Un poco de historia resulta imprescindible. En el verano de 1992 se produce el relevo de Mariano Rubio al frente del Banco de España, asumiendo Luis Ángel Rojo, anterior subgobernador, el papel de nuevo gobernador del Banco de España. Posteriormente relataré mi conversación con el citado Luis Ángel Rojo el día 2 de septiembre de 1992. Pues bien, el 30 de octubre de 1992 tiene lugar una conversación entre el señor Rojo y yo. El resultado de la misma es un acuerdo entre el Banco de España y Banesto sobre tres temas básicos:
Primero
.— Las dotaciones para fondos de pensiones. Para hacerlas, el Banco de España nos concede un plazo de entre ocho y diez años, lo cual, por cierto, era absolutamente lógico porque esa política se había seguido con otras instituciones financieras en nuestro país.
Segundo
.— Las dotaciones por insolvencias, que debían cubrirse en un plazo de dos o tres años, lo cual es igualmente lógico y práctica habitual en la supervisión bancaria de entidades financieras.
Tercero
.— El Banco de España aceptaba el valor que nosotros dábamos a nuestras empresas industriales y que había sido verificado por los auditores del banco. Digo que las valoraciones de las empresas de la Corporación Industrial habían sido aceptadas por el Banco de España porque es verdad. También afirmo que fueron analizadas por nuestros auditores, lo cual, aparte de igualmente cierto, es sencillamente inexcusable, porque la misión de los auditores es, precisamente, la de certificar los valores que figuran en un balance.
Como consecuencia de todo ello, el Banco de España autoriza a Banesto a que pague un dividendo a cuenta de los resultados de 1992 por importe de 95 pesetas por acción. Supongo que el lector no sabe que un banco no puede pagar dividendo a cuenta si tiene un teórico problema de recursos propios más que si se lo autoriza expresamente el Banco de España. Pues bien, el Banco de España nos lo autorizó, con lo que parece lógico pensar que ese problema no era tan grave como parecía.
El acuerdo entre el gobernador y yo se materializó, posteriormente, en una carta que nos dirigió el señor Pérez, director general de la Inspección del Banco de España. En esa carta se dice expresamente que el Banco de España acepta que las dotaciones queden realizadas antes de 31 de diciembre de 1994, en lo que se refiere a las insolvencias, y concede un plazo de ocho años para el fondo de pensiones. No se menciona el tema de las valoraciones de las empresas industriales. ¿Por qué? Por una razón elemental: porque el Banco de España debe autorizar aquello que suponga un movimiento contable, de forma que si se aceptan las valoraciones no hay nada que anotar en el balance y, por tanto, no hay nada que autorizar.
Supongo que el lector que haya llegado hasta aquí se hará una pregunta: ¿cómo es posible que, según las actas del Consejo Ejecutivo del Banco de España, apenas dos meses atrás se estuviera hablando de una situación de tanta gravedad en Banesto? ¿Cómo es posible que esa «gravedad» se salde ahora con un acuerdo de esta naturaleza? ¿Es verdad que esa carta existe? Claro que es verdad, y por eso no resulta tan difícil saber qué es lo que estaba ocurriendo.
Pero sigamos. En 1993 nos encontramos con un entorno de la economía española ciertamente desfavorable. Ya teníamos el acuerdo con el Banco de España y seguimos trabajando. Pero empezamos a pensar que era mucho mejor adelantar dotaciones. No esperábamos ningún tipo de recuperación económica en este año y, por ello, una política de prudencia nos aconsejaba ir más allá de lo que el Banco de España nos había pedido. Se trataba, por consiguiente, de ser incluso más prudente de lo que nos había solicitado el Banco de España. Por eso decidimos ir en ese año a una política máxima de dotaciones, es decir, destinar todos los beneficios a dotaciones, superando los requerimientos del Banco de España.
No era una decisión fácil, porque rompía el modo de comportarse de la banca española. Además, existía otro factor: íbamos a una ampliación de capital muy difícil y si teníamos que comenzar afirmando que nuestro beneficio iba a ser cero en el año 1993 era muy posible que este dato retrajera a los inversores. Era posible, pero la prudencia lo exigía. Por otro lado, pensábamos que la gente era perfectamente consciente de que la economía española iba mal y cuando les va mal a los empresarios, lógicamente, más tarde o más temprano, eso tiene que traducirse en dificultades para pagar sus créditos, con lo que una política como la nuestra podía ser perfectamente entendida por el mercado. Como habrá comprobado el lector, el éxito en la ampliación de capital demostró que teníamos razón.
