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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El templo de Istar (32 page)

BOOK: El templo de Istar
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—Así que el guerrero utilizará ese objeto en solitario —constató el representante de la Neutralidad—. Me has revelado por qué mandamos a Crysania, sé que ha de emprender un viaje sin retorno. Pero, ¿Y Caramon?

—Él será mi redención. —El viejo mago hablaba sin alzar la vista, puestos los ojos en aquellas trémulas manos que reposaban sobre el esotérico libro—. Su cometido en esta empresa es salvar un alma, tal como yo mismo le puntualicé: lo que ignora es que no será la de su hermano.

Levantó ahora la mirada, una mirada de consternación que fijó primero en Justarius y, acto seguido, en Ladonna. Ambos hicieron ademán de asentir.

—La verdad podría destruirle —justificó el mago de la Túnica Roja.

—Poco es lo que resta por destruir —lo corrigió la dama, rígida cual un témpano de hielo. Se puso en pie y su colega la imitó, algo vacilante hasta que consiguió equilibrarse sobre su lisiado miembro—. Mientras te desembaraces de la mujer —se dirigía a Par-Salian—, poco me importa lo que hagas con ese hombretón. Si crees que limpiará la sangre de tu atavío ayúdale, no te detengas. En el fondo todo este asunto se me antoja divertido, pues pone de manifiesto que a medida que envejecemos nos hermanamos. No somos tan distintos ¿verdad, amigo mío?

—Las diferencias existen, Ladonna —replicó el aludido con una mueca que delataba su agotamiento—. Son los contornos los que pierden precisión, las líneas exteriores las que se tornan borrosas. ¿Significan tus palabras que el sector que encabezas respaldará mi decisión?

—No tenemos otra alternativa —se resignó ella sin demostrar sus emociones—. Si fracasas…

—Goza con mi caída —la invitó Par-Salian.

—Lo haré —repuso la dama—, más aún a sabiendas de que será el último espectáculo que pueda disfrutar en esta vida. Adiós, gran maestro.

—Adiós, Ladonna.

—Una mujer inteligente —comentó Justarius cuando la puerta se hubo cerrado tras ella.

—Una rival digna de ti —apuntó el anciano, recobrando su erguida postura tras el escritorio—. Me gustará veros batallar para ocupar este puesto.

—Espero que tengas oportunidad de hacerlo —contestó su oponente con la mano en el picaporte—. ¿Cuándo formularás el hechizo?

—Mañana a primera hora. —La voz del dignatario resonó gris en la alcoba—. Los preparativos requieren días de arduo trabajo, pero ya lo tengo todo a punto.

—¿No necesitas ayuda?

—Ni siquiera recurriría a la de un aprendiz, es demasiado extenuante. Sin embargo, hay algo que podrías hacer: disolver el cónclave en mi nombre.

—Descuida, cumpliré tu encargo. ¿Tienes instrucciones para el kender y la enana gully?

—Devuelve a la mujer a su casa, con algunas bagatelas que sean de su agrado. En cuanto al kender, mándale donde mejor te parezca salvo a las lunas, por supuesto. No le ofrezcas nada —añadió sonriente—, estoy seguro de que habrá recopilado suficientes tesoros antes de partir. Registra discretamente sus bolsas pero, a menos que halles algo importante, deja que conserve lo que haya encontrado.

—¿Y Dalamar?

—Sin duda el elfo oscuro ya no está en la Torre, le horroriza la idea de hacer esperar a su Shalafi. —Los arrugados dedos del maestro tamborilearon sobre la mesa y su ceño, salpicado de hondos surcos, se frunció en señal de frustración—. ¡Es extraño el embrujo que irradia Raistlin! Nunca te has tropezado con él, ¿verdad? No, claro. Recuerdo que yo mismo sentí su atractivo influjo sin comprender de dónde provenía.

