Read El templo de Istar Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
Crysania ignoraba qué clase de institución era aquélla, pero prefirió no indagar demasiado. Agradeció a su compañera tan amable ofrecimiento y abandonó el tema, solazado su espíritu. Al menos sabía dónde se hallaba el guerrero y, sobre todo, que nada malo le había ocurrido. Tranquila al constatar que no se había esfumado la posibilidad de volver a su tiempo con el concurso del hombretón, se relajó por completo.
—Mira, querida —le indicó la elfa—, alguien más viene a interesarse por tu salud.
—Hijo Venerable —saludaron ambas a Quarath, la visitante con una reverencia que ocultó a sus ojos el fugaz interrogante que se esbozó en el rostro del clérigo y el asentimiento de la otra dama.
—Me produce un gran regocijo verte restablecida —dijo el eclesiástico, acariciando la mano de Crysania y pronunciando su frase con tanta deferencia que ella se ruborizó—. El Príncipe de los Sacerdotes ha orado toda la noche para suplicar la gracia de los dioses, y le satisfará en extremo la prueba que éstos han manifestado, a través de ti, de su fe y poderío. Esta noche te lo presentaremos formalmente. Pero ahora —agregó, y al hacerlo interrumpió la respuesta de la huésped— debo ausentarme a fin de no entreteneros en vuestro sagrado propósito. Id a la sala de las plegarias, os lo ruego.
Se despidió con una sutil inclinación de cabeza y se alejó por el corredor.
—¿No asiste a los servicios? —inquirió Crysania, sin dejar de observarlo mientras se perdía en el esplendor de los rutilantes muros.
—No, querida, él acompaña al Príncipe en sus ceremonias privadas, poco después del alba. Quarath es el primer consejero de nuestro dignatario y, como tal, debe atender a asuntos de suma trascendencia a lo largo del día. Podría afirmarse que, si nuestro gobernante es el corazón y el alma de la iglesia, el Hijo Reverendo es su cerebro.
Durante todo su discurso Elsa no cesó de sonreír, divertida ante la ingenuidad de la sacerdotisa a la que ahora guiaba.
—¡Qué extraño! —exclamó esta última, pensando en Elistan.
—¿Extraño? —repitió la elfa en ademán reprobatorio—. El Príncipe de los Sacerdotes debe conferenciar con las divinidades, no puede exigírsele que se ocupe también de las cuestiones mundanas, de las minucias que surgen a cada instante.
—No, tienes razón —siseó Crysania turbada.
¡Qué provinciana y arcaica —aunque fuera una contradicción— debían hallarla estas criaturas! Siguió a Elsa por los ventilados, regios pasillos, y se dejó transportar por el armonioso repicar de las campanas que festoneaba, en lontananza, un coro de voces infantiles. En un callado éxtasis, la sacerdotisa rememoró los sencillos ritos que Elistan celebraba todas las mañanas y las principales tareas cotidianas que él mismo realizaba.
El servicio de su superior se le antojó insignificante, su labor un ultraje impuesto por los tiempos. Forzosamente había marchitado su salud —caviló Crysania con una punzada de pesar—, de haber estado rodeado de criaturas eficaces como las que aquí veía quizá no se habría acortado su vida.
«Esta situación tiene que cambiar», decidió, persuadida de que, además de los que ya había adivinado, existía otro motivo para su presencia en el pasado: había de restituir a la Iglesia a la gloria perdida. Temblando de excitación, fraguando planes destinados a obrar la metamorfosis, rogó a Elsa que le describiera el sistema interno por el que se regían las jerarquías de su institución. La interpelada halló sumo placer en extenderse sobre la cuestión mientras proseguían su marcha.
Centrado su interés en las explicaciones de su compañera, atenta a cada una de sus palabras, Crysania olvidó por completo a Quarath quien, en aquel momento, abría la puerta de su dormitorio y se introducía en él.
Un enano y un ogro
Quarath encontró la carta de Par-Salian en cuestión de segundos. Advirtió enseguida, al acercarse al tocador, que el joyero de oro había sido desplazado y, como tenía la llave maestra de todos los cerrojos y puertas del Templo, abrió la adornada caja sin dificultad.
El mensaje
mismo, sin embargo, no era fácil de descifrar. Tardó sólo unos momentos en absorber su contenido y grabarlo en su mente, pues su portentosa retentiva le permitía memorizar cuanto veía, pero tras pasar breve revista al texto en su imaginación comprendió que no tenía sentido y que debería pasar varias horas dándole vueltas, hasta que se hiciera la luz.
Abstraído en tales meditaciones, el clérigo dobló el papel de arroz y lo restituyó al joyero que, a su vez, depositó en la posición exacta en que lo había hallado. Cerró la tapa herméticamente, registró sin excesivo interés los cajones de la estancia y salió de nuevo al pasillo.
Tan asombrosa y desconcertante era aquella carta que el sacerdote decidió cancelar todas sus entrevistas de aquella mañana, delegando las más urgentes en sus subordinados y aplazando las otras. Fue a su estudio, se encerró en absoluta soledad y examinó cada frase, cada palabra de la singular misiva.
