El sindicato de policía Yiddish (54 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—De un metro de largo —dice Bina—. ¿Puede usted colgar a un hombre con un metro de cuerda, señor Zimbalist?

El experto niega con la cabeza, medio irritado y medio divertido, tras recobrar la compostura y el aplomo.

—Están ustedes perdiendo el tiempo y haciéndomelo perder a mí —dice—. Tengo una cantidad enorme de trabajo por hacer. Y ustedes mismos admiten, según sus propias teorías, que no han descubierto a quien sea que mató a Mendele. Así que con todos los respetos, ¿por qué no se limitan a preocuparse de eso y me dejan en paz? Vuelvan cuando hayan descubierto al verdadero asesino y yo les diré lo que sé de Litvak, que ahora mismo, por cierto, es eterna y oficialmente nada.

—No funciona así —dice Landsman.

—De acuerdo —dice Bina.

—¡De acuerdo! —dice Zimbalist.

Landsman mira a Bina.

—¿De acuerdo?

—Nosotros atrapamos a quien mató a Mendel Shpilman —dice Bina—, y usted nos da información. Información
útil
sobre la desaparición de Litvak. Y si sigue vivo, me da usted a Litvak.

—Trato hecho —dice el experto en demarcaciones. Saca su garra derecha, toda manchas de la edad y nudillos, y Bina se la estrecha.

Sintiéndose aturdido, Landsman se pone de pie y estrecha la mano del experto en demarcaciones. Luego sigue a Bina fuera de la tienda y ambos salen al crepúsculo, y su asombro se intensifica cuando descubre que Bina está llorando. Y a diferencia de Zimbalist, sus lágrimas son de furia.

—No me puedo creer que yo haya hecho
eso
—dice sirviéndose a sí misma un pañuelo de papel de su montón interminable—. Es la clase de cosa que harías

.

—La gente que conozco no para de tener ese problema —dice Landsman—. De pronto se ponen a actuar como yo.

—Somos agentes de la ley. Defendemos la ley.

—El pueblo del libro —dice Landsman—. Por así decirlo.

—Vete a la mierda.

—¿Quieres volver ahí dentro y detenerlo? —dice él—. Podemos hacerlo. Tenemos el cable del túnel. Podemos retenerlo. Empezar por ahí.

Ella dice que no con la cabeza. El mozo los está mirando desde su mapa de manchas, tirando hacia arriba del trasero de sus pantalones de sarga y contemplándolo todo. Landsman decide que es mejor sacarla de allí. La rodea con el brazo por primera vez en tres años y la acompaña hasta el Super Sport, luego da la vuelta al coche hasta su lado y se pone al volante.

—La ley —dice ella—. Ya ni siquiera sé de qué ley estoy hablando. Ahora simplemente me lo estoy inventando todo.

Permanecen sentados en silencio mientras Landsman pugna con el perpetuo problema detectivesco de verse obligado a decir lo que es obvio.

—Creo que me gusta esta nueva Bina loca, confusa y todo eso —dice—. Pero me temo que debo señalar que no tenemos pistas reales sobre el caso Shpilman. Ni testigos. Ni sospechoso.

—Pues mira, será mejor que tú y tu compañero me
traigáis
un sospechoso —dice ella—. ¿No crees?

—Sí, señora.

—Vamos, pues.

Él arranca el motor y pone el Super Sport en marcha.

—Espera —dice ella—. ¿Qué es eso?

Al otro lado de la plaza, un enorme cuatro por cuatro negro para junto al lado este de la casa del rabino. Del interior salen dos Rudashevksy. Uno de ellos da la vuelta al vehículo para abrir la portezuela trasera. El otro espera al pie de la escalera lateral, con las manos vagamente entrelazadas detrás de la espalda. Un momento más tarde salen dos Rudashevsky más de la casa, cargando lo que parecen ser varios centenares de metros cúbicos de bolsas de viaje French pintadas a mano. A toda prisa y mostrando poco respeto por las leyes de la geometría sólida, los cuatro Rudashevsky se las apañan para encajar todas las maletas y bolsas en la parte de atrás del cuatro por cuatro.

