—Yo vine a Inglaterra para dos semanas de vacaciones. Vengo de Holanda. Me gusta mucho Inglaterra. He estado en Strafford Avon, el teatro de Shakespeare y Warwick Castle. Luego he estado en Clovelly; ahora he visto la catedral de Exeter y Torquay —muy bonito—; vengo aquí a ver un lugar famoso y pintoresco y mañana cruzo el río, voy a Plymouth, desde donde se hizo el descubrimiento del Nuevo Mundo.
—¿Y usted,
signorina
? —Poirot se volvió hacia la otra chica. Pero ella se limitó a sonreír y a mover sus rizos.
—Mucho inglés no habla —dijo la chica holandesa amablemente—. Las dos un poco francés hablamos... por eso hablamos en tren. Viene de cerca de Milán y tiene pariente en Inglaterra casado con caballero que tiene tienda con muchos ultramarinos. Vino ayer con amiga suya a Exeter, pero amiga comió pastel malo de jamón y ternera en una tienda de Exeter y tuvo que quedarse allí enferma. No es bueno con calor el pastel de ternera y jamón.
En ese momento el chófer aminoró la marcha en un lugar donde la carretera se bifurcaba. Las dos chicas se bajaron, dieron las gracias en dos idiomas y continuaron su ascensión por el camino de la izquierda. El chófer abandonó por un momento su actitud de olímpico distanciamiento y dijo a Poirot:
—No sólo los pasteles de jamón y ternera; tiene uno que tener cuidado con toda clase de pastelería. ¡Les meten
cualquier cosa
durante la temporada de verano!
Puso de nuevo el coche en marcha y tomó la carretera de la derecha, que poco después se adentraba en un espeso bosque. Continuó hablando para pronunciar su veredicto final sobre los ocupantes del Albergue Juvenil de Hoodown Park.
—Son agradables algunas de las jóvenes de ese albergue —dijo—; pero cuesta mucho trabajo hacerles comprender que no deben invadir el terreno ajeno. Es un escándalo cómo se introducen en la finca. Parece que no entienden que aquí la casa de un caballero es
privada
. Siempre están metiéndose en el bosque, y luego fingen que no entienden lo que se les dice.
Movió la cabeza con tristeza.
Continuaron bajando la colina a través de los bosques, luego cruzaron una gran puerta de hierro y continuaron por una vereda que, tras una curva final, terminaba frente a una gran casa blanca, estilo georgiano, que dominaba el río.
El chófer abrió la puerta del coche en el momento en que un mayordomo alto y moreno aparecía en la entrada.
—¿El señor Hércules Poirot? —preguntó el fámulo.
—Sí.
—La señora Oliver le espera, señor. La encontrará usted en el parapeto. Permítame que le indique el camino.
El mayordomo condujo a Poirot por un sendero tortuoso a lo largo del bosque, desde el que de trecho en trecho se vislumbraba el río. El sendero descendía gradualmente, hasta terminar en un espacio abierto, redondo, en el que había un parapeto bajo y almenado. En el parapeto estaba sentada la señora Oliver.
Se levantó para salir a su encuentro y de su regazo cayeron varias manzanas que rodaron en todas direcciones. Las manzanas parecían ser un
motif
inevitable de todos los encuentros con la señora Oliver.
—No sé por qué siempre dejo caer cosas —dijo la señora Oliver de un modo algo confuso, porque tenía la boca llena de manzana—. ¿Cómo está usted, monsieur Poirot?
—
Tres bien, chére madame
—contestó Poirot cortésmente—. ¿Y usted?
La señora Oliver había cambiado ligeramente de aspecto desde la última vez que Poirot la había visto. La razón de este cambio era, como ella había insinuado por teléfono, que había hecho un nuevo experimento con su
coiffure
. La última vez, su cabello, parecía alborotado por el viento.. Aquel día, en cambio, su cabello, marcadamente azulado, estaba recogido en alto en una multitud de ricitos muy artificiales, como una marquesa del siglo XVIII. El tocado de la marquesa terminaba en el cuello, ya que el resto de su atuendo podía ser descrito, decididamente, como «práctico y campesino» y consistía en una falda y una chaqueta de paño áspero, de un violento color de yema de huevo, y un jersey de un bilioso color de mostaza.
—Sabía que vendría usted —gorjeó la señora Oliver alegremente.
—Es imposible que lo supiera usted —dijo Poirot severamente.
—Sí, sí, lo sabía.
—Todavía me pregunto yo mismo
por qué
estoy aquí.
—Yo puedo contestarle. Por curiosidad.
Poirot la miró con ojos un poco chispeantes.
—La famosa intuición femenina —dijo— puede que, por una vez en la vida, no la haya llevado muy lejos de la verdad.
—Bueno, no se ría de mi intuición femenina. ¿No he descubierto siempre al asesino desde el primer momento?
Poirot, galantemente, guardó silencio. Pero muy bien podía haber respondido: «¡Puede que lo haya adivinado al quinto intento, y no siempre!»
Pero en vez de eso, dijo mirando a su alrededor:
—Es verdaderamente hermosa esta finca que tiene usted aquí.