Al fin logró componer el rompecabezas, no a entera satisfacción pero sí, al menos, lo suficiente como para trazarse un plan. Había tres conceptos claros. Primero, que la mujer rescatada pertenecía a una Orden clerical, aunque relacionada con magos y eso la convertía en sospechosa. En segundo lugar, que el Príncipe de los Sacerdotes corría peligro. No le sorprendió. Los hechiceros tenían buenos motivos para odiarlo y temerlo. Y, por último, que el individuo que habían arrestado en la calleja era un asesino. Puesto que viajaba con Crysania, ésta podía ser su cómplice.
Quarath sonrió, felicitándose por haber tomado las medidas adecuadas para responder a la amenaza. Se había ocupado de que el humano, que al parecer se llamaba Caramon, prestara sus servicios en un lugar donde, de vez en cuando, ocurrían accidentes fortuitos.
Crysania, por su parte, se albergaba entre los muros del Templo, lo que posibilitaba su vigilancia y le daba, además, la oportunidad de interrogarla con sutileza.
Suspiró aliviado. Había despejado las principales incógnitas, así que procedió a ordenar su almuerzo con la tranquilidad de que, al menos de momento, su máximo dignatario estaba a salvo de cualquier maquinación.
Quarath era una criatura insólita en muchos aspectos y, entre otras, poseía la envidiable cualidad de conocer sus propias limitaciones a pesar de su alto grado de ambición. Necesitaba al Príncipe porque no abrigaba el menor deseo de usurpar su rango. Se conformaba con regocijarse bajo el aura luminosa de su señor mientras, sin aspavientos, extendía su control y autoridad sobre el mundo, siempre en nombre de la Iglesia.
Al expander su poderío aumentaba, asimismo, el de su raza. Imbuidos de su superioridad sobre las criaturas que poblaban Krynn, persuadidos de su innata bondad, los elfos eran una fuerza viva en los estamentos eclesiásticos.
Había sido una decisión desafortunada de las divinidades, en opinión de Quarath, crear razas más débiles, como por ejemplo los humanos, que a lo largo de su enloquecida existencia constituían una presa fácil para las tentaciones del Mal. Pero ellos, los elfos, estaban aprendiendo a paliar los efectos nocivos de la perversidad, tras determinar que si no podían eliminarla —aunque no cejaban en este empeño— habían de sumar esfuerzos para contener su avance. Era la libertad la que alimentaba la propagación del Mal, ya que los hombres abusaban demasiado a menudo de tal prerrogativa. Se había convertido en algo imprescindible imponer unas normas, especificar sin ambigüedades ni matices lo que podía o no hacerse, y restringir así el creciente libertinaje. El clérigo creía que, de aplicarse sus métodos, los humanos saldrían perdiendo pero acabarían por acostumbrarse.
En cuanto a las otras razas de Krynn, los gnomos, los enanos y los kenders —volvió a suspirar—, Quarath había conseguido confinarlos, con la Iglesia como estandarte, en territorios aislados donde no causaban problemas y, a la larga, se extinguirían sin que nadie lo percibiera. De todos modos este plan sólo surtía efecto entre los gnomos y los enanos que, por otra parte, no deseaban mezclarse con las demás criaturas de su mundo. Los kenders, los más conflictivos, no se doblegaban y continuaban errando a su antojo, complicando la situación y disfrutando de la vida.
Todas estas cavilaciones cruzaron por la mente del clérigo mientras engullía su almuerzo y comenzaba a perfilar sus próximos movimientos. No se precipitaría en lo que atañía a Crysania, no era su estilo ni, en realidad, el de los elfos en su conjunto. Observar y aguardar en toda circunstancia, tal era su lema. Lo único que, por ahora, necesitaba era más información. A tal efecto, hizo sonar la campanilla que reposaba en un velador cercano y el joven acólito que llevara a Denubis a presencia del Príncipe de los Sacerdotes acudió a su llamada, tan presto y silencioso que se diría que, en lugar de abrir la puerta, había entrado por su rendija inferior.
—¿Qué deseas ordenarme, Hijo Venerable?
—Te daré dos sencillos encargos, que cumplirás de inmediato —anunció Quarath sin alzar la vista, ya que estaba escribiendo una nota—. Entrega esto a Fistandantilus, hace tiempo que no lo invito a cenar y tenemos que discutir ciertas cuestiones.
—Fistandantilus no está aquí, señor —respondió el acólito—. Cuando me has requerido me disponía a comunicártelo.
—¿Que no está?
—No, Hijo Venerable. Partió anoche, o eso suponemos. Desde entonces nadie lo ha visto, y esta mañana hemos hallado su aposento vacío. Tanto él como sus pertenencias han desaparecido. Se cree, por algunos comentarios que hizo, que se desplazó a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, donde según los rumores los hechiceros celebran un cónclave.
—Un cónclave —repitió el eclesiástico frunciendo el ceño. Permaneció callado unos segundos, sin emitir más sonido que el que provocaba la punta de su pluma al repiquetear sobre el papel.
