Read El Señor Presidente Online
Authors: Miguel Angel Asturias
—... ¿Quién?... ¿Qué?...
—Es una esquela de muerto que acaban de traer.
—Sí, pero no se la entrés, porque debe estar dormido. Ponésela por ahí, por su escritorio.
—«El señor Joaquín Cerón falleció anoche auxiliado por los Santos Sacramentos. Su esposa, hijos y demás parientes cumplen con el triste deber de participarlo a Ud. y le ruegan encomendar su alma a Dios y asistir a la conducción del cadáver al Cementerio General hoy, a las 4 p. m. El duelo se despide en la puerta del cementerio. Casa mortuoria: Callejón del Carrocero.»
Involuntariamente había oído leer a una de sus sirvientas la esquela de don Joaquín Cerón.
Libertó un brazo de la sábana y se lo dobló bajo la cabeza. Don Juan Canales se le paseaba por la frente vestido de plumas. Había arrancado cuatro corazones de palo y cuatro Corazones de Jesús y los tocaba como castañuelas. Y sentía a doña Judith en el occipucio, los cíclopes senos presos en el corsé crujiente, corsé de tela metálica y arena, y en el peinado pompeyano un magnífico peine de manola que le daba aspecto de tarasca. Se le acalambró el brazo que tenía bajo la cabeza a guisa de almohada y lo fue desdoblando poco a poco, como se hace con una prenda de vestir en la que anda un alacrán...
Poco a poco...
Hacia el hombro le iba subiendo un ascensor cargado de hormigas... Hacia el codo le iba bajando un ascensor cargado de hormigas de imán... Por el tubo del antebrazo caía el calambre de la penumbra... Era un chorro su mano. Un chorro de dedos dobles... Hasta el piso sentía las diez mil uñas...
¡Pobrecita, clava que te clava y nada!... So bestias, mulas; si abren les escupo a la cara... Como tres y dos son cinco... , y cinco diez... , y nueve, diecinueve, que les escupo a la cara. Tocaba al principio con mucho brillo y a las últimas, más parecía dar con un pico en tierra... No llamaba, cavaba su propia sepultura... ¡Qué despertar sin esperanza!... Mañana iré a verla... Puedo... Con el pretexto de llevarle noticias de su papá, puedo... O... si hoy hubiera noticias... Puedo... , aunque de mis palabras dudará...
«... ¡De sus palabras no dudo! ¡Es cierto, es indudablemente cierto que mis tíos le negaron a mi padre y le dijeron que no me querían ver ni pintada por sus casas!» Así reflexionaba Camila tendida en la cama de la
Masacuata,
quejándose del dolor de espalda, algo así como mal de yegua, mientras que en la fonda, que separaba de la alcoba un tabique de tablas viejas, brines y petates, comentaban los parroquianos entre copa y copa los sucesos del día: la fuga del general, el rapto de su hija, las vivezas del favorito... La fondera hacía oídos sordos o se desayunaba de todo lo que aquellos le contaban...
Un fuerte mareo alejó a Camila de aquella gentuza pestilente. Sensación de caída vertical en el silencio. Entre gritar —sería imprudencia— y no gritar —susto de aquel total aflojamiento—, gritó... Amortajábala un frío de plumas de ave muerta. La
Masacuata
acudió en el acto —¿qué le sucedía?— y todo fue verla de color verdoso de botella, con los brazos rígidos como de palo, las mandíbulas trabadas y los párpados caídos, como correr a echarse un trago de aguardiente, de la primera garrafa que tuvo a mano, y volver a rociárselo en la cara. Ni supo, de la pena, a qué hora se marcharon los clientes. Clamaba con la Virgen de Chichinquirá y todos los santos para que aquella niña no se le fuera a quedar allí.