En cuanto han logrado esa hazaña, un buen cacho de la casa en sí se desprende y les cae en los brazos, vestido con un espléndido abrigo de alpaca de color beige. El rabino
verbover
no levanta la vista, ni la vuelve atrás, ni tampoco contempla el mundo que él reconstruyó y que ahora está abandonando. Deja que los Rudashevsky lleven a cabo su origami cuántico sobre él, plegándolo a él y a sus bastones en el asiento trasero del cuatro por cuatro. El
yid
se limita a unirse a su equipaje y a salir rodando.

Cincuenta y cinco segundos más tarde, un segundo cuatro por cuatro se detiene junto a la casa y dos mujeres con vestidos largos y las cabezas cubiertas son ayudadas a entrar en la parte de atrás junto con su ciudad entera de equipaje y una serie de niños. El proceso se repite con varias mujeres y criaturas y varios cuatro por cuatro negros durante los siguientes once minutos.

—Espero que tengan un avión muy grande —dice Landsman.

—Yo no la he visto —dice Bina—. ¿La has visto tú?

—Creo que no. Ni tampoco a la grandullona de Shprintzl.

Medio segundo más tarde, a Bina le suena el
shoyfer
.

—Gelbfish. Sí. Nos lo estábamos preguntando. Sí. Entiendo. —Cierra el teléfono de golpe—. Da la vuelta a la casa —dice—. Ella ha visto tu coche.

Landsman guía el Super Sport por un callejón estrecho y lo introduce en un patio que hay detrás de la casa del rabino. Aparte del coche, no hay nada que hubiera desentonado hace cien años. Losas de piedra, paredes de estuco, cristal emplomado y una larga galería con entramado de madera. Las losas están resbaladizas, y cae agua de una hilera de helechos enmaletados que cuelgan de la parte inferior de la galería.

—¿Ella va a salir?

Bina no contesta, y al cabo de un momento se abre una puerta de madera azul en un ala baja de la casa enorme y alta. El ala forma un ángulo torcido respecto al resto de la casa, y está combada con precisión pintoresca. Batsheva Shpilman sigue vestida más o menos para un funeral, con la cabeza y la cara envueltas en un velo largo y tupido. No cruza el espacio de tal vez dos metros y medio que la separa del coche. Se limita a quedarse de pie en el umbral con la fiel mole de Shprintzl Rudashevsky acechando en las sombras de detrás de ella.

Bina baja la ventanilla de su lado.

—¿No se marcha usted? —dice.

—¿Lo han cogido ya?

Bina no se anda con juegos ni con estupideces. Se limita a negar con la cabeza.

—Entonces no me marcho.

—Puede que tardemos. En realidad puede que tardemos más tiempo del que tenemos.

—Ciertamente confío en que no —dice la madre de Mendel Shpilman—. Ese Zimbalist está mandando a sus idiotas con sus pijamas amarillos aquí para que numeren hasta la última piedra de esta casa para poder desmontarla y luego volver a montarla en Jerusalén. Si dentro de dos semanas no me he marchado, estaré durmiendo en el garaje de Shprintzl.

—Sería un gran honor para mí —dice algo que debe de ser o bien un burro parlante muy solemne o bien Shprintzl Rudashevsky desde detrás de la mujer del rabino.

—Lo atraparemos —dice Bina—. El detective Landsman me acabar de hacer el juramento de que así será.

—Sé lo que valen sus promesas —dice la señora Shpilman—. Y usted también.

—¡Eh! —dice Landsman, pero ella ya se ha girado y ha regresado al edificio pequeño y torcido del que salió.

—Muy bien —dice Bina dando una palmada—. Manos a la obra. ¿Qué hacemos ahora?