—Quizá yo pueda explicarlo —aventuró Justarius—. Todos hemos sufrido la burla ajena en un momento de nuestras vidas, todos hemos envidiado al hermano. Hemos experimentado el dolor, hemos conocido instantes de fragilidad y hemos anhelado, al igual que él, aplastar a nuestros enemigos. Si lo compadecemos, lo odiamos y lo tememos al mismo tiempo, es porque anida algo de él en nuestras entrañas, algo que no nos confesamos sino en lo más oscuro de la noche.

—Cierto, todas las criaturas tenemos algo en común. La más bondadosa es equiparable a la más abyecta, aunque rehuse admitirlo. ¡Dichosa sacerdotisa! ¿Por qué se ha entremetido en este espinoso asunto? —vociferó el anciano hechicero.

—Adiós, amigo —lo atajó el joven al reparar en su creciente desasosiego—. Aguardaré junto al laboratorio por si precisas de mí cuando hayas terminado.

—Gracias —murmuró Par-Salian sin alzar el rostro.

Justarius salió renqueando del estudio y, al cerrar la puerta con excesiva precipitación, dejó un pliegue de su túnica atrapado en el quicio. Desencajó la hoja para liberarlo y reanudó la marcha, no sin antes oír unos sollozos procedentes del escritorio.

15

Las desventuras de un kender

Tasslehoff Burrfoot estaba aburrido. Como todo el mundo sabe, nada hay más peligroso que un kender corroído por tal sensación.

Bupu, Tas y Caramon estaban cenando. Era un ágape presidido por el tedio. El guerrero, absorto en sus cavilaciones, no pronunció una sola palabra y permaneció inmóvil, encerrado en su mutismo, mientras devoraba sin paladearlo todo cuanto se exponía a sus ojos. La enana ni siquiera se había sentado junto a sus compañeros. Se había hecho con un cuenco y se embutía el alimento en la boca con la rapidez que aprendiera entre los de su raza. Tras vaciar el primer recipiente agarró una salsera, la mantequilla, azúcar y nata y lo engulló todo mezclado a idéntica velocidad, antes de apoderarse de una fuente de patatas al horno y empezar a consumirlas. Cuando Tas se percató de su descontrolada avidez se disponía a tragar un puñado de sal, siempre utilizando las manos en lugar de cubiertos. Por fortuna, el kender la detuvo a tiempo.

—Me siento mucho mejor —dijo el hombrecillo a la vez que apartaba su plato y trataba de ignorar a Bupu, que se había lanzado sobre los restos y los lamía con deleite—. ¿Y tú, Caramon, cómo te encuentras? Vayamos a explorar.

—¡Explorar! —exclamó el guerrero, dirigiéndole una fulminante mirada que le hizo titubear—. ¿Estás loco? ¿No atravesaría esa puerta ni aunque me esperasen al otro lado todos los tesoros de Krynn!

—¿De verdad? —preguntó Tas excitado—. ¿Y por qué? Oh, Caramon, te lo ruego, cuéntame qué hay en el exterior.

—No lo sé —fue la decepcionante respuesta—, pero debe ser espantoso.

—No he visto centinelas…

—No, y existe una buena razón para que nadie nos vigile —lo interrumpió su fornido amigo—. Si no han apostado guardianes no es porque confíen en nosotros, sino porque nadie en sus cabales se aventuraría en los pasadizos de la Torre. Conozco bien esa expresión que acabas de adoptar, Tasslehoff, y te ordeno que la borres de tu semblante. Aunque lograras salir, cosa que dudo —observó la cerrada hoja con temor—, probablemente te precipitarías en los poco acogedores brazos de un espectro o algo peor.

Las pupilas de Tas se dilataron de ansiedad, si bien consiguió reprimir el comentario jubiloso que afloraba en sus labios. Tras posar la vista en sus botines para calmar aquel acceso de entusiasmo, admitió:

—Creo, Caramon, que por un momento he olvidado dónde estamos.

