Un par de
rapas
lo siguieron, bajando por las paredes de aquel hueco y situados al final del círculo de luz de la antorcha, colgando boca abajo por encima de Race, siguiendo su ritmo, observándolo con sus ojos amarillentos y gélidos.
Pero en ningún momento lo atacaron.
Race siguió descendiendo. Más y más abajo. Se sentía como si llevara kilómetros y kilómetros recorridos, pero en realidad no llevaría más de un centenar de metros.
Finalmente, sus pies tocaron tierra de nuevo.
Race cogió su antorcha y la sostuvo en lo alto. Descubrió que se encontraba en una pequeña caverna flanqueada por sólidas paredes de piedra.
En la base de esta, sin embargo, había agua.
Era una especie de charca de considerables dimensiones. Estaba delimitada por tres muros de piedra mientras que en lo que sería la cuarta pared estaba el suelo en el que Race se encontraba en ese momento.
Caminó por el borde del agua y se agachó para tocarla, para ver si era de verdad. Los dos
rapas
salieron lentamente del hueco tras él.
Race metió la mano en el agua.
Y, de repente, sintió algo.
No un objeto ni nada parecido, sino como una ligera ola.
Race frunció el ceño. El agua fluía.
Miró de nuevo a la charca de agua y vio que aquellas diminutas ondas se desplazaban lentamente de derecha a izquierda.
Y, en ese instante, Race cayó en la cuenta de dónde se encontraba.
Estaba en la base de la torre de piedra, en el lugar donde la torre se juntaba con el lago situado en el fondo del cráter. Solo que, de algún modo, el agua fluía dentro y fuera de aquella caverna.
El ídolo seguía zumbando en la cartera.
Los dos
rapas
miraban a Race atentamente.
A continuación, con una confianza que no tenía razón alguna para poseer, Race dejó la antorcha y se adentró en la charca de turbias aguas, vestido y con la cartera, y se sumergió bajo la superficie.
Treinta segundos después, tras recorrer nadando a braza un largo túnel subterráneo, salió a la superficie, en el lago situado en la base del cráter.
Aspiró profundamente y suspiró aliviado.
Estaba fuera de nuevo.
Tras salir de la base de la torre de piedra, Race volvió a la aldea. Pero, antes de hacerlo, se detuvo en la parte superior de la torre, en la entrada del templo. Los guerreros que habían colocado la roca en el portal ya se habían marchado a la aldea. Race contempló la enorme piedra en soledad.
Unos instantes después, agarró una piedra que tenía al lado y se acercó a la roca que tapaba la entrada del portal. Entonces, bajo la inscripción de Alberto Santiago, escribió un mensaje en inglés:
NO ENTRAR BAJO NINGÚN CONCEPTO
.
LA MUERTE ACECHA DENTRO
.
WILLIAM RACE, 1999
Cuando llegó a la aldea vio a Renée, que estaba esperándole en el borde del foso junto a Miguel Márquez y el jefe de la tribu, Roa.
Race le dio el ídolo a Roa.
—Los
rapas
vuelven a estar dentro del templo —dijo—. Es hora de volver a casa.
—Mi gente te da las gracias por todo lo que has hecho por ellos, Elegido —dijo Roa—. Ojalá hubiese más gente en el mundo como tú.
Race inclinó la cabeza con modestia. En ese momento, Renée le pasó su brazo bueno por el hombro.
—¿Cómo te sientes, héroe? —dijo.
—Creo que he debido de darme otro golpe en la cabeza —dijo—. ¿Cómo se podrían explicar de otra forma todas estas hazañas? Debe de haber sido una subida de adrenalina.
Renée negó con la cabeza y lo miró directamente a los ojos.
—No —dijo—. No creo que fuera la adrenalina.
Entonces lo besó, dulcemente, apretando sus labios contra los de Race. Cuando se retiró, le dijo sonriendo:
—Vamos, héroe, es hora de irse.
Race y Renée abandonaron la aldea entre los vítores de los indígenas.
Cuando desaparecieron por el interior del cráter rumbo a Vilcafor, pudieron escuchar un grito sordo proveniente de algún lugar de la aldea que dejaban atrásProvenía de la jaula de bambú.
En la jaula, tumbado en el suelo, encorvado de dolor por las heridas del estómago y con ambas manos cortadas, estaba la desgraciada figura amordazada de Frank Nash.
Los indígenas no lo habían matado en la calle principal de Vilcafor. Le habían cortado sus manos de ladrón y lo habían llevado hasta allí para recibir un trato más acorde a su persona.
Una hora después, la última procesión indígena comenzó su camino al templo de Solón. Los cuerpos fueron trasladados en una especie de lechos ceremoniales, lechos que los indígenas elevaron cuando cruzaron el puente de cuerda y se dirigieron al templo.
