En la selva de Perú la contienda del siglo ha comenzado. Se está librando una carrera contra el tiempo para encontrar un legendario ídolo inca que fue tallado en una piedra que, en la actualidad, podría utilizarse para desarrollar un arma aterradora y letal.
La única pista para dar con el ídolo se encuentra en un manuscrito escrito por un monje español en el siglo XVI. William Race, un joven y brillante lingüista, es reclutado para interpretar el documento que podría conducir a un equipo militar estadounidense hasta el ídolo.
Reilly combina con maestría dos historias —la de William Race, ambientada en la actualidad, y la que se desarrolla en 1535 durante la conquista española de América—que avanzan juntas hasta el cataclismo final
Matthew Reilly
El templo
ePUB v1.0
NitoStrad23.03.13
Título original:
Temple
Autor: Matthew Reilly
Fecha de publicación del original: abril de 2007
Traducción: Maria Otero González
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
A mi hermano Stephen
Extracto de Civilization Lost
The Conquest of the Incas, de Mark J. Holsten. (Advantage Press, Nueva York, 1996
)
Capítulo 1
Las consecuencias de la conquista
Jamás se recalcará lo suficiente que la conquista de los incas por parte de los conquistadores españoles representa quizá el mayor choque de culturas en la historia de la evolución humana.
La nación más poderosa de la tierra, con los últimos avances armamentísticos de Europa a su disposición, contra el imperio más poderoso que haya existido nunca en América.
Por desgracia para los historiadores, y gracias en gran medida al insaciable ansia de oro de Francisco Pizarro y de sus conquistadores sedientos de sangre, el mayor imperio del continente americano es también del que menos sabemos.
El saqueo del imperio inca por parte de Pizarro y su ejército de secuaces en 1532 debería ser considerado como uno de los más brutales de la historia escrita. Armados con la más poderosa de las armas coloniales, la pólvora, los españoles se abrieron camino a través de las ciudades y pueblos incas con, según palabras de un comentarista del siglo xx, «una falta de principios que habría hecho estremecer al mismísimo Maquiavelo».
Las mujeres incas fueron violadas en sus hogares u obligadas a prostituirse en mugrientos burdeles improvisados. Los hombres fueron sometidos a torturas constantes; les quemaban los ojos con carbón al rojo vivo y les cortaban los tendones. Los niños fueron llevados en barcos a la costa para después embarcarlos en aterradores galeones de esclavos y enviarlos a Europa.
En las ciudades, los conquistadores saquearon los templos. Fundían las láminas y los ídolos sagrados de oro en lingotes sin ni siquiera pararse a pensar en el significado cultural de los mismos.
Quizá la más famosa de todas las historias de búsquedas de tesoros incas sea la de Hernando Pizarro, hermano de Francisco, y su viaje hercúleo hasta la ciudad costera de Pachacámac en busca de un legendario ídolo inca. Tal como nos describe Francisco de Jerez en su famosa obra
Verdadera relación de la conquista del Perú
, las riquezas que saqueó en su marcha hacia el templo santuario de Pachacámac (no muy lejos de Lima) alcanzan proporciones casi míticas.
De lo poco que queda del imperio inca (edificios que los españoles no destruyeron, reliquias de oro que los incas lograron llevarse consigo valiéndose de la oscuridad de la noche…), un historiador contemporáneo solo puede percibir breves destellos de una otrora grandiosa civilización.
Lo que emerge de esos breves destellos es, no obstante, un imperio lleno de paradojas.
Los incas no conocían la rueda y, sin embargo, construyeron el sistema de carreteras más extenso jamás visto en el continente americano. No sabían fundir el mineral de hierro y, sin embargo, los trabajos con otros metales, en concreto con el oro y la plata, son insuperables. Carecían de un sistema de escritura y, sin embargo, su sistema de registro numérico, un sistema de cuerdas de lana o algodón de uno o varios colores llamado
quipus
, era increíblemente preciso. Se decía que los
quipucamayocs
, los temidos recaudadores de impuestos del imperio, sabían incluso cuándo se perdía algo tan ínfimo como una sandalia.
No obstante, la mayoría de la información y datos de la vida diaria de los incas de que disponemos proviene, inevitablemente, de los españoles. Al igual que veinte años antes hiciera Hernán Cortés en México, los conquistadores llevaron a Perú clérigos para difundir el Evangelio entre los indígenas paganos. Muchos de estos monjes y sacerdotes regresaron finalmente a España y consignaron por escrito lo que vieron. De hecho, muchos de estos manuscritos todavía pueden encontrarse en la actualidad en algunos monasterios europeos, fechados e intactos. [Pág. 12]
Extracto de
Verdadera relación de la conquista del Perú
, de Francisco Jerez. (Sevilla, 1534)
El capitán [Hernando Pizarro] se hospedó con sus hombres en unos grandes aposentos situados en una parte del pueblo. Dijo que había venido por orden del gobernador [Francisco Pizarro] por el oro de aquella mezquita, y que estaban allí para cogerlo y llevárselo al gobernador.
Todos los principales del pueblo y los pajes del ídolo dijeron que se lo darían, y anduvieron disimulando y dilatando. En conclusión, que trajeron muy poco y dijeron que no había más.
