El templo de Istar (52 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

BOOK: El templo de Istar
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—Y así fue aunque, tal como te he relatado, mis designios nada tenían que ver con el perfeccionamiento de mi arte —repuso el hechicero—. Pasé varios meses en su vecindad, bajo un irreconocible disfraz, y no exhibí mi auténtico carácter hasta el momento oportuno. Lo despojé de todo el poder que anidaba en su ser.

—Eso es imposible —negó el gladiador meneando la cabeza—. Partiste la misma noche que nosotros o, al menos, así lo afirmó el elfo oscuro.

—El tiempo es para ti, hermano, el discurrir del sol, desde el amanecer hasta el crepúsculo —declaró Raistlin excitado—. Sin embargo nosotros, los entes privilegiados que dominamos sus secretos, lo consideramos un periplo más allá de los astros. Los segundos se transforman en años, los minutos en milenios. Hace ya meses que recorro estas dependencias bajo la identidad de Fistandantilus. En las últimas semanas he visitado las Torres de la Alta Hechicería, las que todavía no han sido demolidas, y en sus cámaras me he consagrado a mis estudios. He estado con Lorac en el reino elfo, donde le mostré el complejo manejo del Orbe de los Dragones. Fue una dádiva letal para un ser tan débil, tan vano como él. Antes o después se convertirá en una trampa. He acompañado a Astinus en la Gran Biblioteca y, sobre todo, me he ilustrado en el inescrutable mundo de Fistandantilus, él es la mayor fuente de mi actual sapiencia. He recorrido otros lugares, he presenciado horrores y prodigios que no se hallan en el limitado alcance de tu comprensión, ni tampoco de la de Dalamar. El elfo oscuro es sólo un aprendiz, según sus cálculos no llevo ausente más que un día y una noche, al igual que tú.

Aquello era demasiado para Caramon quien, desesperado ante su propia ignorancia, trató de aferrarse a una fracción de realidad.

—¿Significa todo eso que ahora estarás bien? Me refiero al presente, a nuestro tiempo —aclaró, incapaz de argumentar como deseaba—. Tu tez ha cesado de ser dorada, se han desvanecido los relojes de arena de tus ojos. Tu aspecto es el de tus años de juventud, cuando fuimos a la Torre hace siete años. Al regresar, ¿conservarás tu apariencia?

—No, hermano —lo desengañó Raistlin con la paciencia de quien explica un concepto nuevo a un niño—. Suponía que Par-Salian te había puesto en antecedentes, pero veo que me equivocaba. O acaso no supiste entenderle. El tiempo, la Historia, es un río que nunca altera su curso. Lo único que he hecho es encaramarme a un margen y arrojarme al agua en otro punto de su fluir, sin evitar que me arrastre. He…

Se interrumpió de manera brusca para centrar su atención en la puerta. Hizo un rápido gesto con la mano y la hoja, hasta entonces encajada en el dintel, se abrió bruscamente. Tasslehoff Burrfoot, adosado a su otro lado, se precipitó en la sala y cayó de bruces.

—Hola —saludó el kender en actitud jovial, levantándose del suelo—. Iba a llamar, nunca me habría atrevido a espiaros. Además —agregó mientras se alisaba el jubón y prendía la mirada de Caramon—, he desentrañado por mí mismo los entresijos de este fenómeno. Si Fistandantilus era Raistlin, bien podía Raistlin asumir la identidad de Fistandantilus—. Hasta aquí su exposición era clara, mas al seguir hablando nació el embrollo—. Lo ocurrido es que Fistandantilus se metamorfosea en Raistlin y éste pasa a ser Fistandantilus, para luego volver a ser tu hermano. Así de simple.

El guerrero, que nadaba en un confuso torbellino, consultó a su gemelo. Éste, sin embargo, no respondió, demasiado ocupado en examinar a Tas con una expresión tan extraña, tan amenazadora, que el hombrecillo se amedrentó y dio un paso hacia el gladiador… sólo por si precisaba su ayuda, naturalmente.

