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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El templo de Istar (45 page)

BOOK: El templo de Istar
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Tanta era la turbación de Caramon, que se encogió en su banco como si quisiera que se lo tragase la tierra. Había alguien sentado frente a él, pero el corpulento guerrero no soportó la idea de enfrentarse a su burla y prefirió ignorarlo. Tasslehoff, sin embargo, no era presa de tales inhibiciones. Encaramándose al largo asiento junto a su amigo, estudió al desconocido sin el menor rubor.

—Me llamo Tasslehoff Burrfoot —lo saludó, al mismo tiempo que le tendía su pequeña mano—. También soy nuevo aquí.

El kender estaba ofendido porque nadie lo había presentado y aún aumentó más su disgusto cuando su vecino, un humano de tez negra que también exhibía la argolla del servilismo, le dirigió una mirada desdeñosa y decidió dialogar con Caramon.

—¿Sois socios? —le preguntó.

—Sí —contestó el interpelado, agradeciéndole en su fuero interno que no se hubiera referido al incidente con Raag.

De pronto, penetraron en sus vías olfativas los aromas de los manjares, y los olisqueó hambriento. Se le hizo la boca agua al inspeccionar el plato del hombre negro, provisto de una amplia ración de carne de venado, patatas y gruesas rebanadas de pan.

—Parece que, al menos, nos alimentarán bien —comentó con un suspiro.

Advirtió el guerrero que su vecino espiaba su abultado vientre y, en actitud socarrona consultaba con los ojos a una mujer alta, de espectacular belleza, que tomó asiento a su lado y depositó en la mesa una fuente rebosante de exquisiteces. Caramon, deslumbrado, hizo un torpe esfuerzo para levantarse.

—Señora, soy vuestro humilde servidor— dijo, a la vez que se inclinaba en una reverencia.

—¡Siéntate, asno! —lo espetó la dama enfurecida—. ¡No nos pongas en ridículo a ambos! —Su curtida tez se oscureció.

Había acertado, algunos de los comensales rieron entre dientes. La mujer los fulminó con los ojos, apoyando su desafío mediante un rápido gesto por el que aferró una daga ceñida a su cinto. No era necesaria tal violencia, el verde fulgor de sus ojos bastó para que terminara la chanza y todos se ocuparan de vaciar sus platos en silencio. La retadora fémina aguardó hasta asegurarse de que los había amedrentado, y también ella empezó a engullir su ágape en rápidos bocados, que apenas tenía tiempo de ensartar en su tenedor.

—Lo siento —balbuceó Caramon—. No era mi intención incomodarte.

—Olvídalo —contestó ella con voz gutural. Su acento era extraño, el guerrero no lograba identificarlo. En cuanto a su apariencia, era la de una humana salvo en el color entre plomizo y verdoso de su cabello que, junto a su peculiar manera de hablar (más aún que la de los otros presentes), imposibilitaba su clasificación dentro de una raza definida. Mientras él examinaba aquella melena lacia, densa, que llevaba recogida en una larga trenza, la mujer prosiguió—: Sé que acabas de llegar, por eso no conoces las normas. No debes tratarme de un modo especial, soy igual que los demás tanto dentro como fuera de la arena. ¿Has comprendido?

—¿La arena? —repitió Caramon boquiabierto—. ¿Eres acaso gladiadora?

—Una de las mejores —intervino el hombre de tez negra con una sonrisa—. Pero hagamos las presentaciones de rigor: yo soy Pheragas, de Ergoth del Norte, y ella es Kiiri, la Nereida.

—¡Una nereida! —exclamó Tas, olvidado su agravio—. ¿De verdad eres una de esas criaturas del fondo del mar que se transforman a voluntad?

La mujer lanzó al kender una mirada tan fulminante, que éste optó por enmudecer. Una vez silenciado el hombrecillo, la singular hembra desvió de nuevo su atención hacia Caramon.

