—Creo que su amigo ha vuelto al Albergue Juvenil —dijo Poirot—. Si quiere usted verle, tendrá que ir allá.
—¡Conque esas tenemos! —murmuró Alec Legge.
Se dejó caer en el otro extremo del banco de piedra.
—¿Conque es por eso por lo que está usted aquí? No era para «entregar los premios». Debí haberlo comprendido —volvió hacia Poirot un rostro ansioso y triste—. Ya sé lo que debe parecer todo esto. Ya sé lo que parece. Pero no es lo que usted cree. Soy una víctima de todos ellos. Le digo a usted que una vez que se deja coger uno por las garras de esta gente, no es fácil librarse. Y yo quiero librarme. Ése es el quid de la cuestión.
Yo quiero librarme
. Se desespera uno. Le entran a uno deseos de tomar medidas desesperadas. Está uno como un ratón en una ratonera y con la sensación de no poder hacer nada. ¡Ah, bueno, de nada sirve hablar! Supongo que ya sabe usted lo que quería saber. Ya tiene usted pruebas.
Se levantó, se tambaleó un poco, como si apenas pudiera ver el camino, luego salió precipitadamente, sin volver la vista.
Hércules Poirot se quedó atrás, con los ojos muy abiertos y las cejas levantadas.
—Todo esto es muy curioso —dijo—. Curioso e interesante. Tengo las pruebas que necesitaba. ¿Pruebas de qué? ¿De un asesinato?
El inspector Bland estaba sentado en la estación de policía de Helmmouth. El superintendente Baldwin, un hombre alto, de aspecto animoso, se sentaba al otro lado de la mesa. En la mesa, entre los dos hombres, había un bulto negro, empapado. El inspector Bland lo tocó con el dedo con cuidado.
—No hay duda de que es un sombrero —dijo—. Estoy seguro, aunque no creo que pudiera jurarlo. Parece que le gustaba esa forma. Eso me dijo la doncella. Tenía varios de ésos. Uno rosa pálido y otro amoratado, pero ayer llevaba el negro. Sí, ése es. ¿Y lo sacaron ustedes del río? Eso parece indicar que estábamos en lo cierto.
—No hay seguridad todavía —dijo Baldwin—. Después de todo —añadió— cualquiera pudo tirar el sombrero al río.
—Sí —dijo Bland—. Pudieron tirarlo desde la caseta de los botes o desde un yate.
—El yate está perfectamente vigilado —dijo Baldwin—. Si está allí, viva o muerta, allí sigue.
—¿No ha bajado él a tierra hoy?
—Hasta ahora no. Está a bordo. Ha estado sentado fuera, en una silla extensible, fumando un cigarro.
El inspector Bland echó una ojeada al reloj.
—Ya casi es la hora de subir a bordo —dijo.
—¿Cree usted qué la encontrará? —preguntó Baldwin.
—No lo aseguraría —dijo Bland—. Barrunto que es un tipo muy listo.
Se hundió por un momento en sus pensamientos y volvió a tocar el sombrero. Luego dijo:
—¿Y respecto al cadáver, caso de que lo haya? ¿Tiene usted alguna idea sobre ello?
—Sí —dijo Baldwin—. Hablé con Otterwin esta mañana. Es un guardacostas jubilado. Siempre le consulto en todo lo relacionado con mareas, y corrientes. A la hora en que esa señora fue a parar al río, suponiendo que fuera a parar al río, la marea estaba baja. Como hay luna llena, subiría rápidamente. Opina que el cadáver sería arrastrado por el mar y la corriente lo llevaría hacia la costa de Cornualles. No puede saberse con seguridad el lugar donde aparecería el cadáver, ni siquiera que apareciera en ningún sitio. Hemos tenido aquí dos ahogados cuyos cadáveres no han sido recuperados. Además, se destrozan contra las rocas junto a Start Point. Por otra parte, podría aparecer cualquier día.
—Si no aparece, habrá dificultades —dijo el inspector Bland.