—¿Ésta? ¡Pero si no es mía, monsieur Poirot! ¿Creía usted que era mía? No, no; pertenece a una familia llamada Stubbs.
—¿Quiénes son?
—Nadie, casi nadie —dijo la señora Oliver vagamente—; sólo son ricos... No; estoy aquí profesionalmente, haciendo un trabajo.
—¡Ah! Está usted orientándose para una de sus obras maestras, ¿eh?
—No, no. Sólo lo que he dicho. Estoy haciendo un
trabajo
. Me han contratado para que organice un asesinato.
Poirot se la quedó mirando.
—No, no; no un asesinato de verdad —dijo la señora Oliver, tranquilizándole—. Mañana hay aquí una gran verbena y, como novedad, tendremos la Persecución del Asesino. Yo lo dispongo todo. Como la Búsqueda del Tesoro, pero como la Búsqueda del Tesoro es tan corriente, pensaron que esto sería una novedad. Conque me ofrecieron una suma muy sustanciosa por venir aquí y pensarlo todo. Muy divertido... será un cambio en la triste rutina diaria.
—¿Y en qué va a consistir?
—Bueno, habrá una Víctima, claro, y Pistas. Y Sospechosos. Todo bastante convencional, ¿sabe?, la Vampiresa, el Chantajista, los Jóvenes Amantes, el Mayordomo Siniestro, etc. Cuesta media corona la entrada y le dan a uno la primera Pista, y tiene uno que encontrar la Víctima, y el Arma, y decir quién es el Asesino y el Motivo. Y hay varios premios.
—¡Muy notable! —dijo Hércules Poirot.
—La verdad es que es mucho más difícil de lo que parece organizar eso... —dijo la señora Oliver con expresión lastimera—. Porque tiene usted que contar que la gente de verdad es inteligente y en mis libros no es necesario que lo sean.
—¿Y me ha hecho usted venir para ayudarla en esto?
Poirot no se esforzó mucho en ocultar su resentimiento.
—¡No, no! —dijo la señora Oliver—. ¡Desde luego que no! Lo he hecho yo todo. Está todo dispuesto para mañana. No, no, le necesitaba a usted por un motivo completamente distinto.
—¿Qué motivo?
La señora Oliver se llevó las manos a la cabeza. Estaba a punto de pasárselas frenéticamente por el pelo con su gesto familiar, cuando recordó lo intrincado de su nuevo peinado. En cambio, se desahogó tirándose de los lóbulos de las orejas.
—¡Debo ser una estúpida! —dolióse—. Pero creo que algo anda mal.
Se produjo un momento de silencio, mientras Poirot la miraba fijamente.
—¿Que algo anda mal? —preguntó al fin vivamente—. ¿Cómo es eso?
—No sé... Por eso le necesito a usted para que lo descubra. Pero he tenido la sensación... cada vez más fuerte... de que me estaban... bueno, manejando, dirigiendo... Llámeme tonta, si quiere, pero lo único que le digo es que, si mañana hubiera aquí un asesinato de
verdad
, en vez de uno imaginario, no me sorprendería nada.
Poirot se la quedó mirando y, ella le devolvió la mirada, desafiadora.
—Muy interesante —dijo Poirot.
—Y sé muy bien lo que siempre dice, o piensa, de la intuición.
—Uno le da nombres distintos a las mismas cosas —dijo Poirot—. Estoy convencido de que ha notado usted algo o ha oído algo que ha despertado su ansiedad. Creo posible que ni usted misma sepa qué es lo que ha visto, observado u oído. Usted sólo conoce el
resultado
. Si me permite que me exprese así, no sabe usted lo que sabe. Puede usted llamarle a eso intuición, si lo desea.
—Eso de no poder ser concreta —dijo la señora Oliver en tono lastimero— le hace a una sentirse tan ridícula...
—Ya llegaremos al fondo de la cuestión —dijo Poirot animándola—. Dice usted que ha tenido la sensación de..., ¿cómo lo expresó usted...? ¿de que la estaban dirigiendo? ¿Puede explicar un poco más claramente lo que quiere usted decir con eso?
—Bueno, es bastante difícil..., ¿sabe usted?; éste es
mi
asesinato, por decirlo así. Lo he pensado yo y lo he planeado yo y todo encaja, todo está ensamblado... Bien, si conoce usted, aunque sea un poco, a los escritores, sabrá que no soportan las sugestiones. La gente dice: «¡Estupendo!, pero, ¿no sería mejor que Fulanito o Menganito hiciera esto o lo otro?»... «¿No sería maravilloso que la víctima fuera X, en lugar de Z? ¿O que el asesino resultara ser H, en lugar de J?» Total, que tiene uno ganas de decir: «¡Muy bien, escriba usted la novela, si quiere que sea así!»
Poirot asintió.
—¿Y eso es lo que ha estado ocurriendo aquí?
—No precisamente eso... Se propuso una cosa muy tonta y yo entonces me indigné, y ellos cedieron, pero luego insinuaron algo no tan tonto, y como yo había estado tan firme con el otro asunto, acepté esta pequeña modificación sin darme cuenta.
