De Sousa encogió sus elegantes hombros.
—Estoy seguro de que Hattie se alegrará muchísimo —dijo sir George, cortésmente—. ¿Dónde
está
? La he visto no hace mucho.
Miró a su alrededor, perplejo.
—Tenía que estar fallando el concurso infantil de trajes. No lo comprendo. Perdóneme un momento. Preguntaré a la señorita Brewis.
Se marchó precipitadamente. De Sousa se le quedó mirando. Poirot miraba a De Sousa.
—Hace ya algún tiempo que no ha visto usted a su prima, ¿verdad? —preguntó.
El otro se encogió de hombros.
—No la he vuelto a ver desde que tenía ella quince años. Poco después la mandaron al extranjero, a un colegio religioso de Francia. De niña prometía ser muy guapa.
—Es una mujer muy hermosa —dijo Poirot.
—¿Y ése es su marido? Parece lo que llaman «un buen chico», aunque quizá no muy pulido, ¿no? Sin embargo, puede ser que a Hattie le resultara un poco difícil encontrar un buen marido.
Poirot, cortésmente, adoptó una expresión interrogante. El otro se rió.
—¡Bah, no es ningún secreto! A los quince años, Hattie no estaba mentalmente desarrollada. Retrasada mental, ¿no se dice así? ¿Y sigue lo mismo?
—Pues, parece que... sí —dijo Poirot con cautela.
De Sousa se encogió de hombros.
—¡Bueno! ¿Por qué ha de pedir uno a las mujeres inteligencia? No es necesario.
Sir George regresó, muy irritado. La señora Brewis estaba con él, hablando entrecortadamente.
—No tengo idea de dónde puede estar, sir George. La vi por última vez junto a la tienda de la fortuna. Pero eso fue por lo menos hace veinte minutos o media hora. No está en la casa.
—¿No es posible —preguntó Poirot— que haya ido a observar cómo va la Persecución del Asesino de la señora Oliver?
La frente de sir George se desarrugó.
—Seguramente será eso. Mire, no puedo dejar mi puesto en el tiro al coco. Está a mi cargo. Y Amanda tiene las manos ocupadas. ¿No podría usted, Poirot, echar una ojeada por ahí? Ya conoce el itinerario.
Pero Poirot no lo conocía. Sin embargo, preguntándole a la señorita Brewis, obtuvo unas instrucciones generales. La señorita Brewis, muy animada, se hizo cargo de De Sousa y Poirot se marchó, murmurando para sí, como si se tratara de un conjuro. «Pista de tenis; el jardín de las camelias; el templete, el jardín infantil, la caseta de los botes...»
Al pasar por el tiro al coco, le hizo gracia ver a sir George que, con sonrisa deslumbrante, entregaba bolas de madera a la misma chica italiana a quien había expulsado aquella mañana y que no ocultaba su desconcierto ante aquel cambio de actitud.
Siguió su camino en dirección a la pista de tenis. Pero allí sólo estaba un señor anciano, de aspecto militar, profundamente dormido en una silla de jardín y con el sombrero echado sobre los ojos. Poirot volvió a la casa y de allí se dirigió al jardín de las camelias.
En el jardín de las camelias, Poirot encontró a la señora Oliver, con un vestido de llamativo color morado, sentada en una silla de jardín y en actitud pensativa. Le hizo seña de que ocupara una silla a su lado.
—Ésta es la segunda pista —murmuró—. Me parece que las he puesto demasiado difíciles. Nadie ha venido todavía.
En aquel momento, un joven en pantalones cortos, con una nuez muy pronunciada, entró en el jardín. Con un grito de satisfacción corrió a un árbol situado en una esquina y otro grito de satisfacción anunció su descubrimiento de la siguiente pista. Al pasar al lado de ellos se sintió impulsado a comunicar su satisfacción.