El capitán dijo que quería ir a ver aquel ídolo que tenían y que lo llevasen allá, y así fue llevado. El ídolo estaba en una buena casa bien pintada, decorada con el típico estilo indígena; estatuas de piedra de jaguares custodiaban la entrada, tallas de demoníacas criaturas con aspecto felino se alineaban contra las paredes. Dentro, el capitán encontró una sala muy oscura y hedionda, en cuyo centro se alzaba un altar de piedra. Durante nuestro viaje, nos hablaron de un ídolo legendario que se encontraba en el interior del templo santuario de Pachacámac. Los indígenas dicen que ese es su Dios, quien los creó y los sustenta, la fuente de todo su poder.
Pero no encontramos ningún ídolo en Pachacámac. Tan solo un altar de piedra en una sala hedionda.
El capitán ordenó entonces que se tirara abajo la bóveda donde se había guardado aquel ídolo pagano y que se ejecutara a los principales por haberlo ocultado. Así se hizo, también, con los pajes del ídolo. Una vez hubieron terminado, el capitán enseñó a los habitantes del pueblo muchas cosas de nuestra santa fe católica y les enseñó la señal de la cruz.
Extracto de
The New York Times
. (31 de diciembre de 1998, página 12
)
LOS ESTUDIOSOS PIERDEN LA CABEZA
POR UNOS MANUSCRITOS
TOULOUSE, FRANCIA. Los estudiosos medievales se han encontrado en el día de hoy con una invitación muy especial, ya que los monjes de la abadía de San Sebastián, un apartado monasterio jesuita situado en los montes Pirineos, han abierto las puertas de su magnífica biblioteca medieval a un selecto grupo de expertos laicos por primera vez en más de trescientos años.
El mayor interés para esta exclusiva reunión de eruditos consistía en la oportunidad de ver, de primera mano, la famosa colección de manuscritos de la abadía, en especial los de san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús.
Fue, no obstante, el descubrimiento de otros manuscritos que se creían perdidos lo que provocó gritos de deleite y alegría entre el selecto grupo de historiadores que habían logrado entraren la laberíntica biblioteca de la abadía: el códice perdido de san Luis Gonzaga, o el hasta ahora desconocido manuscrito que se cree fue escrito por san Francisco Javier o, lo más increíble y maravilloso de todo, el descubrimiento de un borrador original del manuscrito de Santiago.
Este manuscrito, escrito en 1565 por un monje español llamado Alberto Luis Santiago, merece casi la categoría de legendario entre los historiadores medievales, sobre todo porque se pensaba que había sido destruido durante la Revolución francesa.
Se cree que este manuscrito esboza, con una precisión y un detallismo descarnado y brutal, la conquista de Perú por los conquistadores durante la década de 1530. Se trata del único escrito, basado en las observaciones de primera mano del autor, en el que se plasma la búsqueda obsesiva por parte de un sanguinario capitán español de un valioso ídolo inca a través de la selva y las montañas de ese país.
Sin embargo, esta muestra resultó ser una de esas en las que está permitido mirar, pero no tocar. Una vez el último erudito fue conducido a regañadientes fuera de la biblioteca, sus enormes puertas de roble se cerraron tras ellos.
Esperemos que no haya que esperar otros trescientos años para que estas puertas vuelvan a abrirse.
Abadía de San Sebastián
Montes Pirineos
Viernes, 1 de enero de 1999. 3.23 a. m
.
Texto. El joven monje comenzó a llorar desconsoladamente cuando sintió el frío cañón de la pistola contra su sien.
Estaba temblando del miedo y las lágrimas le rodaban por las mejillas.
—¡Por el amor de Dios, Philippe! —dijo—. Si sabe dónde está, ¡dígaselo!
El hermano Philippe de Villiers estaba de rodillas sobre el suelo del comedor de la abadía con las manos en la nuca. A su izquierda, también arrodillado, estaba el hermano Maurice Dupont, el joven monje al que estaban apuntando con una pistola en la cabeza; a su derecha, los otros dieciséis monjes jesuitas que vivían en la abadía de San Sebastián. Los dieciocho monjes, de rodillas, formaban una fila en medio del comedor.
Delante de De Villiers, desplazado ligeramente a su izquierda, se encontraba un hombre vestido con un traje de combate negro que portaba una pistola automática Glock del calibre 18 y un Heckler & Koch G-ll, el mejor fusil de asalto avanzado jamás fabricado. En ese preciso instante, la Glock del hombre vestido de negro permanecía firmemente apoyada contra la cabeza de Maurice Dupont.
Otra docena más de hombres vestidos y armados de forma similar se encontraban dispersos por el amplio comedor de la abadía. Todos llevaban pasamontañas negros y estaban a la espera de que Philippe de Villiers respondiera una pregunta muy importante.
—No sé dónde está —dijo De Villiers entre dientes.
—Philippe… —dijo Maurice Dupont.
La pistola que apuntaba a la sien de Dupont se disparó sin ningún aviso previo. El disparo resonó en el silencio de la casi desierta abadía. La cabeza de Dupont estalló como si de una sandía se tratara y una estela de sangre salpicó el rostro de De Villiers.
Nadie fuera de la abadía oiría ese disparo.
La abadía de San Sebastián estaba encaramada en la cima de una montaña, a casi dos mil metros por encima del nivel del mar, escondida entre los picos cubiertos de nieve de los montes Pirineos. Como a uno de los monjes más ancianos le gustaba decir, «era lo más cerca que se podía estar de Dios en la tierra». El vecino más cercano de la abadía de San Sebastián, el famoso observatorio Pie du Midi, estaba situado a casi veinte kilómetros de distancia.