—¿Lo encuentras divertido, esclavo? —preguntó, fijos sus ojos en la argolla de su oponente.

El guerrero tanteó con las manos el humillante aro, y se ruborizó. Kiiri emitió una cruel carcajada, pero Pheragas fue más caritativo.

—Con el tiempo te acostumbrarás —declaró, encogiéndose de hombros.

—¡Nunca! —se enfureció el guerrero, y cerró el puño como si a través de este gesto quisiera subrayar su indignación.

—Tendrás que hacerlo, o de lo contrario tu disgusto te llevará a la muerte —comentó la mujer. Tan hermosa era, tan altivo su porte, que su argolla de hierro más se asemejaba a un collar de plata. O, al menos, así se le antojó a Caramon. Quiso responder, pero lo interrumpió un humano que, ataviado con un grasiento mandil blanco, depositó en aquel mismo instante un plato de comida delante de Tasslehoff.

—Gracias —respondió cortésmente el kender.

—No os habituéis a que os sirvan —aconsejó el hombre, que no era sino el cocinero—. A partir de hoy conseguiréis vuestras propias provisiones, como todo el mundo. Toma —añadió a la vez que arrojaba sobre la mesa un disco de madera—, ésta es tu credencial. Si no la presentas no se te dará alimento. Aquí tienes la tuya —dijo a Caramon, entregándole otra pieza idéntica.

—¿Dónde está mi cena? —inquirió el guerrero mientras guardaba el disco en su bolsillo.

Tras dejar, sin la menor delicadeza, un cuenco frente al hombretón el cocinero dio media vuelta, resuelto a alejarse.

—¿Qué es esto? —gruñó Caramon, escudriñando el interior del recipiente.

—Caldo de pollo —colaboró el kender.

—He reconocido el manjar sin tu ayuda —lo imprecó el fornido humano con voz cavernosa—. No me refería a eso, sino a la situación. Si se trata de una broma me parece de muy mal gusto —vociferó sin cesar de observar a Pheragas y Kiiri, que lo contemplaban divertidos. Giró el guerrero su pesado cuerpo y agarró al cocinero en el instante en que echaba a andar, obligándolo a retroceder—. ¡Retira esta agua turbia y dame comida decente!

Con asombrosa destreza, el hombre del mandil se liberó de la zarpa de Caramon, inmovilizó su brazo detrás de la espalda y estrelló su rostro contra el cuenco de sopa.

—Pruébala y te gustará —lo espetó, antes de asir al rebelde por el cabello para levantar su goteante rostro—. En lo que a alimento atañe, no verás otro durante un mes.

Tasslehoff se apresuró a examinar la sala y advirtió que todos los presentes habían abandonado el ágape persuadidos de que, esta vez, habría pelea.

La faz de Caramon, que chorreaba sopa, había asumido una palidez letal. Sólo sus pómulos ardían en iracundas manchas rojizas, secundadas por los peligrosos centelleos de sus ojos.

El cocinero le miraba desafiante, cerrados los puños. Tasslehoff esperaba ver, de un momento a otro, la carcasa de aquel fanfarrón despatarrada en el suelo, un presentimiento que reforzaba la postura de Caramon. El guerrero apretó sus dedos en idéntica postura a la de su rival, tanto que los nudillos se tornaron blancos, y levantó su manaza para, despacio… secarse el empapado semblante.

Con una sonrisa desdeñosa, el cocinero dejó al grupo y reanudó sus quehaceres.

Tas suspiró. Aquél no era su viejo compañero, recapacitó entristecido, el Caramon que matara a dos draconianos entrechocando sus cráneos con las palmas desnudas, el mismo que en una ocasión redujera a unos bribones a distintos estados de postración, todos ellos deplorables, cuando cometieron el error de intentar robarle. Espió a su orondo amigo por el rabillo del ojo y, tras reprimir las insultantes frases que afloraban a sus labios, se concentró en ingerir su cena preso de una honda consternación.