De pronto, Raistlin ondeó su palma y trazó un signo destinado a atraer al kender. Tasslehoff no notó que sus piernas se movían, pero se nubló su vista unos segundos y, sin saber cómo, se halló sujeto por el cuello de la camisa a escasas pulgadas del hechicero.

—¿Por qué decidió enviarte Par-Salian también a ti? —preguntó en una voz monótona que hizo vibrar la piel de su prisionero, tal como Flint solía comentar.

—Pensó que Caramon necesitaría mi concurso —empezó a mentir el kender pero, al sentir que el nigromante hincaba su zarpa en el hombro que tenía atenazado, rectificó—. Verás, lo c-cierto —balbuceó— es que no entraba en sus planes incluirme en la aventura. Fue un accidente, al menos en lo que a él concierne. —Intentó girar la cabeza hacia Caramon y suplicarle que interviniera, aunque se lo impidió aquella garra fuerte, poderosa, que casi lo asfixiaba—. Si me dejaras respirar me resultaría más fácil referirte los hechos —tuvo agallas para exigir.

—Continúa —le ordenó Raistlin imperturbable, zarandeándole.

—Raistlin, detente —quiso interceder el guerrero, a la vez que se aproximaba al mago con ceñudo ademán.

—¡Cállate! —lo imprecó el aludido en un acceso de cólera, sin apartar sus incendiados ojos de su presa—. Y tú, prosigue.

—Encontré un anillo que alguien había desechado. Bueno, quizá no es este el término apropiado —se corrigió de nuevo, alarmado frente a aquellas pupilas escrutadoras que lo conminaban a decir la verdad dentro, por supuesto, de sus posibilidades—. Sería más exacto afirmar que entré en la habitación de alguien y la sortija cayó, por arte de magia, en una de mis bolsas. Debió de ser así, pues ignoro cómo fue a parar al fondo del saquillo. En cualquier caso, cuando el individuo de la Túnica Roja devolvió a Bupu a su ciudad comprendí que yo sería el próximo ¡y no podía abandonar a Caramon! Elevé una plegaria a Fizban, o sea, a Paladine, ajusté la joya a mi dedo y me transformé en ratón.

Hizo una pausa al pronunciar esta última frase, a la espera de provocar en su audiencia una reacción de asombro. Pero, insensible a su teatralidad, Raistlin comenzó a arder de impaciencia y retorció un poco más el cuello de su camisola, de tal suerte que Tas se apresuró a reanudar su historia, temeroso de que le faltase el resuello.

—Conseguí esconderme —explicó con voz chillona, similar a la que usara como roedor— en el laboratorio de Par-Salian y contemplé los portentos que allí se estaban obrando. Las rocas cantaban, surgió de la nada una pared plateada que rodeó a la yaciente Crysania, al aterrorizado Caramon, y tuve que tomar una determinación. ¡No había de permitir que mi amigo emprendiera el viaje en solitario! Así pues… —Se encogió de hombros y miró a su interlocutor, con una expresión de inocencia capaz de desarmar al más cruel adversario—. Así pues, aquí estoy.

Sin aflojar su garra, Raistlin lo devoró con los ojos como si se dispusiera a desollarlo y traspasar su alma.

Transcurridos unos instantes, al parecer satisfecho, el mago soltó a su víctima y se volvió hacia el fuego, absorto en sus cavilaciones.

—¿Qué significa un evento tan irregular? —murmuró—. Un kender transportado en el tiempo, algo que prohiben las leyes más sagradas del arte arcano. ¿No será que, contra lo que creemos, puede cambiarse el curso de la Historia? ¿Es verdadero su relato, o es ésta su manera de desbaratar mis proyectos?

—¿Qué dices? —indagó Tas, interesado, desde la alfombra, donde intentaba normalizar el funcionamiento de sus pulmones—. ¿Cambiar la Historia una criatura como yo? ¿Insinúas que…?

Le interrumpió la actitud del nigromante, que había girado la cabeza en su dirección. Tanta era la agresividad que destilaba, que el kender cerró la boca y retrocedió hasta donde se hallaba el guerrero.