Siguió avanzando el año y la economía española empeoraba. Nuestro acierto era claro. En ese momento decidimos dar un paso más. ¿Por qué no, después del éxito de la ampliación de capital, vamos más allá y practicamos en este ejercicio de 1993 una política de total saneamiento del balance? La verdad es que era muy arriesgado, porque en España los bancos no suelen nunca anticipar dotaciones, sino, más bien, todo lo contrario. Lo consultamos con J. P. Morgan y no tuvieron ninguna duda. La magnitud de las cifras era importante, pero la política era la acertada. Sobre todo, un dato: J. P. Morgan la había practicado de forma clara hacía unos años. A la vista de los problemas con los créditos concedidos a países de América Latina, J. P. Morgan decidió actuar de forma directa y clara: llevó todos esos créditos a dotaciones y en dos ejercicios sucesivos dio pérdidas muy importantes. Dos años más tarde era considerado el mejor banco del mundo.
Y es lógico. Si adelantas dotaciones, tienes mucha mejor cobertura y tu rentabilidad aumenta de forma obvia en los ejercicios siguientes. Por eso decidimos actuar en esa dirección. Estábamos muy seguros de nosotros mismos. Después del éxito de la ampliación de capital, a la vista de lo que estaba sucediendo en la economía española, explicando bien el precedente de J. P. Morgan y contando con el apoyo expreso de ese banco americano, no solo no teníamos dudas de que nos iba a salir bien la operación, sino que, además, una de las escasísimas personas con las que comenté el proyecto me dijo que a partir de ese momento el único balance creíble de la banca española iba a ser el de Banesto.
A la vista de esta decisión comenzamos las conversaciones con el Banco de España. Quiero dejar constancia expresa de que nunca recibimos ningún tipo de sugerencia, orden o comunicación escrita del Banco de España de que teníamos que presentar algún tipo de plan. Lo hicimos porque nos parecía lo mejor para la casa, pero por decisión propia, avalada por el soporte y experiencia similar que había seguido J. P. Morgan. Dado que nos habían concedido un plazo para el fondo de pensiones, de este asunto no había que hablar. Tampoco respecto de la valoración de las empresas industriales porque, como expuse anteriormente, habían sido aprobadas por el Banco de España. Nos concentramos en el tema de insolvencias. Por cierto que, se preguntará el lector: ¿por qué cuando el gobernador Luis Ángel Rojo comparece ante el Parlamento no alude en absoluto a que se había dado a Banesto un plazo para el fondo de pensiones y que se habían aprobado las valoraciones de las empresas?
Las conversaciones con el Banco de España se llevaban a tres niveles: primero, los responsables de control de gestión y auditoría externa de Banesto con la Inspección del Banco de España; segundo, el consejero delegado del banco, señor Lasarte, con la colaboración de la consejera de Banesto Paulina Beato. Su interlocutor era el director general de la Inspección don José Pérez, hombre de la plena confianza del gobernador Luis Ángel Rojo. El siguiente escalón estaba integrado por mí mismo y el gobernador.
Aparentemente, nadie más estaba involucrado en estas conversaciones, aparte —por supuesto— de los funcionarios de la Inspección del Banco de España y sus correspondientes en Banesto. El gobernador me insistió en numerosas ocasiones en que nadie más que él y el director general de la Inspección conocían el asunto. Es más, me encareció reiteradamente para que ninguna información fuera suministrada a nadie hasta que el plan fuera acordado de manera definitiva. Todos estos datos los proporciono —como imaginará el lector— a los simples efectos de demostrar la existencia de una vía paralela a nuestras negociaciones.
La presencia de Paulina Beato estaba justificada no solo en su condición de consejera de Banesto, sino que, además de mantener una relación especialmente directa conmigo, era, sin duda, persona de toda confianza tanto de Luis Ángel Rojo como del señor Pérez. Es decir, tratábamos de garantizar la máxima transparencia en el proceso involucrando a personas respecto de las cuales no existiera «duda razonable acerca de su veracidad».
El plan de Banesto era examinado de forma directa y puntual en todos sus extremos y se mantenía informado de ello al gobernador. Por cierto que el lector podrá preguntarse: si en estas páginas se razona la existencia de un Sistema, parece lógico pensar que Luis Ángel Rojo era un miembro destacado del mismo. La respuesta es, obviamente, positiva. Ello supuesto, hay que tomar en consideración que había sido designado sucesor de Mariano Rubio, después de haber sido subgobernador con él, y que, lógicamente, debía de permanecer dentro de su órbita de influencia. La respuesta es nuevamente positiva. Un dato adicional: su nombramiento como subgobernador se produce como consecuencia del trágico accidente mortal de Ruiz de Alda, cuya pertenencia al Sistema ha quedado más que demostrada. Por todo ello, parece lógico que, en tales circunstancias, se sustituyera por una persona de la absoluta confianza del anterior gobernador y del Sistema. Tengo que reconocer que es así. Entonces, ¿cómo es posible que una persona como yo, que conocía todo esto, creyera que las actuaciones del Banco de España iban a estar presididas por la buena fe?