El guerrero sorbió su sopa a lentas cucharadas, engulléndola sin saborearla ni hallar el menor placer. Vio Tas que la mujer y el negro intercambiaban callados mensajes y, por un instante, temió que se burlasen de su amigo. Y, a decir verdad, Kiiri empezó a farfullar unas palabras pero, al alzar la vista hacia el centro de la estancia, cerró la boca de manera abrupta y siguió comiendo con la mayor discreción posible. El causante de su cambio era Raag, que había entrado en el recinto seguido por dos musculosos humanos.

El trío recorrió el comedor, se detuvo detrás de Caramon y el ogro, dando un paso al frente, zarandeó al corpulento guerrero.

—¿Qué ocurre? —preguntó éste, en un tono apagado que el kender no reconoció.

—Ven —ordenó Raag.

—Estoy cenando —protestó el hombretón, pero los dos esbirros lo asieron por los brazos y lo arrastraron fuera del banco antes de que pudiera concluir su frase.

Entonces sí, entonces Tasslehoff atisbó un brote de su antiguo talante. Teñida su faz de unas manchas purpúreas, Caramon trató de golpear a uno si bien, debido a su torpeza de movimientos y al desequilibrio en que quedó al soltarse, el agredido esquivó su acometida. Sin darle opción a un segundo ataque, el otro humano propinó un salvaje puntapié al esclavo y éste se desplomó, entre gemidos, sobre sus rodillas. Lo izaron de una violenta sacudida y el herido, con la cabeza ladeada, permitió que lo llevasen.

—¡Aguardad! ¿Adonde lo conducís? —se interfirió Tas en una reacción instintiva, que atajó una firme mano en su hombro. Era Kiiri quien así lo advertía, y el kender se encogió en su asiento.

—¿Qué van a hacerle? —indagó.

—Termina tu plato —le ordenó la mujer.

—No tengo apetito —replicó él, deprimido, apartando el tenedor mientras evocaba la cruel y funesta mirada que el enano clavara en su compañero frente a la arena.

El esclavo negro sonrió al kender, compadecido de su pena.

—Sigueme —lo invitó, a la vez que se levantaba y le tendía la mano con cordialidad—, te mostraré tu alcoba. El primer día todos pasamos por lo mismo, con el tiempo tu amigo llegará a sentirse bien.

—Con el tiempo —coreó la nereida.

Tas se hallaba solo en la cámara que, en principio, debía compartir con Caramon. No era precisamente acogedora: situada debajo de la arena, se parecía más a un calabozo que a una alcoba. Pero Kiiri le explicó que todos los gladiadores se alojaban en estancias como aquélla.

—Están limpias y caldeadas —afirmó—. No son muchos los habitantes de nuestro mundo que pueden decir lo mismo de los reductos donde duermen. Además, si nos rodeáramos de lujos acabaríamos por ablandarnos.

«No es probable que eso suceda», pensó el kender al examinar los desnudos muros de piedra, el suelo cubierto de paja, la mesa provista de una jarra y una jofaina y, por último, los dos pequeños baúles destinados a contener sus pertenencias. Una única ventana, o claraboya, que se abría en el techo y por lo tanto a nivel de la tierra, permitía la entrada de un estrecho haz de luz. Acostado en el duro jergón, Tas contempló el avance de los últimos rayos solares —la cena era temprana en la supuesta escuela— y reflexionó que, aunque podía ir a explorar, no lograría sacar partido de sus actos hasta averiguar qué le habían hecho al guerrero.

La línea que trazaba el sol en el suelo adquirió progresiva longitud al unirse a ella una rendija luminosa, procedente de la puerta. Cuando se abrió la hoja Tas dio un ansioso brinco, mas fue un esclavo desconocido quien se adentró en la estancia. Arrojó un hatillo en un rincón, y desapareció de nuevo sin que entre ambos mediara una palabra. El kender inspeccionó el fardo y le dio un vuelco el corazón, pues constató al instante que eran los enseres de Caramon. Todo cuanto portaba se hallaba en aquel paquete, incluida su ropa, y el hombrecillo se apresuró a estudiarla en busca de manchas de sangre. No descubrió nada de particular, parecía estar en orden.