—Hay mucha gente que no sabe nada de los alcornoques, los árboles del corcho —dijo en tono confidencial—. Una fotografía muy hábil, la de la primera pista, pero yo adiviné lo que era: una sección de una red de tenis. Allí había una botella vacía... pero yo comprendí que era una pista falsa. Son muy delicados los alcornoques, aunque en estas regiones son más resistentes. Me interesan los arbustos raros y los árboles. Y
ahora
me pregunto: ¿A dónde vamos?
Leyó en el cuadernito que llevaba, frunciendo el ceño.
—He copiado la siguiente pista, pero no parece que tenga sentido —les miró con expresión desconfiada—. ¿Son ustedes concursantes?
—No, no —dijo la señora Oliver—. Estamos... mirando, nada más.
—¡Estupendo!... «Cuando las bellas se entregan a la locura»... Tengo una idea de que he oído eso en algún sitio.
—Es una cita muy conocida —dijo Poirot
[6]
.
—También puede referirse a un templete... —dijo la señora Oliver, queriendo ayudar— blanco... con columnas —añadió.
—¡Es una idea! Muchas gracias. Dicen que la señora Ariadne Oliver anda por aquí. Me gustaría que me firmara un autógrafo. ¿No la habrán visto ustedes?
—No —dijo la señora Oliver con firmeza.
—Me gustaría conocerla. Escribe unas novelas muy buenas —bajó la voz—. Pero dicen que bebe como un cosaco.
Se marchó precipitadamente y la señora Oliver dijo indignada:
—¡Vaya! ¡Qué injusticia! ¡Si sólo me gusta la limonada!
—¿Y no ha cometido una gran injusticia dirigiendo a ese joven a la siguiente pista?
—Teniendo en cuenta que es el único que ha llegado aquí por el momento, me pareció que merecía le animara.
—Pero no le firmó usted el autógrafo.
—Eso es distinto —dijo la señora Oliver—. ¡Ssssh! Aquí viene alguien más.
Pero los que llegaban no eran buscadores de pistas. Eran dos mujeres que, habiendo pagado la entrada, estaban decididas a sacarle partido a su dinero, viéndolo todo a conciencia. Estaban sofocadas y descontentas.
—Yo creí que habría macizos de flores —dijo una a la otra—; pero sólo hay árboles y más árboles. No es lo que yo llamaría un
jardín
.
La señora Oliver le dio a Poirot con el codo y se escabulleron sin hacer ruido.
—Supongamos —dijo la señora Oliver distraída— que
nadie
encuentra mi cadáver.
—Paciencia y valor, señora —indicó Poirot—; todavía es muy temprano.
—Eso es cierto —dijo la señora Oliver marchándose—. Y después de las cuatro y media de la tarde la entrada es a mitad de precio, conque lo probable es que acuda mucha gente. Vamos a ver qué tal le va a esa Marlene. La verdad es que no me fío nada de esa chica. No tiene sentido de la responsabilidad. La creo muy capaz de escabullirse sin hacer ruido e irse a tomar el té, en lugar de interpretar su papel de cadáver. Ya sabe usted cómo se pone la gente, con eso del té.
Continuaron amistosamente por el selvático sendero y Poirot hizo un comentario sobre la geografía de la finca.
—La encuentro muy confusa —dijo—. Tantos senderos, y uno nunca está seguro de a dónde conducen. Y árboles, árboles por todas partes.
—Se está usted pareciendo a aquella gruñona que acabamos de dejar.
Pasaron por el templete y siguieron el zigzagueante sendero que bajaba al río. La silueta de la caseta de los botes apareció ante su vista.
Poirot observó que sería un contratiempo el que algún concursante llegara a la caseta por casualidad y se encontrara con el cadáver.
—¿Una especie de atajo? Ya pensé en ello. Por eso la última clave es una llave. No se puede abrir la puerta sin ella. Es una «Yale». Sólo se puede abrir desde dentro.
El camino bajaba en pronunciada cuesta hasta la puerta de la caseta de los botes, que estaba construida sobre el río y tenía un pequeño embarcadero, con un espacio debajo para guardar los botes. La señora Oliver cogió la llave de un bolsillo escondido entre los pliegues morados de su vestido y abrió la puerta.
