A lo cual Daneel repuso:
—Creo que lo más indicado sería que llamases al robot bibliotecario.
A Baley le irritaba sobremanera la idea de tener que tratar con el robot. Antes hubiera preferido ir a fisgonear personalmente en la biblioteca.
—No —dijo al robot— nada de clásicos; prefiero cualquier novela cuyo tema esté sacado de la vida actual en Solaria. Mejor dicho, tráeme una docena.
El robot asintió (no podía ser de otro modo, pero mientras manipulaba los mandos que hacían salir de sus alvéolos los libros audiovisuales solicitados, para hacerlos pasar primero a una ranura tic salida y luego a la mano de Baley, siguió hablando en tono respetuoso de las otras clases de obras disponibles en la biblioteca).
—Tal vez al señor le gustaría una novela de aventuras de la poca de la exploración —sugirió— o quizás una excelente historia de la química con modelos atómicos animados, una fantasía o una galactografía. La lista es interminable.
Baley, ceñudo, esperó a que el robot te sirviese la media docena de novelas pedidas, y cuando las tuvo, cogió con sus manos, ¡con sus propias manos!, un visor, y salió de la biblioteca.
Como el robot le seguía preguntando si necesitaba ayuda para ajustarlo, Baley se volvió, para espetarle estas palabras:
—¡No! Quédate donde estás.
El robot se inclinó y permaneció inmóvil.
Tendido en la cama, con la cabecera iluminada, Baley lamentó la decisión tomada. El visor era distinto a cualquiera de los modelos que él conocía, y ni por asomo sabía cómo debía colocar la película. Pero no quiso dar su brazo a torcer, y después de desmontarlo y montarlo de nuevo, pieza por pieza, consiguió colocar adecuadamente la película.
Por último pudo verla y, aunque estaba ligeramente desenfocada, por lo menos le concedía una momentánea independencia de los serviciales robots.
Al cabo de hora y media había visto cuatro de las seis películas, y estaba francamente decepcionado.
Se había formado una teoría. El medio mejor, se dijo, de penetrar en la vida de Solaria y en sus costumbres consistía en leer sus novelas. Los conocimientos que adquiriese le serían muy útiles para realizar su investigación.
Pero su teoría se desmoronó en la práctica. Había visualizado cuatro novelas y solo consiguió enterarse de la existencia de personas obsesionadas por problemas ridículos, que se comportaban estúpidamente y reaccionaban de manera misteriosa. ,Por qué una mujer tenía que abandonar su trabajo al descubrir que su hijo había elegido la misma profesión, y por qué se negaba a explicar las razones que la obligaban a tomar esa decisión, que daba lugar a complicaciones insoportables y ridículas? ¿Por qué un médico y una artista tenían que sentirse humillados al verse asignados mutuamente? ¿Y qué tenía de noble la insistencia del médico en dedicarse a la investigación robótica?
Colocó la quinta novela en el visor e hizo los ajustes necesarios. Se sentía mortalmente cansado.
Tan cansado estaba, que a la mañana siguiente no consiguió recordar nada de la quinta novela (que le pareció tenía una emocionante trama policíaca), con excepción de su comienzo, en que el nuevo dueño de una propiedad entraba en su mansión y contemplaba las películas de los antiguos dueños que le ofrecía un respetuoso robot.
Posiblemente se quedó dormido con el visor sobre su cabeza y todas las luces encendidas. También era posible que un. robot, penetrando en la alcoba, se hubiese llevado con delicadeza el visor para apagar, luego, las luces.
Sea como fuere, se durmió y soñó con Jessie. Todo volvía a ser como antes. Él nunca había dejado la Tierra. En el sueño se dirigían a la cocina de la comunidad para ir, después, a ver un espectáculo subterráneo con unos amigos. Tomarían el ferrocarril subterráneo, se mezclarían con la muchedumbre, y ambos se sentirían felices y despreocupados.
¡Qué guapa estaba Jessie! Había perdido algo de peso. ¡Qué esbelta y hermosa estaba!
Pero había algo que no podía ser verdad. El sol brillaba sobre ellos. Levantó la mirada y sólo vio la base abovedada de los niveles superiores, pero el sol brillaba sobre sus cabezas, iluminándolo todo con su luz clara, y nadie tenía miedo.
Baley se despertó, inquieto. Dejó que los robots le sirviesen el desayuno, pero sin dirigir la palabra a Daneel. No dijo ni preguntó nada, y engulló un excelente café sin siquiera probarlo.
¿Por qué había soñado con aquella luz del sol invisible? Le parecía normal soñar con la Tierra y con Jessie, pero ¿qué tenía que ver el sol con todo ello? ¿Y por qué le preocupaba tanto aquel sueño?
—Camarada Elías—dijo Daneel con amabilidad.
—¿Qué?
—Corwin Attlebish estará en contacto visual contigo dentro de media hora. Ya lo he dispuesto todo.
—¿Quién diablos es Corwin no sé qué? —preguntó Baley con brusquedad, sirviéndose más café.
—Era el primer ayudante de Gruer, camarada Elías, y ahora es el director general de Seguridad interino.