Nash se retorcía de dolor en uno de esos lechos, mientras que el resto de los cuerpos (los cuerpos de Van Lewen, Marty, Lauren, Romano y los del equipo de la Armada-DARPA) ocupaban los lechos restantes. Vivos o muertos, cualquier tipo de carne humana serviría para aplacar a los dioses felinos que moraban en el templo.
Toda la aldea se congregó en la parte trasera del templo, cantando al unísono. Dos guerreros levantaron la piedra cilíndrica del sendero, revelando el conducto de los sacrificios.
Los cuerpos inertes fueron los primeros en ser arrojados al agujero. Van Lewen, Marty, Lauren y a continuación la gente de la Armada.
Frank Nash fue conducido el último al pozo de los sacrificios. Había visto lo que habían hecho con los otros cuerpos y sus ojos se abrieron como platos cuando fue consciente de lo que iba a ocurrirle.
Gritó a través de la mordaza cuando los sacerdotes que oficiaban aquel sacrificio le ataron los pies. Se retorció y resistió con todas sus fuerzas mientras dos guerreros indígenas lo llevaban hasta el conducto.
Lo metieron por los pies y, mientras contemplaba el cielo por última vez, a Frank Nash casi se le salieron los ojos de las órbitas ante el horror que le esperaba.
Los dos guerreros lo dejaron caer por el conducto.
Mientras caía, Nash no cesó de gritar.
La piedra cilíndrica fue colocada de nuevo en su lugar y los indígenas abandonaron la parte superior de la torre por última vez para no regresar jamás. Una vez llegaron de nuevo a la aldea, comenzaron los preparativos para un viaje, un largo viaje que los llevaría a las entrañas de la selva, a un lugar donde jamás podrían ser encontrados.
El hidroavión sobrevolaba los Andes en dirección a Lima, de vuelta a casa.
Doogie se encontraba en la cabina de mando, lleno de vendajes pero vivo. Race, Renée, Gaby y Uli estaban en la parte trasera del avión.
Tras cerca de una hora de vuelo, Gaby López se unió a Doogie en la cabina de mando.
—Hola —dijo.
—Hola —respondió Doogie cuando vio quién era. Tragó saliva, nervioso. Todavía pensaba que Gaby López era increíblemente guapa y que era inalcanzable para alguien como él. Había hecho un gran trabajo vendándole las heridas con sumo cuidado y cariño. Doogie no había dejado de contemplarla todo el tiempo.
—Gracias por ayudarme con el caimán en el foso.
—Oh. —Se sonrojó—. No fue nada.
—Bueno, gracias de todas formas.
—No hay de qué.
Se produjo un silencio incómodo.
—Verás, me preguntaba —dijo Gaby nerviosa—, bueno, si nadie te está esperando allí, si te apetecería venir a mi casa. Podría preparar algo para cenar.
A Doogie casi le da un vuelco el corazón. Esbozó una sonrisa radiante de oreja a oreja.
—Me encantaría —dijo.
Unos tres metros detrás, en el compartimiento de pasajeros del avión, Renée dormía con la cabeza recostada en el hombro de Race.
Race, por su parte, hablaba con John—Paul Demonaco por el móvil de Earl Bittiker, gracias a la tecla de rellamada. Le refirió rápidamente a Demonaco todo lo que había ocurrido en Vilcafor. Desde la BKA a los nazis, la Armada y el Ejército y, finalmente, el Ejército Republicano de Texas.
—Espere un segundo —dijo Demonaco—. ¿Tenía usted alguna experiencia militar?
—Ninguna —dijo Race.
—¡Jesús! ¿Qué es usted, una especie de héroe anónimo?
—Algo así.
Siguieron conversando un rato más y Demonaco le dio a Race el número de teléfono y la dirección de la embajada estadounidense en Lima, así como el nombre del contacto del FBI allí. Le dijo que el FBI se encargaría de llevarlos de vuelta a los Estados Unidos.
Cuando colgó, Race contempló por la ventanilla las montañas que se sucedían bajo ellos. Apretó su vieja gorra de los Yankees contra el cristal mientras su mano derecha jugueteaba con el colgante de la esmeralda, que pendía de su cuello.
Tras un rato, pestañeó y sacó algo de su bolsillo.
Era el delgado cuaderno con tapas de cuero que Márquez le había dado aquella mañana durante el banquete.
Race pasó las hojas. No era muy grueso. Solo contenía unas cuantas hojas escritas a mano.
Pero la escritura le era familiar.
Race pasó la primera hoja y comenzó a leer.
Al honorable aventurero que encuentre este cuaderno.
Le escribo ahora a la luz de una antorcha en la falda de las espléndidas montañas que dominan Nueva España.
Según los cálculos de un aficionado servidor, me encuentro en el año 1560 de Nuestro Señor, casi veinticinco años después de que llegara a estas costas extranjeras por primera vez.
Aquellos que lean este escrito puede que no comprendan nada, pues lo escribo anticipándome a la redacción de otro escrito más completo de las aventuras más sorprendentes que me acontecieron en Nueva España, un relato que puede que no llegue a escribir.