—¿Está usted firmemente convencido de que fue a parar al río?
—No se me ocurre otra cosa —dijo el inspector Bland con expresión sombría—. Hemos vigilado los autobuses y los trolebuses. Este lugar es un callejón sin salida. Iba vestida de un modo muy llamativo y no se llevó con ella otros vestidos. Conque yo diría que no salió de Nasse. Su cadáver está o bien en el mar o escondido en algún lugar de la finca. Lo que necesito ahora —continuó apesadumbrado— es el
motivo
. Y el cadáver, por supuesto —dijo como recordando de pronto—. No puedo llegar a ninguna parte sin el cadáver.
—¿Y de la otra chica?
—Vio el otro asesinato... o vio algo. Llegaremos a los hechos al final. Pero no va a ser tarea fácil.
Baldwin, por su parte, miró el reloj.
—Es hora de irnos —dijo.
Los dos policías fueron recibidos a bordo del
Espérance
con toda la encantadora cortesía de De Sousa. Les ofreció algo de beber, ofrecimiento que ellos rechazaron, y a continuación se mostró amablemente interesado por sus actividades.
—¿Han adelantado ustedes en su investigación de la muerte de esa chica?
—Estamos progresando bastante —le dijo el inspector Bland.
El superintendente tomó las riendas y expresó con mucha delicadeza el objeto de su visita.
—¿Les gustaría registrar el
Espérance
? —a De Sousa no pareció enfadarle, sino más bien divertirle la idea—. ¿Pero por qué? ¿Creen ustedes que tengo escondido al asesino o que el asesino soy yo mismo?
—Es necesario, señor De Sousa; estoy seguro de que lo comprenderá usted así. La autorización de registro...
De Sousa alzó las manos.
—Pero si estoy deseando colaborar con ustedes... ¡si no deseo otra cosa! Vamos a tratar esto entre amigos. Tienen ustedes libertad absoluta para registrar todo lo que quieran en mi barco. Ah, ¿a lo mejor creen ustedes que tengo aquí a mi prima lady Stubbs? ¿Creen que se ha escapado de lado de su marido y ha venido a refugiarse aquí? Pero registren, caballeros, registren por favor.
Pusieron manos a la obra. El registro fue muy concienzudo. Por último, esforzándose en ocultar su desilusión, los dos policías se despidieron del señor De Sousa.
—¿No han encontrado ustedes nada? ¡Qué desilusión! Pero ya se lo dije a ustedes.. Tomarán algo, ¿no?
Les acompañó hasta el bote, que les esperaba al costado del
Espérance
.
—¿Y yo? —preguntó—, ¿puedo marcharme? Comprenderán que esto resulta un poco aburrido. Hace buen tiempo y me gustaría mucho continuar hasta Plymouth.
—Le agradeceríamos mucho, señor, que permaneciera usted aquí para la encuesta, qué es mañana, por si el «coroner» quisiera preguntarle algo.
—Naturalmente. Quiero ayudar en todo lo que pueda. Pero, ¿y después?
—Después, señor —dijo el superintendente Baldwin con el rostro impasible—, está usted en libertad, naturalmente, de ir a donde guste.
Lo último que vieron, mientras la lancha se alejaba del yate, fue el rostro sonriente de De Sousa, que les miraba desde arriba.
La encuesta estuvo completamente desprovista de interés. Aparte del informe médico y de la identificación del cadáver poco hubo para satisfacer la curiosidad de los espectadores. Se solicitó un aplazamiento y fue concedido. Todo el procedimiento había sido pura cuestión de fórmula.