—En ese caso, ponme ahora mismo con él.
—Como ya te he explicado, la cita es para dentro de media hora.
—Me importa un rábano. ¡Quiero verle ahora! Es una orden.
—Lo intentaré, camarada Elías. Es posible que, de todos modos, se niegue a responder a la llamada.
—Vamos a intentarlo y a ver qué pasa, ¿eh, Daneel?
El director general de Seguridad interino respondió a la llamada y, por primera vez desde que se hallaba en Solaria, Baley vio a un hombre del espacio cuyo aspecto correspondía a la idea que de ellos se tenía en la Tierra. Attlebish era alto, esbelto y bronceado. Tenía los ojos de color castaño claro y su mandíbula era fuerte y cuadrada.
Se parecía ligeramente a Daneel. Pero mientras éste era un espécimen idealizado de humanidad, semejante a su antiguo dios, Corwin Attlebish tenía rasgos más vulgares.
El personaje en cuestión se estaba afeitando. El pequeño lápiz abrasivo lanzaba un chorro de finas partículas que barrían la mejilla y el mentón, cortando limpiamente el pelo y desintegrándolo hasta convertirlo en polvo impalpable.
Baley reconoció de inmediato aquel instrumento. Había oído hablar de él, aunque era la primera vez que veía a alguien utilizarlo.
—¡Usted es el terrestre? —preguntó Attlebish con displicencia a través de sus labios apretados, mientras el polvillo del abrasivo pasaba bajo su nariz.
Baley respondió:
—Soy el agente Elías Baley, C-7 según mi graduación y, efectivamente, procedo de la Tierra.
—Llama usted antes de la hora. —Attlebish cerró de golpe la máquina de afeitar y la tiró fuera del campo visual de Baley—. ¿Qué se propone usted, terrestre?
A Baley no le hubiera gustado el tono de voz que empleaba su interlocutor en ningún momento, y mucho menos entonces. Preguntó a su vez:
—¿Cómo está el señor Gruer?
—Aún sigue vivo. Es posible que se salve.
Baley hizo un gesto de asentimiento.
—Los envenenadores de Solaria no saben dosificar debidamente. Les falta experiencia. Suministraron a Gruer una dosis excesiva, y eso hizo que la vomitase. La mitad de esa dosis le hubiera matado con toda seguridad.
—¿Quién habla de envenenadores? No tenemos pruebas de que se emplease el veneno.
Baley le miró de hito en hito.
—¡Caramba! ¿Qué otra cosa cree que podía ser?
—Pues muchas otras cosas. Una persona puede sufrir múltiples afecciones. —Se frotó la cara, palpándola luego para cerciorarse de que estaba bien afeitado—. Usted no tiene idea de los problemas del metabolismo cuando ya se han cumplido los doscientos cincuenta años.
—En ese caso, supongo que se habrán procurado el asesoramiento de un médico competente.
—El informe del doctor Thool...
Aquello fue la gota que hizo rebosar el vaso de la indignación de Baley. Como un energúmeno, gritó:
—¡Me importa un bledo el doctor Thool! Le pido el informe de un médico competente. Sus médicos no saben nada de nada, y lo mismo sucedería con sus detectives en caso de que los tuviesen. Ya que han tenido que pedir un detective de la Tierra, pidan además un médico.
El solariano le asestó una mirada glacial.
—¿Se atreve usted a indicarme lo que debo hacer?
—Sí, y sin cobrarle nada por ello. Sólo le pido un poco más de educación. Gruer fue envenenado ante mis ojos. Después de ingerir la bebida, se quejó de que ésta le quemaba la garganta. ¿Cómo llama usted a esto, teniendo en cuenta que estaba investigando...? —Baley se interrumpió de pronto—. ¿Investigando, ¿qué?
Attlebish permanecía inconmovible.
Baley, con desazón, se dio cuenta de la presencia de Daneel, apostado, como siempre, a unos tres metros de distancia. Gruer no quería que Daneel, como auroriano, se enterase de la investigación que llevaba a cabo. Por lo tanto, se limitó a decir:
—Existían derivaciones políticas.
Attlebish cruzó los brazos y se irguió con aspecto distante, aburrido y ligeramente hostil.
—En Solaria no tenemos política en el sentido que se da a ese termino en otros mundos. Hannis Gruer es un buen ciudadano. Fue él quien, cuando le contaron cierta historia relacionada con usted, exigió que le
importásemos
. Llegó incluso a aceptar como condición !e le pusiesen un compañero auroriano, lo cual me pareció innecesario. No existe ningún misterio. A Rikaine Delmarre le mató su mujer; y averiguaremos cómo y por qué lo hizo. Aunque no lo consigamos, se hará un análisis genético de la señora Delmarre y se adoptarán las medidas oportunas. En cuanto a Gruer, las fantasías que ha elucubrado usted acerca de su envenenamiento, no me merecen la menor atención.
Baley dijo, con un tono de incredulidad en su voz:
—Parece dar a entender que no se me necesita aquí.
—En mi opinión, no. Si lo desea, regrese usted a la Tierra. Incluso puedo decirle que le animamos en la decisión.
