—¿No le gustan las carreras, don Julián?
Pardo hizo un signo negativo. Entonces don Fortunato sacó el reloj y pretextando que en su casa se comía muy temprano, "a la antigua", se despidió.
Julián se levantó igualmente, y sin saber a punto fijo a dónde caminaba, con el sombrero en la mano, sin preocuparse de senderos ni jardines, atravesó los prados y se halló fuera del paseo.
La cabeza le bullía. ¡Ah! Conque también se hablaba de él, de su hogar, de su mujer. Ahora que estaba en la miseria, el
Círculo
de don Fortunato no encontraba mejor cosa que hacer que ensañarse en las tristezas de su casa. Davis le visitaba. ¡Qué gracioso!
Davis iba noche a noche a conversar con él… y con Leonor…, naturalmente. ¡Oh, así se comentaba a lo menos entre los íntimos de don Fortunato! ¿Y cómo dar con el autor de la calumnia? ¿Cómo?
Ninguno se atrevía a contestarle categóricamente: "Yo lo he oído: Fulano lo ha dicho". Todas serían frases vagas: "Me han interpretado mal. ¿Cómo ha podido pensar eso? ¿Quién va a dudar de la señora?" "Se dice", "se comenta", "se rumorea".
Nadie le contestaría la verdad. ¡Así son las cosas! ¿Y cómo va a ser de otra manera? ¿O quería que un audaz le respondiera como Willy López: "Sí, señor; yo he visto entrar a Davis a su casa a altas horas de la noche?" ¿Qué podría contestarle?
El chico le vio una vez deslizándose como un fantasma negro al lado de la camita donde agonizaba. También él lo vio esa noche. Y no solamente esa, muchas, muchas… Junto a la ventana, espiando tras la puerta… y en la calle, ¡ah, cuando se lo quitó la policía!
Davis iba a su casa, entraba en ella como en su propio domicilio. Había que sorprenderlo… ¡Nada más!
Recordó con pavor que meses antes en el chalet de la avenida Manuel Montt, al recogerse cerca de la madrugada, halló abierta la entrada del jardín… ¿Y aquellas huellas que nadie supo explicar? Y ahora en la nueva casa, ¿por qué se abría a veces "con el viento" la ventana que daba al escritorio?
¡Con el viento! ¡Oh, Davis era un hábil cerrajero! Pero ya no le valdrían sus argucias.
Anduvo hasta dar con una Oficina de Mensajeros. Desde allí escribió algunas líneas a Leonor.
Al salir, su cara tenía una expresión diabólica:
—¡Bah! Si hay algo entre los dos, ya encontrarán el medio de comunicarse.
Cuando vio que el mensajero partía con la carta, sintió un descanso inefable.
Estaba sobre la pista. ¡Esta vez Davis no se le escaparía!
Siguió andando al azar "para hacer hora". Al cabo de mucho rato, al pasar frente a una iglesia de arrabal, escuchó dar las ocho.
¡Con qué desesperante lentitud transcurrían los minutos! Le parecía verlos arrastrarse como hormigas en torno de la esfera. Una legión de hormigas negras que iban repartiéndose por el mundo y desgastando con sus mandíbulas minúsculas la vida, los ideales, las resoluciones. Todo cede…, todo se desmorona…
Huyó de allí para substraerse a esa carcoma que parecía ir arrastrando molécula a molécula sus energías. Sin saber cómo se encontró en su barrio.
Ante su pobre casa, las fuerzas le abandonaron por completo.
La luna al caer sobre el alero proyectaba en la fachada la sombra de las tejas como un manto raído, y bajo el negro pañolón la casita asomaba su semblante de vieja enfurruñada.
En acecho desde la esquina próxima, Pardo no se atrevía a mirarla,
¡Qué vergonzosa, qué ridícula encontraba su actitud!
¿Tenía acaso algún motivo para dudar de su mujer? Y si ella no era culpable, ¿cómo esperaba sorprender a Davis?