«... Esta mañana, cuando nos despedimos, lloraba sobre mis palabras, ¡qué le quedaba!... Lo que nos parece mentira siendo verdad, nos hace llorar de júbilo o de pena... »
Así pensaba Cara de Ángel en su cama, casi dormido, aún despierto, despierto a una azulosa combustión angélica. Y poco a poco, ya dormido, flotando bajo su propio pensamiento, sin cuerpo, sin forma, como un aire tibio, móvil a soplo de su propia respiración...
Sólo Camila persistía en aquel hundirse de su cuerpo en el anulamiento, alta, dulce y cruel como una cruz de camposanto...
El Sueño, señor que surca los mares oscuros de la realidad, le recogió en una de sus muchas barcas. Invisibles manos le arrancaron de las fauces abiertas de los hechos, olas hambrientas que se disputaban los pedazos de sus víctimas en peleas encarnizadas.
—¿Quién es? —preguntó el Sueño.
—Miguel Cara de Ángel... —respondieron hombres invisibles. Sus manos, como sombras blancas, salían de las sombras negras, y eran impalpables.
—Llevadle a la barca de... —el Sueño dudó— ... los enamorados que habiendo perdido la esperanza de amar ellos, se conforman con que les amen.
Y los hombres del Sueño le conducían obedientes a esa barca, caminando por sobre esa capa de irrealidad que recubre de un polvo muy fino los hechos diarios de la vida, cuando un ruido, como una garra, se los arrancó de las manos...
... La cama...
... Las sirvientas...
No; la esquela, no... ¡Un niño!
Cara de Ángel pasóse la mano por los ojos y alzó la cabeza aterrorizado. A dos pasos de su cama había un niño acezoso, sin poder hablar. Por fin dijo:
—Es ... que man... da ... a decir... la señora de la fonda... que se vaya para allá...,
porque la señorita... está muy... grave...
Si tal hubiera oído del Señor Presidente, no se habría vestido el favorito con tanta rapidez. Salió a la calle con el primer sombrero que arrancó de la capotera, sin amarrarse bien los zapatos, mal hecho el nudo de la corbata...
—¿Quién es? —preguntó el Sueño. Sus hombres acababan de pescar en las aguas sucias de la vida una rosa en vías de marchitarse.
—Camila Canales... —le respondieron...
—Bien, ponedla, si hay lugar, en la barca de las enamoradas que no serán felices...
—¿Cómo dice, doctor? —la voz de Cara de Ángel sobaba dejos paternales. El estado de Camila era alarmante.
—Es lo que yo creo, que la fiebre le tiene que subir. El proceso de la pulmonía...
Su hijo había dejado de existir... Con ese modo de moverse, un poco de fantoche, de los que en el caos de su vida deshecha se van desatando de la cordura, Niña Fedina alzó el cadáver que pesaba como una cáscara seca hasta juntárselo a la cara fibrosa. Lo besaba. Se lo untaba. Mas pronto se puso de rodillas —fluía bajo la puerta un reflejo pajizo—, inclinándose adonde la luz del alba era reguero claro, a ras del suelo, en la rendija casi, para ver mejor el despojo de su pequeño.
Con la carita plegada como la piel de una cicatriz, dos círculos negros alrededor de los ojos y los labios terrosos, más que un niño de meses parecía un feto en pañales. Lo arrebató sin demora de la claridad, apretujándolo contra sus senos pletóricos de leche. Quejábase de Dios en un lenguaje inarticulado de palabras amasadas con llanto; por ratitos se le paraba el corazón y, como un hipo agónico, lamento tras lamento, balbucía: ¡hij!... ¡hij!... ¡hij!... ¡hij!...