Landsman da un golpecito al volante, pensando en sus promesas y en lo que valen. Nunca le ha sido infiel a Bina. Pero no hay duda de que lo que rompió el matrimonio fue la falta de fe de Landsman. No la fe en Dios, ni tampoco en Bina y en su carácter, sino en el precepto fundamental de que todo lo que les sucedió desde el momento en que se conocieron, tanto lo bueno como lo malo, estaba predestinado. Esa fe estúpida del coyote que te mantiene en el aire siempre y cuando no dejes de engañarte a ti mismo y decir que puedes volar.

—Yo llevo todo el día con antojo de col rellena —dice.

45

Desde el verano de 1986 a la primavera de 1988, cuando desafiaron los deseos de los padres de Bina y se fueron a vivir juntos, Landsman estuvo entrando y saliendo secretamente de la casa de los Gelbfish para hacer el amor con ella. Todas las noches a menos que estuvieran peleados, y a veces también en lo peor de sus peleas, Landsman trepaba por la tubería y se colaba por la ventana del dormitorio de Bina para compartir su estrecha cama. Justo antes del amanecer, ella lo mandaba otra vez abajo.

Esta noche ha tardado más y le ha costado más esfuerzo de lo que a su vanidad le gustaría admitir. Cuando estaba pasando la marca de mitad de camino, justo por encima de la ventana del comedor del señor Oysher, a Landsman se le ha resbalado el mocasín y se ha quedado colgado y temblando por encima del vacío negro del jardín de los Gelbfish. Las estrellas en lo alto, el Oso, la Serpiente, han intercambiado posiciones con el rododendro y lo que queda del
sukkoh
de los vecinos. Al volver a agarrarse, Landsman se ha rasgado la pernera de los pantalones con el soporte de aluminio, su viejo enemigo en la lucha por el control de la tubería de desagüe. Los preliminares entre los amantes han empezado con Bina haciendo una bola con un pañuelo de papel para cortar la hemorragia del corte de la espinilla de Landsman. Su espinilla llena de manchas y pecas, con su extraño florecimiento de pelo negro en la mitad.

Permanecen acostados de lado, una pareja de
yids
maduros pegados como las páginas de un álbum. Los omóplatos de ella se le clavan a él en el pecho. Las protuberancias de las rótulas de él están encajadas en el dorso blando y húmedo de las rodillas de ella. Los labios de él pueden soplar suavemente junto a la taza de té de la oreja de ella. Y una parte de Landsman que ha sido el símbolo y la sede de su soledad durante muchísimo tiempo ha encontrado refugio dentro de su oficial al mando, con quien pasó doce años casado. Aunque es cierto que su puesto dentro de ella se ha vuelto precario. Un estornudo fuerte podría sacarlo de allí.

—Todo el tiempo —dice Bina—. Dos años.

—Todo el tiempo.

—Ni una vez.

—Ni una.

—¿No te sentías solo?

—Bastante solo.

—¿Y triste?

—Hundido. Pero nunca lo bastante hundido ni solo como para engañarme a mí mismo hasta el punto de creer que tener relaciones sexuales con una judía cualquiera iba a hacerme sentir mejor.

—De hecho, el sexo con desconocidos solamente empeora las cosas —dice ella.

—Hablas por experiencia.

—Follé con un par de hombres en Yakovy. Si es lo que quieres saber.

—Es extraño —dice Landsman, tras reflexionar—. Pero me parece que no quiero.

—Un par o tres.

—No necesito un informe.

—O sea,
nu
—dice ella—, ¿tú simplemente te hacías pajas?

—Con una disciplina que te parecería sorprendente en un
yid
tan rebelde.

—¿Y ahora? —dice ella.

—¿Ahora? Ahora sería una locura —dice—. Por no mencionar lo incómodo que sería. Además, creo que me sigue sangrando la pierna.