¡Oh, y qué maravillosa trama había urdido para sorprenderlos in fraganti! ¡Una carta diciéndole a Leonor que se ausentaba, por el día, de Santiago!
Hace miles y miles de años que los hombres no han descubierto otro ardid para cerciorarse de la fidelidad de sus mujeres que decirles: "Estoy de viaje: no volveré esta noche a casa". A los ratones se les caza con trampas, a las mujeres, con una maleta. El marido es un ser que no evoluciona. Para burlar la astucia de los animales, se ha inventado un arsenal de aparatos ingeniosos, redes, lazos, cepos de resorte. Para burlar la decantada astucia femenina, no se ha inventado nada. ¡El pretexto del viaje únicamente! ¡Qué trampa más gastada!
—¡Y sin embargo caen…! ¡Y sin embargo caen, Mr. Pardo!
Julián volvió la cabeza, azorado. La voz de Davis había sonado clara y nítida en sus oídos; no obstante, en la calle no había nadie.
"¡Y sin embargo caen!" La banal observación pareció clavarle en tierra como un martillazo, y, con el cuerpo disimulado tras de la esquina, los nervios en tensión, el cuello hacia adelante y los ojos con un movimiento monótono de faro que busca en la oscuridad, Julián permaneció ahí toda la noche.
Al paso de cada transeúnte, su corazón se recogía como un gato que va a saltar, su vista se clavaba como una espada en las tinieblas.
—¡Es Davis…! ¡Es él…! ¡Infame…! —Pero el transeúnte pasaba de largo—… ¡No es él!
Columpiado por esa horrible incertidumbre, Julián vio llegar el alba.
Pasaron muchos, muchos…, pero Davis no pasó.
El tiempo siguió arrastrándose lentamente como un arado en tierra dura.
Leonor, sin decir palabra, tejía largas horas junto a la ventana.
Julián, también en silencio, la miraba.
¿Presentía ella, acaso, que una vez frente a esa misma ventana su marido la celó una noche entera como si fuera una mujer culpable?
No, no podía sospecharlo; pero ¿por qué los ojos de Leonor no le miraban ya como antes?
Se diría que ahora huían de él; si alguna vez se fijaban en los suyos, era con una expresión casi de lástima; inmediatamente los bajaba como temerosa de que fuera a sorprenderle su secreto…, ¿qué secreto?
Julián no se atrevía ni siquiera a pensarlo. Esos ojos se abrían ante él, negros e insondables como una noche tempestuosa.
El último rayo de luz había muerto en ellos con
el Nito.
Fuera de la casa el sol resplandecía, descascarando las paredes de los viejos edificios y manchando la plazuela de sombras violáceas. Al borde de la pila jugaban algunos chicos harapientos. Uno de ellos tenía el pelo ensortijado como el niño…
Julián salía a la calle con el pretexto de buscar empleo —un empleo que estaba seguro de no encontrar nunca—. En realidad, lo hacía para alejarse de la casa. Leonor también salía. Según ella, iba a la iglesia. Quizás trataba de huir de sus recuerdos.
Julián lo comprendía; pero temblaba ante la idea de que Davis le hablara de ese asunto: era un hombre tan malévolo… ¿Qué no le diría?
Andaba ligero y sin mirar a nadie, ¿para qué? Una tarde se encontró con Goldenberg y éste no lo saludó. El coronel Carranza le dirigía unas miradas furiosas —por culpa del maldito desafío Anita no le invitaba ya a su casa— y hasta Gutiérrez le esquivaba el bulto como si fuera a encomendarle una "orden" para la Bolsa.
Sólo Luis Alvear le había detenido con el mismo afecto y buen humor de siempre:
—¿No sabes la gran noticia?
—¿Cuál?
—Graciela acaba de tener una niñita.
—¿Sí?