De pronto, palpó un objeto en un bolsillo interior, secreto. Lo extrajo sin dilación, y contuvo el resuello al toparse con el ingenio mágico de Par-Salian. «No entiendo cómo ha pasado desapercibido a los guardianes», se dijo asombrado, al mismo tiempo que admiraba las enjoyadas incrustaciones de su superficie. ¡Claro, fue creado a través de un hechizo! Ahora tenía el aspecto de una fruslería, pero él presenció cómo se transformaba a partir de un cetro y era lógico que, de ser tal la voluntad de su forjador, no se evidenciara ante ojos indiscretos.

Tanteándolo, acariciándolo, contemplando el reflejo del ya tenue sol sobre sus radiantes alhajas, Tasslehoff no pudo reprimir un suspiro. Era éste el tesoro más exquisito, más espléndido que había visto en su vida, anhelaba su posesión. Sin pensarlo dos veces se levantó y fue en pos de sus saquillos, mas una voz interior lo obligó a detenerse.

«Tasslehoff Burrfoot —lo invocó aquella criatura intangible cuyo timbre se asemejaba inquietamente al de Flint—, te estás entrometiendo en un asunto de extrema gravedad. El artilugio del que pretendes apropiarte garantiza el regreso a tu tiempo, y no olvides que fue Par-Salian, el insigne mago, quien se lo entregó a Caramon en el transcurso de una solemne ceremonia. Pertenece a tu amigo, no tienes ningún derecho sobre él.»

El kender se estremeció. Nunca antes le había asaltado de este modo la conciencia, o un espíritu, o quienquiera que le hubiese hablado. Miró dubitativo el enigmático objeto e, intuyendo que la súbita revelación provenía de su influjo, deseoso de descartar tan turbadoras cábalas de su mente, corrió hasta el baúl de su compañero y lo encerró en sus sombras. En un alarde de precaución, cerró el cofre herméticamente y guardó la llave en la ropa de Caramon antes de volver a su camastro, sintiendo un hondo pesar.

Cuando el postrer resplandor solar desaparecía de la estancia, sumiéndola en penumbras, el ansioso hombrecillo oyó un ruido en el exterior y alguien abrió la puerta de un puntapié.

—¡Caramon! —gritó Tas horrorizado, a la vez que se incorporaba.

Los dos hercúleos humanos arrastraron al guerrero hasta el dintel y, sin miramientos, lo echaron sobre el jergón vacío. Se fueron de inmediato, entre risitas jocosas que contrastaban con el quedo gemido que se elevó en el duro lecho.

—Caramon —repitió el kender, ahora en un susurro. Asió raudo la jarra de agua, escanció una parte de su contenido en la jofaina y llevó ésta junto al lugar donde yacía su amigo—. ¿Qué te han hecho? —preguntó mientras humedecía los labios del maltrecho hombreton.

El yaciente masculló unos lamentos ininteligibles y meneó la cabeza. Al advertir el desolado estado del guerrero, Tasslehoff se apresuró a estudiar su cuerpo. No encontró magulladuras visibles, ni sangre, ni inflamaciones, ni tampoco marcas purpúreas o las llagas alargadas que suelen producir los latigazos y, sin embargo, resultaba evidente que lo habían torturado. Se hallaba en plena agonía, bañado en sudor y con los ojos desorbitados. De vez en cuando, sus músculos se contraían en espasmos y profería quejas desgarradoras.

—¿A qué clase de suplicio te han sometido? —inquirió el hombrecillo tragando saliva—. ¿Al potro, a la rueda quizá? ¿Te han aplicado las empulgueras?

Ninguno de estos instrumentos dejaba huella, al menos así lo creía el kender.

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