El templo de Istar (58 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

BOOK: El templo de Istar
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Cerrando los ojos, tembloroso su cuerpo en aquella estancia que se mantenía gélida pese al abrasador clima, el mago evocó una vez más la negra melena que lo acariciara, su insinuante contacto, rememoró cómo había alzado las manos y, entregado a su hechizo, había apartado el enmarañado cabello… ¡para descubrir el rostro de Crysania!

Al diluirse el sueño, su cerebro, aunque maltrecho, recuperó el control. Ahora estaba despierto, exultante en su victoria sin, por ello, ignorar el precio que había tenido que pagar. Como un recordatorio, le asaltó un nuevo espasmo de tos.

«No cederé —farfulló cuando pudo respirar normalmente—. No te resultará fácil abatirme, mi Reina.»

Se incorporó bamboleante, tan débil que se vio forzado a descansar entre uno y otro movimiento y, tras cubrirse con la Túnica Negra, se dirigió a su escritorio. Maldiciendo el dolor que azotaba su pecho, abrió un antiguo texto sobre artefactos arcanos e inició una laboriosa búsqueda.

También Crysania había dormido mal. Al igual que Raistlin, sintió la vecindad de los dioses aunque, en su caso, fue Paladine el que más evidenció su presencia. La invadió su cólera, teñida de un pesar tan hondo, tan devastador, que la sacerdotisa no pudo soportarlo. Abrumada por la culpa que denunciaban sus mismas entrañas, desvió la mirada de aquella bondadosa faz y huyó. Corrió sin rumbo, en un mar de lágrimas, convencida de que se precipitaba en un abismo eterno. En el instante en que su alma estallaba, corroída por el miedo, unos fuertes brazos la rescataron. La envolvieron unos aterciopelados ropajes negros, que ocultaban un cuerpo enteco pero musculoso, y unos dedos flexibles acariciaron su cabello como si desearan devolverle el sosiego. Alzó los ojos y se tropezó con el semblante…

El tañir de unas campanas rasgó el silencio. Sobresaltada, Crysania se sentó en el lecho y espió los rincones de su alcoba. Recordó la figura que había visto, su tibieza reconfortante y, enterrando su rostro en las palmas abiertas, prorrumpió en sollozos.

Tasslehoff, al despertar, sufrió la punzada del desencanto. Hoy era el día en que, al decir de Raistlin, debían producirse fenómenos extraños y sin embargo, cuando oteó el panorama bajo la luz grisácea que se filtraba por la ventana, el único espectáculo que se ofreció a sus ojos fue el cuerpo de Caramon. Tendido en el suelo, resoplando, el gladiador realizaba sus ejercicios matutinos.

Aunque el hombretón ocupaba sus largas jornadas en practicar el manejo de las armas, o en ensayar junto a sus compañeros nuevas argucias bélicas, tenía que librar una interminable batalla contra el exceso de peso. Le habían aliviado la dieta y, ahora, le permitían comer casi los mismos alimentos que a los otros, pero el enano no tardó en percatarse de que no sólo sus platos igualaban a los de los restantes esclavos, sino que engullía cinco veces más que éstos.

En el pasado Caramon comía por placer. Ahora, en cambio, eran el nerviosismo y su obsesión por Raistlin los que lo inducían a buscar consuelo en los alimentos, como otros se entregaban a la bebida. De hecho, él mismo lo intentó una vez, ordenando a Tas que sustrajese un frasco de aguardiente enanil y lo escondiese en la alcoba. Pero, poco habituado a los licores fuertes de esta época remota, sufrió un espantoso mareo que, por otra parte, hizo las delicias del kender.

Temeroso de que se malograsen sus progresos, Arack decretó que el luchador sólo ingeriría raciones normales si efectuaba diariamente una serie de extenuantes ejercicios. Caramon se preguntaba a menudo cómo se enteraba el enano siempre que prescindía de algunas de las evoluciones prescritas en su tabla, ya que solía ponerse manos a la obra antes de que se despertaran los otros esclavos. Pero, de una u otra manera, sus leves engaños llegaban a oídos del maestro de ceremonias de los Juegos. En cuanto «olvidaba» esta o aquella práctica, le prohibía el acceso al comedor la poderosa maza de Raag.