—¡Una niñita! ¡Date cuenta! ¡Estoy salvado! Era la única manera de salir en forma digna de este lío… Don Ramiro está feliz y ha declarado formalmente que no desea tener más familia.
Julián quiso despedirse; pero Alvear se empeñó en que debía acompañarlo a celebrar la "milagrosa escapada".
—¡Mira que si en vez de mujer resulta niño…!
Naturalmente la celebración se realizó en una cantina y duró hasta las diez de la noche.
Cuando volvió, Leonor aún no había comido.
—Supongo que esta vez no le echarás la culpa a Davis —dijo.
—¡Davis! ¡Siempre tú hablando de Davis!
—Y si no fuera por él…
—¿Qué dices?
Por toda respuesta Leonor abrió un pequeño mueble y puso ante los ojos de Julián un fajo de billetes y algunos papeles.
—Llevé las alhajas a
La Equitativa
…
Julián sintió una impresión de pena y de vergüenza.
—¿Y también las perlas de mi madre?
—No; sólo las otras joyas…, las tuyas…, las de Davis…
Y al ver el rostro descompuesto de Julián, agregó:
—¡Bah! No te aflijas: Isabel la Católica también empeñó las suyas. Cierto es que Colón no llegaba a la casa en ese estado…
Julián no hablaba; con los dientes apretados miraba las papeletas esparcidas sobre la pequeña mesa. Tenía la expresión de estar ausente, de oír a alguien que le hablaba.
De pronto extendió la mano temblorosa y tomó una de las papeletas.
—¿Y ésta? —dijo—. ¿Qué significa este anillo de esmeraldas? Yo no te lo he dado.
—Me lo dio Davis… —murmuró Leonor con voz algo insegura.
—¿Qué dices? ¿Davis?
—Sí; Davis… Davis…, el día de mi santo…
Julián sintió la impresión de que la casa entera se desmoronaba sobre su cabeza. No podía hablar, la barba le temblaba.
—¡Basta! —logró decir por fin—. ¡Todo ha concluido!
Fue como una pesadilla que sigue y se prolonga y se va haciendo por momentos más horrible.
Julián quería moverse y sus pies no le obedecían; quería apartar las manos de la mesa y sus manos seguían arañando la tabla con un movimiento vago e inconsciente.
¡Ah, si a lo menos hubiera podido separar los ojos de ese pedazo de papel! Pero el papel estaba allí sobre la mesa, arrugado y amarillo como la propia cara de Davis, gritando con toda la fuerza de sus letras negras: "Un anillo de esmeraldas… $ 2.000".
Leonor iba bajando la escalera. Bajaba muy lentamente. Los peldaños crujían uno tras otro: cric… crac… croc… Cada paso parecía arrancarles un gemido distinto.
Bastaba gritar: "Leonor. ¡Perdóname: yo no creo que me engañes!", y los pasos se detendrían; dejarían de caer como un martillo en el cerebro y ella volvería. ¡Qué abrazo! ¡Qué locura! Apretaba a su cuello, llorando, tal vez ella le dijera como un momento antes:
"¡Julián, sé que estás loco, por eso te perdono!".
¡Qué importaba si volvía! Pero Julián no podía gritar. Mudo, con los ojos fijos, continuaba leyendo y releyendo, el pedazo de papel:
"Un anillo de diamantes… $ 2.000".
Ya los pasos se escuchaban como un débil lamento, Leonor debía ir llegando a la mampara. Escuchó el ruido de la cerradura; luego un sollozo largo —la puerta que se abría—, después un golpe seco.
Leonor no estaba ya en la casa. Suavemente se iban perdiendo sus pasitos en la calle desierta.
Entonces, sólo entonces, le pareció volver en sí y sus ojos dominaron en un instante la tragedia. Leonor no volvería: él mismo la había echado de la casa.
Allí, sobre un velador, estaba aún su libro de oraciones. En una silla, el pequeño maletín… Pensó que debajo de las almohadas, la camisa de noche esperaría en vano su vuelta.