El propio Baley se sorprendió ante su reacción inesperada:
—¡No, señor! —gritó—. Yo no me muevo de aquí.
—Hemos pedido sus servicios, agente. Ya no le necesitamos. Vuélvase a su planeta natal.
—¡No! Le aconsejo que me escuche. Usted es un hombre del espacio lleno de ínfulas y yo soy un pobre terrestre, pero con todos los respetos y mis más sentidas excusas, me veo en la obligación de decirle que tiene usted miedo.
—¡Retire inmediatamente esas palabras!
Attlebish se irguió en toda su imponente estatura y dirigió una altiva y colérica mirada al pequeño terrestre.
—Está muerto de miedo —prosiguió Baley—. Teme que ahora le toque a usted, si continúa investigando. Prefiere ceder y que le dejen en paz, para que ellos le permitan seguir gozando de su miserable vida.
Baley no tenía la menor idea de quienes podían ser
ellos
, ni de si existían realmente. Daba golpes a ciegas contra un arrogante hombre del espacio, y gozaba con el impacto que sus frases producían en su interlocutor.
—Se irá de aquí —dijo Attlebish, levantando el índice con fría cólera— antes de una hora. Le aseguro que no habrá consideraciones diplomáticas que valgan.
—Guárdese sus amenazas. Reconozco que la Tierra no vale nada para usted, pero tenga en cuenta que yo no soy el único que se encuentra aquí en estos momentos. Permítame que le presente a mi colaborador, Daneel Olivaw, de Aurora. Es un hombre que no habla mucho, pero no ha venido aquí para hablar. De eso me ocupo yo. Pero sabe escuchar muy bien. No se pierde una sola palabra de las que aquí se pronuncian. ¡Vamos a hablar claro, Attlebish! —Baley empleó el apellido a secas, con deleite—. Sea lo que fuere lo que sucede en Solaria, interesa también a Aurora y a otros cuarenta y pico Mundos Exteriores. Si usted nos echa de aquí a patadas, la primera delegación que visite Solaria estará formada por naves de guerra. Por ser de la Tierra, sé perfectamente cómo funciona este sistema. Cualquier afrenta significa naves de guerra en un instante.
Attlebish pasó su mirada a Daneel y meditó por unos momentos. Cuando habló, su voz era más suave:
—Aquí no sucede nada que pueda ser causa de preocupación para los habitantes de otros planetas.
—Gruer opinaba lo contrario, y mi compañero le oyó expresar esta preocupación.
No había tiempo de andarse con chiquitas por una mentira más o menos.
Daneel se volvió para mirar a Baley, sorprendido ante la afirmación que acababa de hacer el terrestre, pero éste no le prestó la menor atención, y prosiguió:
—Mi intención es continuar la investigación. En otras circunstancias, hubiera hecho lo imposible por regresar a la Tierra. Todas las noches sueño con ella y eso me pone tan nervioso, que soy incapaz de estar dos minutos sentado. Si fuese el dueño de este palacio infestado de robots lo daría gustoso, con robots, con usted y con su maldito mundo incluidos, a cambio de un billete de vuelta a la Tierra.
»Pero, ahora, no dejaré que me echen. Por lo menos, mientras siga sin resolver el caso que me han asignado mis superiores. Trate de librarse de mí, contra mi voluntad, y muy pronto se hallará mirando hacia las bocas de la artillería con base en el espacio.
»Y, es más: a partir de este momento, las pesquisas para el esclarecimiento de este crimen se llevarán de acuerdo con mis órdenes. Soy yo quien debe resolverlo. Veré a quien desee. Digo
veré
, nada de visualizarlos. Estoy acostumbrado a ver a las personas, y se hará. Deseo que la Dirección General de Seguridad me expedirá una autorización en toda regla, para que pueda llevar a cabo lo que pido.
—Esto es imposible, insoportable...
—Daneel, háblale tú, ahora.
La voz del humanoide dijo, desapasionadamente:
—Según le ha informado mi compañero, señor Attlebish, nos han enviado aquí con el fin de investigar un asesinato. Es de una importancia esencial que cumplamos nuestro cometido. Desde luego, no deseamos transgredir las costumbres establecidas y, por ello, quizá no sea necesario ver personalmente a ciertas personas, pero le agradeceríamos que nos autorizase a ver a quien desee el señor Baley. En cuanto a dejar este planeta contra nuestra voluntad, lo consideramos inadmisible, y lamentaríamos que nuestra estancia resultase desagradable para usted o para cualquier otro solariano.
Baley escuchaba la perfecta prosodia del robot con un amargo rictus en sus labios que no era precisamente una sonrisa. Para quien supiese que Daneel era un robot, sus palabras no pasaban de un intento por conseguir un resultado completo sin ofender a ningún ser humano, en aquel caso a Baley y Attlebish. Pero quien subiera sabido que Daneel era un auroriano, un nativo de la más antigua y poderosa potencia militar de los Mundos Exteriores, aquellas palabras hubiese podido interpretarlas como una serie de sutiles y corteses amenazas.