—Me he sorprendido mucho al tropezarme con tu hermano, ¿y tú? —inquirió a su compañero, ignorando el espasmo de dolor que surcaba su semblante—. Raistlin también se ha quedado atónito al descubrir mi presencia, ¿te has fijado? Resulta extraño, porque cuando visitó el mercado de esclavos bien debió percatarse de que estábamos juntos.

—¿El mercado de esclavos? —Repitió Caramon. Tras tantas disquisiciones abstrusas sobre ríos e Historia, al fin oía algo revelador—. Raistlin, acaba de asaltarme una duda. Si, como aseveras, llegaste a Istar meses antes que nosotros, gracias a esa facultad tuya de magnificar el tiempo, podrías haber sido tú quien convenciste a los clérigos del Templo de que nosotros atacamos a Crysania. ¡Y también nuestro comprador, el misterioso personaje que dictaminó mi presencia en los Juegos!

Raistlin se agitó, irritado ante esta brusca interrupción de sus pensamientos. Pero el hombretón insistió.

—¿Por qué? —le reprochó, seguro de haber acertado—. ¿Por qué me hiciste encerrar en ese lugar?

—¡En nombre de los dioses Caramon! —replicó el hechicero exasperado, resuelto a encararse con su gemelo—. ¿De qué ibas a servirme en el estado en que te hallabas al venir? Necesito un guerrero fuerte, no un borrachín obeso, para mi próxima misión.

—¿Y ordenaste la muerte del bárbaro? —El musculoso humano sintió el aguijón de la ira—. ¿Fuiste tú quien, a través mío, lanzaste una advertencia a ese Quarath?

—No seas absurdo, hermano —lo reconvino Raistlin—. ¿Qué pueden importarme a mí las mezquinas intrigas de la corte, sus insulsas patrañas? Si quisiera deshacerme de un enemigo, la vida escaparía de sus visceras en cuestión de segundos. Quarath se vanagloria de merecer mi interés, para él es un honor.

—Pero el enano…

—El enano sólo oye el tintineo del dinero al caer en su palma. De todos modos, puedes imaginar lo que gustes. No es asunto que me inquiete.

Caramon guardó silencio, sumido en la reflexión. Tas, por su parte, abrió la boca —había centenares de preguntas que deseaba formular al mago—, pero el gladiador le dirigió una mirada fulgurante y volvió a cerrarla.

Tras revisar mentalmente las manifestaciones de su hermano, el hombretón rompió su mutismo a fin de indagar:

—¿De qué misión hablabas hace unos momentos?

—Por ahora prefiero guardar el secreto —contestó el hechicero—. Lo sabrás a su debido tiempo, si me permites expresarlo así. Aunque mi trabajo progresa aún no ha concluido, hay alguien además de ti a quien tengo que moldear hasta que se avenga a mis designios.

—Crysania —adivinó Caramon—. Todo está relacionado con tu plan de desafiar a la Reina de la Oscuridad, ¿no es cierto? Si no me equivoco, necesitas a una sacerdotisa…

—Estoy fatigado —lo atajó Raistlin. Con un gesto apagó la fogata de la chimenea, con una queda voz de mando disolvió la luz del Bastón de Mago. Una penumbra gélida, desoladora, descendió sobre el trío, ya que también Solinari se había ocultado tras los edificios de Istar. El nigromante atravesó la estancia entre el susurrante murmullo de su túnica, y suplicó—: Deja que me abandone al sueño. Partid sin demora, no conviene que los espías de Quarath averigüen vuestra irrupción en el Templo. Es un enemigo peligroso; procura que no te maten sus esbirros ya que, si eso sucediera, tendría que adiestrar a otro guardián personal y no hay nada que me moleste más. Adiós, hermano. Debes estar preparado, no tardaré en llamarte. Y recuerda la fecha.

El guerrero despegó los labios, mas topó con una puerta. Tas y él se hallaban en el, ahora, tenebroso corredor. Una vez más, la magia se había hecho presente.