—Así es —lo reprendió el guerrero con severidad, antes de frotarse los doloridos hombros y agregó—: Estoy muy cansado, necesito dormir. Te aconsejo que tú y la pequeña Bubu, Pupu o como se llame os acostéis también. ¿De acuerdo?

—Haremos lo que tu digas, Caramon, no te inquietes.

La enana gully, saciada hasta el embotamiento, ya se había acurrucado sobre una estera extendida frente al fuego. Utilizaba como almohada un montículo de puré de patatas que no le había quedado apetito para consumir.

Caramon espió al kender con evidente recelo y éste, al advertirlo, asumió la actitud más próxima a la inocencia que les es dado exhibir a los de su raza. Tanta docilidad hizo que su oponente lo señalara amenazador y lo obligase a empeñar su palabra.

—Prométeme que no abandonarás esta estancia, Tasslehoff Burrfoot —lo conminó—. Júramelo por tu honor, como harías con Tanis si estuviera aquí.

—Lo juro por mi honor —repitió el kender en solemne postura—, como haría con Tanis si se hallara entre nosotros.

—Bien, te creo.

Suspiró el humano y se derrumbó sobre un lecho que crujió en ostensible protesta, hundiéndose el colchón hasta el suelo bajo tan terrible peso.

—Supongo que alguien vendrá a despertarnos cuando tomen una decisión —declaró con voz mortecina.

—¿Estás realmente dispuesto a viajar al pasado? —lo interrogó Tas entre pensativo y nostálgico, sentado ya en su cama con la aparente intención de desabrocharse las botas.

—Sí, no es ninguna hazaña —susurró Caramon somnoliento—. Durmamos todos, ha sido un día muy ajetreado. Y… gracias, amigo. Me has prestado una gran ayuda. —Arrastraba las palabras, que acabaron por diluirse en un sonoro ronquido.

El kender permaneció inmóvil, a la espera de que la respiración de Caramon se tornara rítmica y regular, lo que no tardó en suceder dado el agotamiento tanto físico como emocional del guerrero. Al contemplar aquel rostro lívido, asolado por las lágrimas y el dolor, Tas sintió el aguijón de la conciencia, pero estaba acostumbrado a acallar tales punzadas con igual celeridad que un humano se sobrepondría a una picadura de mosquito.

«Nunca sabrá que me he ausentado —se dijo a sí mismo mientras gateaba por el suelo junto al lecho del compañero—. Además no se lo he prometido a él, sino a Tanis, que no saldría de esta cámara. Como Tanis no está aquí, mi juramento queda invalidado. Estoy seguro de que Caramon habría querido explorar los contornos de no haberle vencido el cansancio.»

Siguió elucubrando el hombrecillo de tal manera que, cuando pasó sigiloso junto al rechoncho cuerpecillo de Bupu, estaba ya del todo convencido de que el guerrero le había ordenado inspeccionar la zona antes de acostarse. Manipuló el picaporte con cierto reparo, temeroso de que se cumpliera la advertencia de Caramon, pero éste cedió al instante. «Somos huéspedes, no prisioneros», se repetía.

Al menos que hubiera un espectro de guardia, nada lo detendría en su cometido. Asomó la cabeza, con suma cautela, por la hoja entreabierta y escudriñó a ambos lados del pasillo. Nada. No se veía ninguna figura, así que, tras exhalar un suspiro de desencanto, cruzó el umbral y cerró el acceso a la alcoba.

El pasadizo se prolongaba a derecha e izquierda, fundiéndose en las sombras de sendos recodos. Estaba desierto, reinaba en él un frío perturbador. En su lóbrego recorrido se dibujaban otras puertas, todas ellas cerradas a cal y canto, y no alegraba su trazado ningún elemento decorativo, ni tapices colgados de los muros ni alfombras extendidas sobre el suelo. Ni siquiera se divisaba la luz de una antorcha, acaso porque los magos se iluminaban por otros medios cuando deambulaban después del crepúsculo.