Hastiado de escuchar gemidos, reniegos y voces de su amigo, Tas se encaramó a una silla para asomarse al exterior y, así, comprobar si ocurría algo singular. Lo que vio no fue decepcionante.

—¡Mira, Caramon! —exclamó pletórico—. ¿Habías observado antes un cielo como éste, de un color tan raro?

—Noventa y nueve, cien —jadeó el hombretón en lugar de responder.

Con un ruido sordo, contundente, que agitó toda la habitación, el gladiador se acostó sobre su ahora pétreo vientre a fin de descansar unos segundos y, transcurrido este lapso, se izó sobre el suelo para aproximarse a los barrotes del ventanuco. Mientras caminaba se secó el sudor del cuerpo con un lienzo limpio.

Lanzó una indiferente mirada a la bóveda celeste, convencido de no tropezarse sino con un alba ordinaria, mas tuvo que admitir que el kender tenía razón. Pestañeó, abrió los ojos de par en par y admitió:

—No, nunca vi nada igual. Y recuerdo haber presenciado grandes portentos en mi tiempo.

—¡Oh, Caramon, Raistlin estaba en lo cierto! —vociferó el hombrecillo—. Él afirmó…

—¿Raistlin? —se sorprendió el guerrero.

Tas tragó saliva, había cometido una indiscreción al mencionar al nigromante. Pero su compañero no se rindió, aumentó su interés al detectar su balbuceo.

—¿Cuándo has hablado con mi hermano? —insistió con su voz cavernosa, inapelable.

—¿Cómo, no te mencioné que ayer estuve en el Templo? —disimuló el kender.

—Sí, pero…

—¿Por qué otra razón iba a ir allí, salvo para ver a nuestros amigos? —lo interrumpió el pícaro hombrecillo—. Te dije que había conversado con Raistlin, y también con Crysania. ¡Oh, vamos, nunca me escuchas! —reprochó al guerrero, tan en su papel que hasta se sintió realmente herido—. Te sientas todas las noches en el camastro y comienzas a elucubrar, a conferenciar contigo mismo. Si yo te anunciara que se está hundiendo el techo serías capaz de responder: «Eso es espléndido Tas».

—No intentes confundirme, kender, de haberme contado que…

—La sacerdotisa, tu hermano y yo mantuvimos una charla deliciosa —lo atajó de nuevo el pequeño embustero—. Versó sobre las Fiestas de Invierno y, a propósito, deberías dejarte caer por el Templo para contemplar su magnífica decoración. Está repleto de rosas, flores silvestres y apetitosos dulces. ¡Ahora que me acuerdo, no te di las golosinas que recogí de una de las bandejas! Las guardo en mi saquillo, espera un momento. —Pero Caramon lo tenía arrinconado, así que hubo de rectificar—. No importa, no se echarán a perder si las busco un poco más tarde. ¿Qué quieres saber? ¡Ah, sí, mi conferencia! Verás, descubrí algo excitante: Tika no se equivocó al afirmar que ella está enamorada de Raistlin.

Caramon parpadeó, incapaz de seguir el hilo de aquel discurso tan pleno de disgresiones. Tas, descuidado, no le ayudó a centrarse.

—No creas que es Tika quien ama a tu hermano, sino Crysania —aclaró sin detallar otros pormenores que le habrían resultado más útiles—. Fue muy divertido. Me hallaba yo apoyado en la puerta del aposento del mago, aguardando a que concluyeran su parlamento privado, cuando me asomé al ojo de la cerradura y, de un modo casual, observé que Raistlin se disponía a besarla. ¿Puedes imaginarlo, Caramon? Pero no lo hizo —se lamentó con un suspiro—. Le ordenó casi a gritos que se fuera y ella obedeció, aunque adiviné que no era tal su deseo. Vestía una elegante túnica bordada, estaba bellísima.