—Hemos venido a alegrarte un poco, Marlene —dijo con animación al entrar.
Sintió remordimientos por sus injustas palabras sobre la lealtad de Marlene, porque la chica, colocada artísticamente como «el cadáver», estaba interpretando su papel a conciencia, extendida en el duro suelo, junto a la ventana.
Marlene no contestó. Yacía completamente inmóvil. El ligero viento que entraba por la ventana hacía crujir un montón de «tebeos», extendidos sobre la mesa.
—Bueno ya está bien —dijo la señora Oliver con impaciencia—. Sólo somos monsieur Poirot y yo. Nadie ha adelantado nada todavía.
Poirot tenía el ceño fruncido. Suavemente, echó a un lado a la señora Oliver y se inclinó sobre la chica extendida en el suelo. Una exclamación contenida salió de sus labios. Levantó la vista hacia la señora Oliver.
—Conque... —dijo— al fin ha ocurrido lo que usted esperaba.
—No querrá usted decir que...
La señora Oliver abrió los ojos, horrorizada. Agarró un sillón de mimbre y se sentó.
—Es imposible que... No está muerta, ¿verdad?
Poirot afirmó con un movimiento de cabeza.
—Sí —dijo—. Está muerta. Aunque no desde hace mucho tiempo.
—¿Pero cómo...?
Levantó una esquina del alegre pañuelo que la chica llevaba en la cabeza, para que la señora Oliver pudiera ver los extremos de la cuerda de tender la ropa.
—Igual que en
mi
asesinato —dijo la señora Oliver vacilante—. Pero,
¿quién? ¿Y por qué?
—Ése es el quid de la cuestión —dijo Poirot.
Se abstuvo de añadir que esas mismas preguntas se había hecho él.
Y que la respuesta a las mismas no podía ser la que la señora Oliver había imaginado, ya que la chica no era la primera mujer, yugoslava, de un investigador atómico, sino Marlene Tucker, una chica del pueblo de catorce años de edad y que no tenía en el mundo ningún enemigo conocido.
El detective inspector Bland estaba sentado tras una mesa en el despacho. Sir George le había recibido en seguida, le había llevado a la caseta de los botes y había vuelto luego a la casa con él. En la caseta de los botes estaban trabajando el equipo de fotógrafos, y el médico y los hombres de las huellas dactilares acababan de llegar.
—¿Tienen todo lo que necesitan? —preguntó sir George.
—Sí, muchas gracias, señor.
—¿Qué tengo que hacer respecto a la fiesta que está celebrándose, decírselo a la gente, suspenderla o qué?
El inspector Bland consideró la cuestión durante unos momentos.
—¿Qué es lo que les ha dicho ya, sir George? —preguntó.
—No he dicho nada. Anda circulando la especie de que ha ocurrido un accidente. Sólo eso. No creo que nadie haya sospechado todavía que se trata de... bueno, de un asesinato.
—Entonces, deje las cosas como están, por el momento —decidió Bland—. Demasiado pronto circulará la noticia. —añadió cínicamente. De nuevo se quedó pensativo durante un momento y luego preguntó—: ¿Cuántas personas cree usted que hay aquí esta tarde?
—Unas doscientas, creo yo —contestó sir George—, y siguen viniendo a montones. Parece que ha venido gente de muy lejos. En realidad, la fiesta está resultando un éxito rotundo. ¡Qué desgracia!
El inspector Bland supuso acertadamente que la desgracia a que se refería sir George era el asesinato, no el éxito de la fiesta.
—Unas doscientas—murmuró—; y supongo que cualquiera pudo haberlo hecho.
Suspiró.
—Caso difícil —dijo sir George con simpatía—. Pero no veo qué razón iba a tener ninguna de ellas para matarla. Todo esto resulta completamente fantástico... No veo quién puede haber querido matar a una chica como ésta.