Julián quería llorar, pero sus ojos permanecían secos y atónitos.
—¡Leonor! ¡Vuelve! ¡Perdóname! —gritó de pronto con una voz es—trangulada que él mismo no se conocía y corrió hacia la ventana.
La calle estaba sola. Llovía. El viento erizaba los árboles de la plazuela.
Frente a la puerta había un bulto negro.
Pardo bajó precipitadamente la escalera. Al pasar frente a la pieza de
el Nito,
creyó verla iluminada con un vago resplandor. No era una luz precisamente; era una atmósfera opalina, como si el último estertor de los cirios hubiera quedado flotando en un hálito de flores marchitas.
Sintió frío y, aferrándose al pasamanos, salvó los últimos tramos y penetró a tientas en el escritorio. Los libros amontonados en el suelo parecían sujetarle de las piernas.
Le costó dar con la luz —una ampolleta miserable que apenas iluminaba la pieza— y atisbó por una rendija del postigo.
No era una alucinación: el bulto negro continuaba allí frente a la ventana.
Julián se llevó las manos a los ojos con un gesto de desesperación y de impotencia.
Fue sólo un instante; después se irguió con energía, afianzó la cerradura del postigo y abrió uno de los cajones de la mesa.
Los viejos muebles lo miraban con aire grave y hostil de inquisidores. Sus recias espaldas y sus brazos rígidos parecían crecer en la penumbra. En uno de los rincones, algunos libros en desorden se oprimían unos contra otros como huyendo de la sombra que les alcanzaba.
Julián pasó la vista por la sala: sombras, nada más que sombras…, ¡lo mismo que su vida!
Cerró los ojos para no mirar y dos puntos luminosos, fríos, verdes como dos ojos de serpiente, se clavaron en sus pupilas. El anillo de esmeraldas, el anillo de Davis… ¡El engaño!
Sintió que un odio ciego le invadía; después una sensación de laxitud, casi de alivio… ¿Qué importaba?
Sacó el revólver y lo colocó sobre la mesa.
Lo acarició suavemente con los dedos. Sentía una extraña voluptuosidad. Al centro, la nuez brillante y estriada reproducía, grotescamente larga, su cara flaca y amarilla, una cara de difunto, de fantasma con los ojos muy abiertos. Así estaría en un momento más; Sus ojos seguirían abiertos.., ¿qué mano amiga iba a cerrárselos?
De pronto escuchó un golpe en la ventana.
Julián permaneció inmóvil en su silla.
Los golpes se repitieron en la puerta.
Entonces se levantó muy lentamente y abrió.
Era Davis.
Venía arrebujado en una larga capa de agua.
—Buenas noches, Míster Pardo.
Julián no le contestó; mas él pareció no advertirlo.
Con absoluta indiferencia sacó un pañuelo a cuadros y comenzó a sacudir uno de los viejos sillones. En seguida se sentó. Parecía haber elegido de propósito el rincón más oscuro de la sala. Desde allí paseaba sus anteojos negros como dos cuencas vacías, de un extremo a otro de la estancia.
Julián seguía con la mirada esas órbitas de muerto que semejaban detenerse con delectación en las paredes mal empapeladas, el piso sin alfombra, el rimero de libros en desorden…
—Llueve bastante —dijo— y espero que usted no tendrá la idea de salir a la calle como su señora… ¿Quiere usted que conversemos?
—Sí —exclamó Julián con voz ronca—. ¡Hablemos…! Es necesario que hablemos… ¿Qué pretende? ¿Por qué viene a mi casa? ¿Con qué derecho se mezcla en mis asuntos?
—¡Oh! ¡Usted está un poco nervioso, Míster Pardo!
—¿Nervioso? No. ¡Nada me importa! Estoy dispuesto a todo… ¡Usted se ha portado como un miserable!