Al comprobar que la preocupación sustituía al enojo en el rostro del gladiador, el kender se relajó.

—Al quedarnos solos, surgió el tema del Cataclismo y tu gemelo preconizó que hoy, el gran día, se iniciarían una retahila de fenómenos extraños destinados a avisar a los habitantes de Istar de lo que se avecina. Son señales de los dioses para exhortarnos a la cordura.

—¿Enamorada de él? —murmuró Caramon. Con el ceño fruncido, se alejó de Tasslehoff y, así, lo dejó en libertad.

—En efecto, es un hecho innegable —confirmó el hombrecillo a la vez que corría hacia sus bolsas y, tras revolverlas, extraía los pasteles.

Las tartaletas estaban medio derretidas, mezcladas en una masa viscosa, y además se había adherido a su superficie una capa de los restos que pululaban en los saquillos del kender, pero a éste no le cupo la menor duda de que su amigo no se fijaría. Acertó, el luchador aceptó el manjar y empezó a devorarlo sin molestarse en estudiar sus ingredientes.

—Los hechiceros del cónclave me explicaron que necesita a un eclesiástico y, al parecer, no mintieron —masculló Caramon con la boca llena—. Eso indica que mi hermano no va a cejar en su empeño. ¿He de permitírselo o, por el contrario, intentar detenerlo? ¿Tengo derecho a interferirme? Y si ella lo acompaña, ¿no es acaso por su gusto? Quizá la beneficie su influjo, quizá, si le quiere lo bastante…

El humano hablaba en voz baja, lamiendo sus pegajosos dedos, y Tas se acostó en el jergón para aguardar cómodamente la llamada del desayuno. Caramon no le había preguntado con qué objeto visitó al nigromante, y el kender supo que nunca lo haría. Su secreto estaba a salvo.

El cielo permaneció despejado durante el día, tanto que se diría que uno podía elevar la vista hacia la vasta bóveda que cubría el mundo y vislumbrar sus reinos ocultos. Pero, aunque todos alzaron la mirada, a nadie se le ocurrió prolongar su escrutinio el tiempo suficiente para desvelar los misterios del firmamento. Lo que les inquietaba era aquel color peculiar que denunciara Tas, su matiz verdoso.

Era un verde inusual, malsano y feo que, combinado con el calor húmedo y el aire enrarecido, irrespirable, arruinó el regocijo que debería haber prevalecido en una fecha tan señalada. Quienes tenían que salir para asistir a las solemnidades recorrían las calles presurosos, evitando hablar de aquel absurdo tiempo que juzgaban un insulto personal. Y, si lo mencionaban, era en tonos apagados, conscientes del atisbo de miedo que amenazaba con destruir su talante festivo.

La fiesta que se celebró en el interior del Templo fue más alegre, pues tuvo lugar en las cámaras del Príncipe de los Sacerdotes y, por lo tanto, quedó aislada del mundo exterior. Nadie veía allí el extraño cielo lo que, unido a la presencia del beatífico dignatario, diluyó los malos humores. Separada de Raistlin, Crysania se dejó arrastrar por el hechizo y estuvo sentada al lado del Sumo Sacerdote durante largas horas. No despegó los labios, se limitó a mecerse en su halo pacificador hasta conjurar las ominosas pesadillas de la noche. Pero, antes, no pudo sustraerse a observar las tonalidades verduscas del cielo.

Tales pensamientos, no obstante, se le antojaron leyendas infantiles al entrelazarse con los sueños de la víspera. ¡El Príncipe de los Sacerdotes no podía ignorar las advertencias! Sabría interpretarlas, evitar el fatal desenlace. La sacerdotisa ansiaba alterar el curso de los acontecimientos y, si se revelaba imposible contrariar al destino, proclamar la inocencia de su paladín. Acunada por su luz, olvidó la imagen que había visualizado de un mortal preso del pánico, con la impotencia reflejada en sus pálidos ojos azules. Vio a un ser fuerte que denunciaba a los traicioneros ministros, víctima clarividente de sus insidias.

