania al aseverar que había viajado en el tiempo para morir?

Su desazón no duró mucho, al rato recordó jubiloso que ambas dignidades ignoraban su proyecto de impedir el Cataclismo. Era lógico que Crysania se sintiera deprimida, que fuera víctima de tal extravío.

«Probablemente recobrará el ánimo cuando descubra que el mundo no va a ser devastado», reflexionó el hombrecillo.

En aquel momento percibió, en la distancia, un coro de voces que entonaban un salmo. ¡La procesión había salido del edificio central! En su alborozo escapó de sus labios una exclamación que, pese a sofocarla de inmediato cubriendo su boca con la mano, podría haberle delatado de no estar Crysania absorta en sus cábalas. Sometió a un último escrutinio a la dama que, ahora sentada, se convulsionaba al son de la música, como si ésta fuera una pócima dolorosa. El kender hubo de reconocer que, en efecto, las notas llegaban en una áspera discordancia, debido, tal vez, a la distancia. Sea como fuere, la sacerdotisa tenía la tez tan cenicienta que Tas se alarmó. Sin embargo, se sobrepuso a su desmayo, y el pequeño espía respiró al distinguir sus apretados labios, y el leve color que teñía sus pómulos.

—Pronto te restablecerás del todo —la reconfortó en un siseo inaudible, antes de agazaparse entre las cortinas y extraer de su bolsa el portentoso ingenio. Sentándose, se dispuso a esperar con el arcano artefacto en la mano.

La procesión se prolongó durante siglos, o al menos así se le antojó al kender. Se dijo entre bostezos que las misiones importantes eran ciertamente tediosas, a la vez que renacía su antigua inquietud de no ser valorado en su justa medida cuando todo hubiera concluido. Le habría gustado entretenerse jugando con aquel espléndido objeto, pero se había grabado en su memoria la orden de Raistlin de no manipularlo hasta el instante oportuno, de respetar sus directrices al pie de la letra, y tuvo que desistir. Tan seria había sido la expresión de sus ojos, tan fría su voz, que incluso traspasó la capa de despreocupación en que se envolvía Tas. En una actitud de obediencia insólita en él, el hombrecillo no se atrevía casi a moverse.

Cuando empezaba a desesperar, y su pie derecho perdía la sensibilidad, oyó un estallido de voces en el exterior de la estancia. Una brillante luz traspasó las cortinas y, pese a su esfuerzo de refrenar su curiosidad, Tasslehoff no pudo sustraerse a dar una rápida ojeada. Después de todo, nunca había visto al Príncipe de los Sacerdotes. Persuadido de que debía seguir con atención las evoluciones del mandatario, se asomó a la rendija que antes abriera.

—¡Por el gran Reorx! —exclamó, tan deslumhrado a causa de la luminosidad que hubo de poner la mano como visera sobre sus párpados.

Revivió la ocasión, hacía ya muchos lustros, en que intentó examinar el sol para discernir si era un gigante o una moneda de oro y, en este último caso, arrancarlo de la bóveda celeste. Permaneció tres días postrado con una venda en los ojos.

«¿Cómo lo hará?», se preguntó, aventurándose a posar la mirada en el cegador halo.

Penetró la resplandeciente nebulosa como hiciera con el astro, y le fue revelada la verdad. El sol era un coloso, el Príncipe tan sólo un hombre. El kender no experimentó la desolación que se adueñara de Crysania cuando, a través del falaz escudo, detectó a la criatura humana, acaso porque él no tenía ideas preconcebidas sobre su aspecto. Los miembros de su raza no se dejaban impresionar por nadie —excepción hecha de la zozobra que agitaba a Tas en presencia de Soth, el Caballero de la Muerte—, y tal fue el motivo de que apenas le sorprendió comprobar que el Sumo Sacerdote no era sino un mortal de mediana edad, con una incipiente calvicie y unos ojos azules tan desorbitados como los del ciervo que se enmaraña en un arbusto de espino. Más que asombro, sintió una cierta desilusión.

«Me he metido en un embrollo para nada. No salvaré a mis congéneres del Cataclismo, porque no habrá tal. Dudo que este hombre sea capaz de provocar la cólera de los dioses; yo no le arrojaría ni una tarta, así pues ¿cómo han de desplomar ellos una montaña ígnea?», recapacitó irritado.