Un ventanuco situado en el extremo permitía que los rayos de Solinari, la luna de plata, se filtrasen a través del cristal, mas su radio de acción era reducido. Por un momento el kender consideró la posibilidad de retroceder hasta la sala que acababa de dejar y encender una tea, si bien no tardó en comprender que, de despertarse Caramon, quizá no recordaría que era él quien lo había incitado a reconocer el recinto.

«Me internaré en alguna de esas estancias, tomaré prestada una vela y, de paso, tendré la oportunidad de conocer a otros moradores de la Torre», resolvió el kender.

Avanzó por el pasillo, silencioso como los haces lunares que danzaban sobre los muros, hasta llegar a la siguiente puerta. «No llamaré, es probable que duerman —razonó, a la vez que posaba la mano en el picaporte—. ¡Está cerrada con llave!» Entusiasmado frente a la perspectiva de hallar una ocupación, al menos durante unos minutos, extrajo de una bolsa sus herramientas y las levantó hacia la argéntea luz eligiendo el alambre adecuado para forzar la cerradura.

—Espero que no la hayan atrancado mediante un hechizo —murmuró, sintiendo que un frío repentino entumecía sus huesos. No ignoraba que los magos recurrían en ocasiones a tales ardides, una costumbre que en su opinión de kender atentaba contra la ética más elemental. Pero quizás en una Torre de la Alta Hechicería, habitada sólo por criaturas arcanas, no juzgarían necesario invocar tales portentos. «Cualquiera podría echarla abajo con otro encantamiento», argumentó al objeto de tranquilizarse.

Como era de prever, el cerrojo no opuso resistencia a sus hábiles dedos. Con el corazón palpitante, el kender empujó el quicio de la puerta y espió el interior de la sala que se desvelaba a sus ojos. La única luz que la alumbraba era una débil fogata a punto de extinguirse, así que aguzó el oído para percibir cualquier sonido procedente del lecho, envuelto en penumbra. No llegaron hasta él ronquidos ni inhalaciones, y se decidió a entrar. En efecto, la cama estaba vacía.

«No les importará que me lleve una vela si no han de utilizarla», se convenció a sí mismo. Cuando detectó una con su aguda vista, encendió el pabilo aplicándolo a un carbón incandescente y, raudo pero meticuloso se entregó al placer de examinar las pertenencias del ocupante de la alcoba. No tardó en comprender que, quienquiera que éste fuese, no se distinguía por su pulcritud.

Dos horas después, y con varias habitaciones en su haber, Tasslehoff regresó cansino a la suya, abultados sus saquillos a causa de los fascinantes artículos que habían ido engrosándolos. Por descontado, abrigaba la firme intención de restituir todo a sus dueños a la mañana siguiente. Había recogido la mayoría de los objetos en las mesas, donde yacían esparcidos sin orden ni concierto, e incluso halló algunos abandonados en el suelo. También había rescatado atractivas bagatelas de los bolsillos de túnicas que seguramente debían lavarse, en cuyo caso se habrían extraviado y no serían útiles a nadie.

Antes de llegar, no obstante, y ya salvado el último tramo de pasillo, se detuvo sobresaltado al ver un torrente de luz en la rendija de su puerta.

—¡Caramon! —exclamó si bien, lejos de precipitarse, su cerebro se pobló de inmediato de centenares de excusas plausibles para justificar la larga ronda. Quizás el guerrero aún no lo había echado de menos, sumergido en los efluvios del alcohol. Sea como fuere, el kender avanzó de puntillas hasta la hoja cerrada y escuchó en perfecto silencio.

Oyó voces. Reconoció una como la de Bupu, pero la otra… Frunció el ceño pues, aunque le resultaba familiar, no acababa de identificarla.

—Te enviaré junto al Gran Pulp en cuanto me reveles su paradero. ¿Cómo voy a cumplir tu deseo si no me ayudas? —protestaba el desconocido, en un tono que denotaba cierta exasperación.

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