Wayreth estaba lejos, aunque quizá no lo suficiente… Evocó una extraña palabra que aparecía en la carta de Crysania: Cataclismo. ¿Acaso los magos se habían confabulado para desencadenar una catástrofe devastadora? Se le heló la sangre en las venas con sólo pensarlo y, despacio, destruyó la nota.
—¿Se han rastreado sus pasos?
—Por supuesto, mi señor, dentro de lo posible dado su esquivo talante. Durante meses no abandonó el Templo y, de súbito, ayer se personó en el mercado de esclavos.
—¿Cómo? —se asombró Quarath. Un escalofrío recorrió su cuerpo—. ¿Qué hizo allí?
—Compró dos esclavos, Hijo Venerable.
El clérigo nada dijo, se limitó a consultar con los ojos a su oponente.
—No los adquirió personalmente —explicó éste—, encomendó tal tarea a uno de sus subordinados.
—¿Quiénes eran los esclavos? —inquirió Quarath, si bien conocía la respuesta.
—El humano y el kender a los que se acusó de asaltar a la sacerdotisa.
—Di instrucciones concretas de que fueran vendidos al enano o enviados a las minas.
—Arack hizo cuanto pudo para obedecerte, señor, y lo cierto es que el enano pujó por ellos. Pero los agentes del Ente Oscuro ofrecieron una suma insuperable y hubo que adjudicárselos, de lo contrario habría surgido el escándalo. Además, el esbirro de Fistandantilus los mandó directamente a la Escuela, como tú deseabas.
—Comprendo —murmuró Quarath.
Todo encajaba, el enigmático hechicero incluso había tenido la temeridad de comprar al asesino sin disimulos. Luego se desvaneció, acaso para informar del éxito de su misión. Pero no, algo iba mal en el entramado. ¿Por qué iban a rebajarse los magos a utilizar criminales? Fistandantilus, de habérselo propuesto, podría haber matado al Príncipe de los Sacerdotes en incontables ocasiones. Pobre Quarath, se sentía como si hubiera abandonado una senda limpia e iluminada para internarse en un bosque lóbrego y traicionero.
Tanto rato se mantuvo en silencio el eclesiástico que el joven acólito carraspeó tres veces consecutivas, recordándole así discretamente su presencia, antes de que volviera a reparar en él.
—¿Deseabas confiarme otra tarea, señor? —preguntó al ver que levantaba los ojos.
—En efecto —asintió éste—, y la noticia que me has dado le confiere una especial importancia. Quiero que te encargues tú mismo de comunicar al enano que lo espero. He de hablar con él sin tardanza.
El joven hizo una respetuosa reverencia, y se fue. No era preciso puntualizar a qué enano se refería Quarath, sólo había uno en Istar.
Nadie sabía a ciencia cierta quién era Arack Rockbreaker, ni de dónde procedía. Nunca aludía a su pasado y, por regla general, se enfurecía tanto cuando se hacía algún comentario al respecto que al instante se cambiaba de tema. Circulaban ciertas especulaciones interesantes sobre el particular, siendo la más extendida que había sido desterrado de Thorbardin, antigua capital de los Enanos de las Montañas, en castigo a un abominable delito. Ningún habitante de Istar se aventuró a insinuar en qué consistió su crimen, ni tuvo en cuenta un hecho que habría dado al traste con tales conjeturas: los enanos no imponían nunca la pena del exilio, por considerar más humanitario el ajusticiamiento.
Otros rumores persistían en identificarle como un dewar, una raza de enanos malvados que casi fueron exterminados por sus primos y, ahora, llevaban una vida miserable en las entrañas de la tierra. Aunque Arack en nada se asemejaba a los dewar, ni en su físico ni en su conducta, esta creencia se popularizó debido a que su compañero favorito, el único a decir verdad, era un ogro. Y también había quienes afirmaban que el enano no era oriundo de Ansalon, sino de un continente ignoto situado al otro lado del mar.
En un punto había consenso: su rostro era el más abyecto que nunca se vio en un miembro de su raza, con dos aserradas cicatrices que lo surcaban en vertical y lo contraían en una perpetua mueca. No había un gramo de grasa en su cuerpo y, al moverse, adoptaba una actitud felina que se contradecía cuando, al interrumpir su marcha, se plantaba en el suelo con tal firmeza que parecía formar parte de ella.
Cualquiera que fuese su patria, Arack llevaba tantos años establecido en la ciudad que apenas se suscitaba el enigma de su origen. Él y su ogro, un monstruo llamado Raag, acudieron a Istar para participar en los Juegos en una época en que, todavía, conservaban su realismo primitivo. Se convirtieron de inmediato en los preferidos del público y eran numerosos los habitantes que recordaban cómo entre ambos derrotaron a Darmoork, el poderoso minotauro, en tres asaltos. Todo comenzó cuando Darmoork arrojó al enano fuera de la arena y Raag, en un acceso de ira, alzó en volandas al contrincante e, ignorando las terribles heridas de puñal que hendían su carne, le ensartó en la afilada cúspide del Obelisco de la Libertad que se erguía en el centro de la plaza.