Lo que ocurrió después de la encuesta, sin embargo, no fue tan convencional. El inspector Bland dedicó la tarde a dar un paseo en el famoso barco de recreo, el «Devon Belle». Salió de Brixwell a eso de las tres, dio la vuelta al cabo, continuó bordeando la costa, entró en la desembocadura del Helm y siguió río arriba. Además del inspector Bland, iban a bordo unas 230 personas. Se sentó a estribor, escudriñando la orilla cubierta de árboles. Después de una revuelta del río, pasaron por delante de la solitaria caseta de tejado gris que pertenecía a Hoodown Park. El inspector Bland miró disimuladamente su reloj de pulsera. Eran las cuatro y cuarto. Estaban en aquel momento pasando cerca de la caseta de Nasse. Se la veía, distante, abrigada entre los árboles, con su balconcito y su pequeño desembarcadero. Nada indicaba que hubiera alguien dentro de la caseta, aunque en realidad el inspector Bland sabía con certeza que
había
una persona dentro. Hoskins, cumpliendo órdenes, estaba de servicio en la caseta de los botes.
No lejos de los peldaños de la caseta había una pequeña lancha. En la lancha había un hombre y una chica, con ropa de excursionistas. Estaban entregándose a lo que parecía una payasada bastante tosca. La chica gritaba, el hombre fingía, jugando, que iba a tirarla por la borda. En aquel preciso instante, una voz estentórea habló a través de la bocina.
—Señoras y caballeros —tronó—, estamos llegando al famoso pueblo de Gitcham, donde nos detendremos tres cuartos de hora y donde podrán tomar el té, cangrejos o langosta y crema de Devonshire. A la derecha tienen la propiedad de Nasse House. Pasaremos por delante de la casa dentro de dos o tres minutos. Se divisa apenas a través de los árboles. En un principio, perteneció a sir Gervase Folliat, contemporáneo de sir Francis Drake, que se embarcó con él en su viaje al Nuevo Mundo, y en la actualidad es propiedad de sir George Stubbs. A la izquierda tienen la famosa Gooseacre Rock. En esta roca, señoras y caballeros, era costumbre depositar a las mujeres regañonas cuando la marea era baja, y dejarlas allí hasta que el agua les llegara al cuello.
Todos los pasajeros del «Devon Belle» contemplaron fascinados la Gooseacre Rock. Hubo muchas bromas, risitas agudas y risotadas.
Mientras ocurría esto, el excursionista de la lancha, tras un último forcejeo, consiguió tirar a su amiga por la borda. Agachándose, la tuvo metida bajo el agua, riéndose y diciendo: «No, no te saco hasta que prometas portarte como es debido».
Nadie, sin embargo, observó esto, salvo el inspector Bland. Todos habían estado escuchando la voz que salía de la bocina, mirando entre los árboles, para captar la vista de Nasse House, cuando aparecía por primera vez o contemplando fascinados la Gooseacre Rock.
El excursionista soltó a la chica, ella se hundió en el agua y segundos más tarde apareció al otro lado del bote. Nadó hasta él y subió por el costado, con destreza. Alice Jones, perteneciente al cuerpo femenino de policía, era una nadadora consumada.
El inspector Bland bajó a tierra en Gitcham, con los otros 230 pasajeros y tomó té, langosta, crema de Devonshire y unas tortas. Mientras comía, se decía: «¡De modo que
pudo
haber ocurrido y nadie lo hubiera notado!»
Mientras el inspector Bland hacía su experimento en el río Helm, Hércules Poirot hacía otro experimento con una tienda en el césped de Nasse House. En realidad, era la misma tienda donde Madame Zuleika había estado leyendo las rayas de la mano. Cuando los demás puestos y tiendas habían sido desarmados. Poirot había solicitado que dejaran aquélla.
Entró en la tienda, cerró las solapas y se dirigió al fondo. Con manos hábiles, desató las solapas del fondo, salió de la tienda y volvió a atarlas, hundiéndose en el seto de rododendros colocado inmediatamente detrás. Deslizándose por entre dos arbustos, no tardó en llegar a un pequeño cenador rústico. Era una especie de quiosco, con una puerta cerrada; Poirot abrió la puerta y entró. En el interior estaba muy oscuro, porque entraba muy poca luz a través de los rododendros que habían crecido a su alrededor, desde que habían sido colocados allí, hacía ya muchos años. Había una caja con bolas de criquet y algunos aros oxidados, uno o dos palos rotos de hockey, gran cantidad de arañas y de ciempiés y una marca más o menos redonda en el polvo del suelo. Poirot la contempló durante, un momento. Se arrodilló y, sacando de su bolsillo una cinta de medir, tomó las medidas con todo cuidado. Luego movió la cabeza satisfecho.