Pero, no teniendo otro quehacer que lo reclamase, resolvió quedarse y esperar. Quizás aún se le brindaría la oportunidad de utilizar el ingenio mágico, algo había de suceder. Trató de distinguir a Crysania, ansioso por espiar sus reacciones, mas el halo que rodeaba al Príncipe era tan brillante que ensombrecía toda la estancia.

El mandatario avanzó hacia el altar despacio, oteando nervioso el panorama. Tas temió que atisbara a la sacerdotisa pero, bañado en su propia luz, pasó por alto su oscuro perfil. Al llegar frente al ara no hincó la rodilla, sino que meneó la cabeza disgustado y se mantuvo erguido.

Desde su privilegiado punto de mira, a la izquierda de la cripta, Tas pudo estudiar el desmitificado rostro del eclesiástico mientras, una vez más, aferraba el artilugio arcano. Su excitación fue en aumento al vislumbrar que el terror de los acuosos ojos azules se difuminaba tras una máscara de arrogancia.

—Paladine —bramó, y el kender tuvo la impresión de que conferenciaba con un subordinado—. Paladine, conoces la perversidad que me cerca, has sido testigo de las calamidades que han asolado Krynn en los últimos días. Sabes que esta malignidad va dirigida contra mí, pues soy el único que la combate, y no puedes por menos que admitir que tu doctrina de equilibrio no produce los resultados deseables.

La voz del Príncipe perdió la resonancia del clarín para asumir la delicadeza de una flauta.

—Comprendo que debías respetar estos postulados en los viejos tiempos, cuando la falta de fuerza te obligaba a pactar. Pero hoy me tienes a mí, tu brazo derecho, tu auténtico paladín en el mundo. Con nuestro poder combinado erradicaremos el Mal. ¡Destruye a los ogros, pon a raya a los descarriados humanos, asigna territorios lejanos a los enanos, los kenders y los gnomos, razas que por tu gusto nunca habrías creado!

«¡Esto es insultante! ¡Cuánto me gustaría lanzar un volcán sobre su cabeza!», se rebeló Tasslehoff para sus adentros.

—Reinaré glorioso, seré el artífice de una nueva era que rivalizará con la de los Sueños —propuso el mandatario en un crescendo, extendidos sus brazos—. Le otorgaste tal gracia a Huma, un caballero renegado de humilde cuna. Te pido, te exijo, Paladine, que me prestes tu poder a fin de aniquilar las sombras que se ciernen sobre nuestras tierras.

El Príncipe enmudeció, aguardando respuesta. También el hombrecillo se inmovilizó expectante, cerrados los dedos en torno al ingenio mágico.

Muda, implacable, la contestación impregnó el ambiente. Al sentirla en sus vísceras el kender fue preso de un pavor que nunca antes había experimentado, ni siquiera en la proximidad del Robledal de Shoikan o del caballero Soth. Temblando, desencajado, se arrodilló y bajó la cabeza para, en tan humilde postura, solicitar la misericordia del invisible hacedor. Oyó cómo, al otro lado del cortinaje, alguien coreaba sus incoherentes murmullos y comprendió que Crysania seguía en la cripta y, al igual que él, era consciente de la ira que les acechaba, más violenta que los truenos de la tempestad.

El Príncipe de los Sacerdotes no despegó los labios. Se limitó a alzar la vista hacia un cielo que no podía columbrar a través de los anchos salones, ni a través de los tejados del Templo… un cielo que, en realidad, nunca se ofrecería a su percepción a causa de la engañosa aureola tras la cual se parapetaba.

17

Caramon clama venganza

Una vez hubo decidido su curso de acción, Caramon se abandonó a un profundo sueño y, durante varias horas, lo acunó el tan necesario olvido. Se despertó de un respingo a sentir la proximidad de Raag que, inclinado sobre él, rompía sus cadenas.

—¿Vas a liberarme también de éstas? —preguntó el guerrero, alzando sus atadas muñecas.

El ogro meneó la cabeza en ademán negativo. Aunque no creía que Caramon fuera tan imprudente como para atacar a su secuaz desarmado, Arack había leído el mensaje de locura que destilaran las pupilas del hombretón la pasada noche y no quería correr riesgos.

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