—Ya —dijo Poirot—. Sí... es un sistema... Se propone algo muy tosco y ridículo, pero no es lo que se pretende realmente. El objeto buscado es la pequeña alteración que viene después. ¿Es eso lo que quiere decir?
—Eso es exactamente lo que quiero decir —dijo la señora Oliver—. Y claro que
puede
que todo sean figuraciones mías, pero no lo creo. Y, en cualquier caso, ninguna de las modificaciones parece tener la menor importancia. Pero me preocupa... eso y una especie de... bueno,
atmosphère
.
—¿Quién ha propuesto esas modificaciones?
—Diferentes personas —dijo la señora Oliver—. Si hubiera sido sólo
una
persona, estaría más segura del terreno que piso. Pero no es una sola persona..., aunque creo que en realidad lo es. Es decir, es una persona que emplea para sus fines a otras que no sospechan nada.
—¿Tiene usted alguna idea de quién pueda ser esa persona?
La señora Ariadne Oliver hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Es una persona muy hábil y muy cuidadosa —dijo—. Podría ser cualquiera.
—¿Quiénes están aquí? —preguntó Poirot—. El número de personajes del drama debe ser bastante reducido, ¿no?
—Bien —empezó la señora Oliver—. Está sir George Stubbs, el dueño de la casa. Rico, vulgar y, en mi opinión, terriblemente tonto para lo que no sean los negocios, aunque acaso sea un lince para ellos. Luego lady Stubbs, o sea Hattie, unos veinte años más joven que él, muy guapa, pero tonta de remate..., creo que es una auténtica deficiente mental. Se casó con él por el dinero, naturalmente, y sólo piensa en trajes y joyas. Luego está Michael Weyman, un arquitecto joven y guapo, con una belleza áspera, de artista. Está haciendo los planes de un pabellón de tenis para sir George y reparando el Templete
[1]
.
—¿El Templete?
—Sí, una especie de templete blanco con columnas. Los habrá visto usted en Kew. Luego tenemos a la señorita Brewis, una especie de secretaria ama de llaves que dirige la casa y escribe cartas..., muy ceñuda y eficiente. Y luego la gente de los alrededores, que viene a ayudar. Un matrimonio joven, que ha alquilado una casita junto al río, Alec Legge y su esposa Sally. Y el capitán Warburton, que es el agente de Masterton. Y, naturalmente, los Masterton, y la anciana señora Folliat, que vive en lo que era antes la casa del guarda. Nasse perteneció a la familia de su marido. Pero todos han ido muriendo o los mataron en diferentes guerras, y hubo que pagar muchos derechos reales; de modo que al final el último heredero vendió la propiedad.
Poirot consideró esta lista de personajes, pero, por el momento, sólo eran nombres para él. Volvió al punto principal.
—¿De quién fue la idea de esa Persecución del Asesino?
—De la señora Masterson, creo. Es la esposa del diputado; muy buena organizadora, fue ella la que convenció a sir George de que la fiesta se celebrara aquí. La finca ha permanecido desocupada durante tanto tiempo que cree que la gente tendrá deseos de verla y pagará con gusto por ello.
—Todo parece muy normal —dijo Poirot.
—
Parece
normal —dijo la señora Oliver con obstinación—, pero no lo es. Le digo, monsieur Poirot, que algo anda
mal
.
Poirot miró a la señora Oliver y la señora Oliver le devolvió la mirada.
—¿Cómo ha explicado usted mi presencia aquí, y que me haya hecho usted venir? —preguntó Poirot, extrañado.
—Eso fue fácil —dijo la señora Oliver—. Será usted quien entregue los premios en la Persecución del Asesino. Todo el mundo está emocionadísimo. Dije que yo le conocía, que probablemente podría convencerle de que viniera y que estaba segura de que su nombre sería una atracción enorme... y, como es natural, lo será —añadió la señora Oliver diplomática.
—¿Y su idea fue aceptada sin objeciones?
—Ya le digo que todo el mundo se entusiasmó con la idea.
La señora Oliver consideró innecesario mencionar que uno o dos miembros de la joven generación habían preguntado : «¿Quién
es
Hércules Poirot?»
—
¿Todo el mundo?
¿Nadie se opuso a la idea?
La señora Oliver negó con la cabeza.
—Es una lástima —dijo Hércules Poirot.
—¿Quiere usted decir que eso pudo habernos orientado algo?
—No es probable que un presunto criminal acogiera con agrado mi presencia.
—Supongo que creerá usted que todo son figuraciones mías —dijo la señora Oliver en tono lastimero—. Tengo que admitir que hasta que empecé a hablar con usted no me di cuenta de lo poco que tengo en qué fundarme.
—Tranquilícese —dijo Poirot amablemente—. Estoy inquieto e interesado. ¿Por dónde empezamos?
La señora Oliver echó una ojeada a su reloj.
—Es la hora del té. Vamos a la casa y allí los conocerá usted a todos.
Tomó un camino distinto del que había seguido Poirot. Éste parecía llevar dirección contraria.