—¿Qué puede usted decirme de la chica? Tengo entendido que era de la localidad, ¿no es así?
—Sí. Su familia vive en una de las casas que están junto al embarcadero. Su padre trabaja en una de las granjas de la localidad... en la de Paterson, creo. La madre de la niña está aquí, en la fiesta. La señorita Brewis..., mi secretaria, podrá contárselo todo mucho mejor que yo. La señorita Brewis ha conseguido llevarse a la madre y está dándole tazas de té.
—Muy bien —aprobó el inspector—. Todavía no veo muy claro en todo esto, sir George. ¿Qué es lo que estaba haciendo la chica en la caseta de los botes? He oído decir que están persiguiendo a un asesino o buscando un tesoro o algo así.
Sir George hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
—Sí. A todos nos pareció una gran idea. Ahora no parece tan buena. Creo que la señorita Brewis podrá probablemente explicárselo a usted todo mucho mejor que yo. ¿Quiere que vaya a buscarla? A no ser que quiera usted saber antes alguna cosa más.
—Por el momento, no, sir George. Puede ser que más tarde tenga que hacerle más preguntas. Quiero ver a algunas personas, a usted, a lady Stubbs y a los que encontraron el cadáver. Creo que una de las personas que lo encontraron es la novelista que organizó esta Persecución del Asesino, como usted la llama.
—Exacto. La señora Oliver, Ariadne Oliver.
El inspector alzó ligeramente las cejas.
—¡Ah... ella! —dijo—. Se venden mucho sus libros. Yo mismo he leído muchos de ellos.
—Está un poco disgustada —dijo sir George— y con razón, claro. Le diré que usted la necesita, ¿no? No sé dónde está mi mujer. Parece que ha desaparecido hace un rato. Debe de andar por ahí, entre esas dos o trescientas personas... No es que pudiera decirles gran cosa. Quiero decir, de la chica y todo eso. ¿A quién quiere ver primero?
—Creo que a su secretaria, la señorita Brewis, y después a la madre de la chica.
Sir George asintió y salió de la habitación.
Robert Hoskins, agente de la policía local, abrió la puerta para que pasara sir George y la cerró después que hubo salido. Luego hizo una declaración espontánea, un comentario a una de las observaciones de sir George.
—Lady Stubbs está un poco mal de aquí —dijo tocándose la frente—. Por eso dijo que no sería de gran ayuda. Está chiflada.
—¿Es acaso una chica de aquí?
—No. Extranjera, de no sé dónde. Algunos dicen que no es blanca del todo, pero yo no lo creo. Bland movió afirmativamente la cabeza. Se quedó un momento en silencio, jugando con el lápiz sobre una hoja de papel que había frente a él. Luego hizo una pregunta extraoficial.
—¿Quién la mató, Hoskins? —dijo.
Si alguien podía tener alguna idea sobre los antecedentes del caso, pensó Bland, ese alguien era Hoskins. Hoskins era un hombre de mentalidad inquisitiva, que se interesaba mucho por todo y por todos. Tenía una mujer muy criticona y eso, unido a su posición como policía, le proporcionaba vasta información privada.
Hoskins empezó:
—Un extranjero, creo yo. Nadie aquí lo hubiera hecho. Son buena gente los Tucker. Una familia agradable y respetable. Son nueve, en conjunto. Dos de las chicas mayores están casadas; un chico en la Marina; el otro está haciendo el servicio, otra chica está en una peluquería, en Torquay... Quedan en casa tres más pequeños, dos chicos y una chica —se quedó en silencio, pensando—. Ninguno de ellos es lo que se llama brillante, pero la señora Tucker tiene la casa muy bien, limpia como una patena... Era la más joven de once hermanos. Vive con ella su padre, que es ya muy viejo. Bland recibió en silencio toda esa información. Hoskins, en su lenguaje peculiar, le había dado una descripción exacta de la posición social y el modo de vivir de los Tucker.