—Me refería —dice ella— a si ahora te sientes
solo
.

—Estás de broma, ¿no? ¿Embutido en esta panera?

Él entierra la nariz en la zarza suave y tupida del pelo de Bina y respira hondo. Pasas, vinagre y el aroma salado del sudor de su cogote.

—¿A qué huele?

—Huele rojo —dice él.

—No es verdad.

—Huele a Rumanía.

—Tú sí que hueles a rumano —dice ella—. Con unas piernas asombrosamente peludas.

—Me he vuelto un vejestorio total.

—Yo también.

—No puedo ni subir escaleras. Se me está cayendo el pelo.

—Mi culo es como un mapa topográfico.

Él confirma esa información con los dedos. Promontorios y depresiones, y de vez en cuando un grano en altorrelieve. Le pasa las manos por debajo y alrededor de la cintura y estira los brazos para sopesar un pecho en cada mano. Al principio no obtiene ningún recuerdo de su antiguo tamaño o valor con que compararlos, y eso le produce cierto pánico. Después decide que son iguales que siempre, que los abarca exactamente con la palma de la mano y los dedos extendidos y que están formados por un compuesto misterioso de gravedad y elasticidad.

—No pienso volver a bajar por esa tubería —dice—. Eso ya te lo aseguro.

—Ya te he dicho que podías coger las escaleras. Lo de la tubería ha sido idea tuya.

—Todo ha sido idea mía —dice—. Siempre fue idea mía.

—Como si no lo supiera —dice ella.

Pasan un largo rato tumbados allí sin decir nada más. Landsman nota cómo la piel que tiene al lado se llena lentamente de vino tinto. Unos minutos más tarde Bina empieza a roncar. No hay duda de que sus ronquidos son los mismos que hace dos años. Tienen un ronroneo de doble caña, la monodia de abejorro de los cantos guturales de Mongolia. La majestuosidad lenta de la respiración de una ballena. Landsman empieza a flotar a la deriva por la cama de Bina y por los susurros de su respiración. En brazos de ella, en medio del perfume de su ropa de cama —un olor fuerte pero agradable, como el de unos guantes nuevos de cuero—, Landsman se siente seguro por primera vez en una eternidad. Soñoliento y satisfecho. Aquí lo tienes, Landsman, piensa. Aquí están el olor y la mano en la barriga que has obtenido a cambio de una vida entera de silencio.

Se incorpora hasta sentarse, totalmente despierto y lleno de odio hacia sí mismo, derrotado, más indigno que nunca de la magnífica mujer de piel de cabrito que tiene abrazada. Sí, muy bien, Landsman entiende que no tomó la decisión correcta sino la única posible, así que a la mierda con todo. Entiende que la necesidad de ocultar los actos feos de los chicos del cajón de arriba es una necesidad que los
noz
llevan convirtiendo en virtud desde los albores del trabajo policial. Entiende que si él fuera a intentar contarle a alguien, por ejemplo a Dennis Brennan, lo que sabe, entonces los chicos del cajón de arriba encontrarían otra forma de silenciarlo, esta vez a la manera de ellos. Y entonces, ¿por qué el corazón le repiquetea como la taza de acero de un presidiario contra los barrotes de su caja torácica? ¿Por qué de pronto la olorosa cama de Bina le resulta tan incómoda como un calcetín mojado, como unos calzoncillos que se le meten por la raja del culo o como un traje de lana en una tarde calurosa? Uno hace un trato, coge lo que puede y se olvida. Lo deja atrás. ¿Y qué si a unos hombres de un país lejano y soleado los han engañado para que se maten entre ellos para que mientras están distraídos les puedan robar su país soleado y venderlo en el mercado negro? ¿Y qué si el destino del distrito de Sitka ya está sellado? ¿Y qué si el asesino de Mendel Shpilman, sea quien sea, está campando a sus anchas? ¿Y qué, qué pasa?

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