—¡Es increíble! —dijo el kender maravillado—. Ni siquiera he percibido un movimiento al trasladarme. Estábamos en el aposento y, en un santiamén, nos encontramos fuera de él. Un ligero ademán ha bastado para desplazarnos, ¡debe resultar estupendo ser mago! —comentó anhelante, fijos los ojos en la puerta cerrada—. Envidio esa facultad de transgredir las leyes del espacio y del tiempo.

—Vámonos —propuso su compañero abruptamente, a la vez que echaba a andar por el pasillo.

—Caramon, ¿has comprendido la última recomendación de tu hermano? —inquirió Tas, que había emprendido un rápido trotecillo a fin de alcanzarlo—. «Recuerda la fecha.» ¿Se acerca algún día señalado? ¿Espera quizá que le hagas un obsequio?

—No seas necio —lo reprendió el hombretón.

—No lo soy —se ofendió el kender—. Después de todo, no tardarán en llegar las Fiestas de Invierno y, en esos días, es costumbre intercambiar presentes. Supongo que en Istar las celebran, igual que en nuestra época. ¿No opinas tú lo mismo?

Caramon se detuvo, de pronto, sin previo aviso.

—¿Qué sucede? —Tas se espantó al detectar el horror que desfiguraba el rostro de su amigo y, en una reacción instintiva, escudriñó el pasillo con la mano posada en la empuñadura de su arma, un cuchillo que portaba en su cinto—. ¿Qué has visto? Yo no…

—¡La fecha! —vociferó el gladiador sin hacer caso a sus resquemores—. ¡La fecha, Tas! ¡Las Fiestas de Invierno en Istar! —Dando media vuelta, sujetó por el brazo al sobresaltado kender—. ¿En qué año estamos?

—Deja que piense —contestó él desconcertado—. Alguien mencionó que pronto concluiría el año 962.

Emitió el hombretón un gemido y sus manos cayeron, pesadas como el plomo, junto a sus costados.

—¿Qué pasa? —insistió Tasslehoff.

—¿Dónde está tu agudeza? —lo espetó Caramon y, cabizbajo, desazonado, siguió caminando a ciegas por la oscuridad. —¿Qué quieren que haga yo? ¿Qué pretenden? —farfulló.

El kender avanzaba despacio, meditabundo.

—Recapitulemos. Estamos en el apogeo del invierno del año 962 i.a. ¡Qué ridiculas resultan estas cifras elevadas para medir el tiempo! Invierno del 962, se me antoja familiar. ¡Ya lo tengo! —exclamó triunfante—. Fue la última gran fiesta que se celebró antes de… de… —No pudo terminar, quedó sin aliento.

—Antes del Cataclismo —confirmó el guerrero.

10

Premonición

Denubis posó la pluma en el escritorio y se frotó los ojos. Estaba en la tranquila sala de los escribas, tapándose los entornados párpados con la mano en la confianza de que un breve descanso lo ayudaría. Pero no fue así. Cuando descubrió de nuevo su rostro y asió el fino cañón con objeto de reemprender su tarea, las palabras que intentaba traducir siguieron confundiéndose en un amasijo indescifrable.

Severo consigo mismo, se reprendió y exhortó a concentrarse hasta que, al fin, las frases se desenmarañaron y recobraron el sentido. En cualquier caso, halló difícil la labor. Le dolía la cabeza. Desde hacía varios días una migraña se había instalado en su cerebro y, con su monótono zumbido, se introducía incluso en sus sueños.

—Debe ser este tiempo tan extraño —recapacitó en voz alta—. Hace demasiado calor para la época invernal.

Cierto, el clima podía tildarse de «tórrido» dado lo avanzado del año. El aire estaba impregnado de una humedad plomiza, agobiante, como si las brisas frescas hubieran sido devoradas por la singular tibieza ambiental. A unas cien millas de distancia, en Kathay, la superficie del océano se extendía lisa, serena, bajo un sol abrumador que impedía la navegación. Las embarcaciones, a falta de viento, debían permanecer en el puerto mientras la mercancía se pudría sin remedio.

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