El público de la arena fue escaso en esta decisiva jornada, ya que la mayoría de los espectadores no osaron sentarse bajo un cielo verde cuyo color, además, se fue ensombreciendo a medida que avanzaba el día.

Los gladiadores, por su parte, se mostraron nerviosos, desasosegados, actuaron sin poner en sus farsas el empeño habitual. Los espectadores que resolvieron asistir lo hicieron con ánimo taciturno, negándose a aplaudir y ridiculizando incluso a sus favoritos.

—¿Tenéis a menudo este lúgubre manto sobre vuestras cabezas? —preguntó Kiiri, alzando la vista mientras, junto a Caramon y Pheragas, esperaba su turno en los pasillos—. Si es así, comprendo que mi pueblo haya preferido cobijarse en el fondo del mar.

—Mi padre solía surcar los océanos —gruñó el esclavo negro—, y mi abuelo antes que él. Yo, fiel a la tradición familiar, me inicié en el arte de navegar, pero tuve que renunciar cuando intenté infundir un poco de sentido común al primer oficial y, por hacerlo con una cabilla de maniobras, fui enviado a este circo para lavar mis culpas. Nunca, ni entonces ni ahora, vi un cielo de semejantes tonalidades. Presagia desgracias, podéis estar seguros.

—En efecto —asintió Caramon desazonado.

No podía por menos que repetirse que el Cataclismo sobrevendría dentro de trece días. Trece días más y sus dos amigos, tan entrañables como lo fueran Sturm y Tanis, perecerían. En cuanto a los restantes moradores de Istar, poco le importaban. A juzgar por las apariencias eran criaturas egoístas, a las que sólo movía el placer y el dinero —únicamente los niños le inspiraban un sentimiento de pesar—, pero sus dos compañeros… Tenía que hallar la manera de prevenirlos, si abandonaban la ciudad quizá se salvarían.

Absorto en sus meditaciones, apenas prestó atención a la lucha que se desarrollaba en la arena. La libraban el Minotauro Rojo, así apodado porque la pelambre que cubría su faz animal estaba teñida de unas conspicuas matizaciones encarnadas, y un joven gladiador, nuevo en los Juegos, que se había incorporado al circo hacía una semana. Caramon presenció su adiestramiento con la benevolencia que confiere la superioridad, y esbozó una sonrisa al evocar sus torpezas.

De pronto, notó que Pheragas, de pie a su lado, se ponía rígido. Volviendo a la realidad, inquirió:

—¿Qué sucede?

—Fíjate en ese tridente —lo instó el esclavo negro—. ¿Has visto alguno similar entre los pertrechos falsos?

El guerrero examinó minuciosamente el arma del Minotauro Rojo, encogiendo los ojos bajo el sol que, ardiente, refulgía en el pervertido cielo. Meneó la cabeza despacio, corroído por una creciente cólera. El joven estaba apabullado ante las certeras embestidas de su adversario, que se había debatido en la arena durante meses y, a decir verdad, debía rivalizar con el grupo de Caramon en el combate decisivo. La única razón de que el aprendiz resistiera tanto tiempo sus embates era que el minotauro, actor por naturaleza, lo azuzaba sin ensañarse, deseoso de arrancar carcajadas de la audiencia mediante sus teatrales aspavientos.

—Es un tridente auténtico, Arack se propone derramar la sangre del novicio —murmuró el hombretón—. Mira, no me he equivocado —añadió, señalando tres arañazos que en aquel instante aparecieron en el pecho del muchacho.

Pheragas nada contestó. Consultó con la mirada a Kiiri, quien se encogió de hombros.

—¿A qué vienen esos mudos intercambios? —vociferó Caramon a fin de imponerse a la algazara.

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