Es una pregunta muy difícil de contestar y la ingenuidad en mi comportamiento sería una respuesta muy poco creíble. Por tanto, es necesaria la verdad. He buscado en mis notas y en ellas encuentro lo siguiente:
Hoy, 2 de septiembre de 1992, he tenido una importante conversación con Luis Ángel Rojo, el nuevo gobernador. Ante todo, me ha dicho que no tiene absolutamente nada en contra mía, que considera que la misión del Banco de España es precisamente apoyar a las instituciones financieras importantes de un país y que, cualquiera que hayan sido los tiempos pasados, puedo tener confianza en que, desde el Banco de España, no sólo no se verterá ningún juicio negativo sobre Banesto, sino que, por el contrario, tendremos su comprensión y ayuda para solucionar todos los problemas pendientes que tengamos
.
Estoy contento porque una conversación como esta no ha existido en los cinco años que voy a cumplir en Banesto. La verdad es que los condicionantes políticos pueden cambiar las posiciones iniciales, pero creo que este hombre me está diciendo la verdad. Yo voy a colaborar con él y a mantenerle informado de todo lo que hagamos. No creo que me equivoque pero, en cualquier caso, no perdemos nada por intentarlo.
Estas palabras son la respuesta al interrogante que me planteaba anteriormente. Como puede fácilmente comprenderse, existe un punto oscuro: el Consejo Ejecutivo del Banco de España de junio de 1992 estuvo a punto de intervenir Banesto. En esta conversación, celebrada dos meses después, no hay alusión a ninguno de los graves problemas que analizó el Consejo Ejecutivo. Rojo era, obviamente, uno de sus miembros. ¿Cómo pude conceder credibilidad a sus palabras? La verdad es que, en aquellos momentos, yo ignoraba el detalle de la reunión del Consejo Ejecutivo del Banco de España. Pero, en todo caso, todavía le queda al lector un interrogante: ¿no es cierto que al despedirse Mariano Rubio dijo que el problema no era él, sino las personas que se quedaban en el Banco de España? Lo es. ¿No era Luis Ángel Rojo una de esas personas? Desde luego, y formalmente la más importante. Entonces, ¿solo por esas palabras del nuevo gobernador se abandona una experiencia de años anteriores y una sentencia como la que constituyó la despedida de Mariano Rubio? Puede parecer ingenuo y hasta incomprensible, pero así fue. Confieso que siempre creí que el tono del nuevo gobernador iba a ser distinto.
Pero retomemos el asunto: como decía, manteníamos puntualmente informadas a las autoridades monetarias de las discusiones acerca del plan de Banesto. Las cosas parecían marchar francamente bien, porque se veía nuestra transparencia y el deseo de hacer lo mejor para la institución. Recuerdo que uno de los ejecutivos de Banesto que mantenía contactos con la Inspección recibió un día, a la vista de nuestro plan, un comentario de uno de sus responsables que era del siguiente tenor: «Después de este plan, Banesto podrá tener un problema de recursos propios, pero su balance será el más limpio de la banca española». No quiero cansar al lector con todos los comentarios, discusiones, anécdotas, problemas y soluciones surgidos durante este período. Me basta con asegurar que todos creíamos que las cosas estaban caminando bien, sencillamente porque nuestra postura era tratar de terminar con todos los problemas de Banesto a 31 de diciembre de 1993 e iniciar el año 1994 con un balance sano, limpio, sin problemas, y con unas perspectivas de rentabilidad absolutamente claras. Así llegó el día 15 de diciembre 1993.
Las cosas habían avanzado mucho y en ese día yo mantengo una entrevista con el gobernador Luis Ángel Rojo en la que analizamos los pormenores del plan —dentro del nivel correspondiente al gobernador, como es lógico— y obtengo una conclusión muy clara: al gobernador le parece bien el plan y se manifiesta favorable al mismo e incluso bromeamos algo juntos acerca de nuestra presencia en los territorios ocupados de Gaza y Jericó.
Por cierto que ese viaje fue para mí altamente interesante. Desde hacía mucho tiempo tenía enorme interés en conocer Jerusalén. Siempre había sentido una especial inquietud ante el pueblo judío, pero entendida positivamente. No se trataba solo de nuestro mestizaje histórico, de la existencia de las tres culturas, de la indudable influencia que ejercieron en nuestra historia los pensadores judíos, al menos hasta el decreto de expulsión. Había dos factores adicionales: primero, mi preocupación por los temas religiosos, de la que dejé constancia anteriormente cuando expliqué la reunión en el Vaticano en los primeros días de 1992; segundo, conocer el modelo de país que había llevado al pueblo judío, en tan corto espacio de tiempo, a cotas tan altas en algunos sectores industriales.