Pero si lo escribo, y si usted, valeroso aventurero que ha encontrado este cuaderno, que permanecerá bajo los cuidados de los más nobles indígenas, ha leído también el otro relato, entonces lo que sigue a continuación sí que revestirá un significado para usted.
Están a punto de cumplirse veinticinco años desde mi increíble aventura con Renco, y todos mis amigos están muertos.
Bassario, Lena, incluso Renco.
Pero no tema, querido lector, pues no murieron por acciones viles o subterfugios. Murieron mientras dormían, todos ellos, víctimas de un villano del que ningún hombre puede escapar, la vejez.
Soy el único que queda con vida.
Con gran tristeza y pesar, nada me retiene aquí, en estas montañas, por lo que he decidido regresar a Europa. Mi intención es acabar mis días en algún monasterio alejado del mundo, donde la voluntad de Dios permita que pueda escribir mi relato en su totalidad.
Dejo este cuaderno, sin embargo, en las buenas manos de mis amigos indígenas para que se lo transmitan a sus hijos y a los hijos de sus hijos, y para que se lo den solamente a los más honorables aventureros, es decir, solo a aquellos cuya valía sea acorde a la de mi buen amigo Renco.
Una vez dicho esto, y debido al linaje de aquellos que leerán este relato, intentaré disipar en este cuaderno algunos de los hechos ficticios que es mi intención incluir en mi relato de mayor extensión.
Tras la muerte de Hernando en la enorme torre de piedra, Renco entró en el templo con los dos ídolos, pero salió poco después, sano y salvo, por un túnel subterráneo situado en la base de la torre gigante de piedra.
Los habitantes de Vilcafor abandonaron su pueblo a los pies de la meseta y se trasladaron a un nuevo emplazamiento encima del enorme cráter que albergaba el templo.
En ese lugar viviría con ellos los veinticinco años siguientes, disfrutando de la compañía de mi amigo Renco. Incluso el delincuente Bassario, que demostró su valía en nuestro enfrentamiento final con Hernando y sus hombres, se convirtió en un fiel compañero.
Pero, oh, cómo disfruté de mi tiempo con Renco. Jamás tuve un amigo tan bueno y leal. Me siento afortunado de haber podido pasar la mayor parte de mi vida en su compañía.
Oh, y otra pequeña historia le contaré, noble lector, pero una historia que le ruego no cuente a mis hermanos de fe.
Tras un tiempo, me casé.
¿Y con quién?, se estará preguntando. Pues con la hermosa Lena.
¡Sí, lo sé!
A pesar de que me fijé en aquella mujer desde el primer momento en que mis ojos se posaron en ella, desconocía que ella albergaba sentimientos similares hacia mí. Lena pensaba que era un hombre noble y valeroso y, bueno, ¡quién era yo para intentar sacarla del error!
Con su joven hijo Mani, a quien Renco adoró como solo un tío puede hacer, formamos una familia maravillosa. Y pronto Lena y yo ampliamos nuestra prole con dos preciosas hijas que, y lo digo con orgullo, eran la viva imagen de su madre.
Lena y yo estuvimos casados durante veinticuatro años, los veinticuatro años más maravillosos de mi vida. Todo terminó hace unas semanas, cuando ella se quedó dormida a mi lado, dormida para nunca más despertar.
La echo en falta a cada minuto.
Ahora, mientras los guías se preparan para conducirme al norte a través de la selva y las tierras de los aztecas, pienso en mis aventuras, y en Lena, y en Renco.
Pienso en la profecía que nos unió y me pregunto si soy una de las personas que se mencionan en ella.
«Habrá un tiempo en el que él vendrá,
Un hombre, un héroe, con la Marca del Sol.
Poseerá el coraje para luchar con grandes lagartos,
Tendrá el
jinga
,
Contará con la ayuda de hombres valerosos,
Hombres que darán sus vidas por tan noble causa,
Y él caerá del cielo para salvar a nuestro Espíritu.
Él es el Elegido.»
Me preguntó si yo soy un hombre valeroso.
Es extraño, muy extraño, pero ahora, después de todo lo que he pasado, creo que realmente sí lo soy.
Honorable aventurero, este relato toca a su fin.
Espero que cuando estos escritos lleguen a sus manos, usted goce de buena salud. Le deseo toda la felicidad y amor del mundo.
Vaya con Dios.
A. S.
Race estaba sentado en la parte trasera del Goose contemplando la última hoja del cuaderno de Alberto Santiago.
Le alegraba saber que el bondadoso monje había encontrado la felicidad tras su aventura. Se lo merecía.
Race pensó en la transformación de Santiago; su transformación de un monje tímido a un defensor inquebrantable del ídolo.
Race volvió a leer la profecía y pensó en Renco. Y entonces, por una razón que no sabría explicar, comenzó a pensar en las similitudes entre Renco y él.