Salió sin hacer ruido, cerrando la puerta. Luego siguió en dirección oblicua, a través de los rododendros. Se abrió camino cuesta arriba, y poco después salió al sendero que conducía al templete desde allí a la caseta de los botes.
No entró en el templete en aquella ocasión, sino que continuó por el zigzagueante camino hasta la caseta. Llevaba la llave, abrió la puerta y entró.
Salvo por la retirada del cadáver y de la bandeja con el vaso y el plato, estaba exactamente tal como lo recordaba. La policía había anotado y fotografiado todo lo que contenía. Se acercó a la mesa, donde yacían los «tebeos». Les dio la vuelta y al ver las palabras que Marlene había escrito antes de morir, la expresión de Poirot era bastante parecida a la del inspector Bland. «Jackie Blackie anda con Susan Brown». «George Porgie besa a las exploradoras en el bosque». «Peter pellizca a las chicas en el cine». «A Biddi Fox le gustan los chicos». «Albert anda con Doreen».
Las anotaciones le parecieron patéticas en su juvenil crudeza. Recordó el rostro vulgar de Marlene. Pensó que probablemente los chicos no habrían pellizcado a Marlene en el cine. Defraudada, Marlene había encontrado un sustituto emocionante en fisgar y espiar a sus jóvenes contemporáneos. Había espiado, había husmeado y había visto cosas. Cosas que no tenía por qué haber visto, cosas, generalmente, de poca importancia, pero puede que en cierta ocasión hubiera visto algo de mayor importancia. Algo de cuya importancia en relación con ciertas cosas, ella misma no tenía idea.
Todo esto eran simples conjeturas y Poirot movió la cabeza con expresión incierta. Su pasión por el orden era cada vez mayor y colocó ordenadamente el montón de «tebeos» sobre la mesa. Mientras lo hacía, le asaltó de pronto la sensación de que algo faltaba. Algo... ¿Qué sería? Algo que
debía
haber estado allí... Algo... Meneó la cabeza, al desaparecer la impresión pasajera.
Salió lentamente de la caseta de los botes, descontento y disgustado consigo mismo. Él, Hércules Poirot, había sido llamado para evitar un asesinato... y no lo había evitado. Había ocurrido en realidad. Era ignominioso. Y al día siguiente debía regresar a Londres, derrotado. Se sentía ridículamente apabullado... Sus mismos bigotes colgaban de un modo muy triste.
Quince días más tarde, el inspector Bland celebró una larga y desagradable entrevista con el jefe de policía de la provincia. El comandante Merrall tenía unas cejas enmarañadas y parecía un fox terrier malhumorado. Pero todos sus hombres le querían y respetaban a su juicio.
—Bien, bien, bien —dijo el comandante Merrall—; ¿con qué contamos? Con nada que nos sirva de base para actuar. A ese De Sousa no podemos relacionarlo de ningún modo con la chica exploradora. Si el cadáver de lady Stubbs hubiera aparecido, sería otra cosa —bajó las cejas hasta juntarlas con la nariz y miró a Bland—. Usted cree que
hay
un cadáver, ¿no?
—¿Qué cree usted, señor?
—Ah, estoy de acuerdo con usted. De otra forma, ya hubiéramos dado con ella. A no ser, claro está, que hubiera hecho planes con todo cuidado. Y no veo nada que indique que haya sido así. No tenía dinero. Hemos investigado el aspecto económico del asunto. Era sir George el del dinero. Le asignó una cantidad muy generosa, pero ella por sí misma no tiene ni un penique. Y no hay el menor indicio de que exista un amante. No hay rumores, ni cotilleos... y los hubiera habido en un lugar como ése.