Las lágrimas le rodaban por la cara inmóvil. Lloró hasta desfallecer, olvidándose de su marido, a quien amenazaban con matar de hambre en la Penitenciaría, si ella no confesaba; haciendo caso omiso de sus propios dolores físicos, manos y senos llagados, ojos ardorosos, espalda molida a golpes; posponiendo las preocupaciones de su negocio abandonado, inhibida de todo, embrutecida. Y cuando el llanto le faltó que ya no pudo llorar, se fue sintiendo la tumba de su hijo, que de nuevo lo encerraba en su vientre, que era suyo su último interminable sueño. Incisoria alegría partió un instante la eternidad de su dolor. La idea de ser la tumba de su hijo le acariciaba el corazón como un bálsamo. Era suya la alegría de las mujeres que se enterraban con sus amantes en el Oriente sagrado. Y en medida mayor, porque ella no se enterraba con su hijo; ella era la tumba viva, la cuna de tierra última, el regazo materno donde ambos, estrechamente unidos, quedarían en suspenso hasta que les llamasen a Josafat. Sin enjugarse el llanto, se arregló los cabellos como la que se prepara para una fiesta y apretó el cadáver contra sus senos, entre sus brazos y sus piernas, acurrucada en un rincón del calabozo.
Las tumbas no besan a los muertos, ella no lo debía besar; en cambio, los oprimen mucho, mucho, como ella lo estaba haciendo. Son camisas de fuerza y de cariño que los obligan a soportar quietos, inmóviles, las cosquillas de los gusanos, los ardores de la descomposición. Apenas aumentó la luz de la rendija un incierto afán cada mil años. Las sombras, perseguidas por el claror que iba subiendo, ganaban los muros paulatinamente como alacranes. Eran los muros de hueso... Huesos tatuados por dibujos obscenos. Niña Fedina cerró los ojos —las tumbas son oscuras por dentro— y no dijo palabra ni quiso quejido —las tumbas son calladas por fuera.
Mediaba la tarde. Olor de cipresales lavados con agua del cielo. Golondrinas. Media luna. Las calles bañadas de sol entero aún se llenaban de chiquillos bulliciosos. Las escuelas vaciaban un río de vidas nuevas en la ciudad. Algunos salían jugando a la tenta, en mareante ir y venir de moscas. Otros formaban rueda a dos que se pegaban como gallos coléricos. Sangre de narices, mocos, lágrimas. Otros corrían aldabeando las puertas. Otros asaltaban las tilcheras de dulces, antes que se acabaran los bocadillos amelcochados, las cocadas, las tartaritas de almendra, las espumillas; o caían, como piratas, en los canastos de frutas que abandonaban tal como embarcaciones vacías y desmanteladas. Atrás se iban quedando los que hacían cambalaches, coleccionaban sellos o fumaban, esforzándose por dar el golpe.
De un carruaje que se detuvo frente a la Casa Nueva se apearon tres mujeres jóvenes y una vieja doble ancho. Por su traza se veía lo que eran. Las jóvenes vestían cretonas de vivísimos colores, medias rojas, zapatos amarillos de tacón exageradamente alto, las enaguas arriba de las rodillas, dejando ver el calzón de encajes largos y sucios, y la blusa descotada hasta el ombligo. El peinado que llamaban
colochera Luis XV,
consistente en una gran cantidad de rizos mantecosos, que de un lado a otro recogía un listón verde o amarillo; el color de las mejillas, que recordaba los focos eléctricos rojos de las puertas de los prostíbulos. La vieja vestida de negro con pañolón morado, pujó al apearse del carruaje, asiéndose a una de las loderas con la mano regordeta y tupida de brillantes.
—Que se espere el carruaje, ¿verdad, Niña Chonita? —preguntó la más joven de las tres jóvenes gracias, alzando la voz chillona, como para que en la calle desierta la oyeran las piedras.
—Sí, pues, que se espere aquí —contestó la vieja.
Y entraron las cuatro a la Casa Nueva, donde la portera las recibió con fiestas.
Otras personas esperaban en el zaguán inhospitalario.
—Ve, Chinta, ¿está el secretario?... —interrogó la vieja a la portera.
—Si, doña Chón, acaba de venir.
—Decíle, por vida tuya, que si me quiere recibir, que le traigo una ordencita que me precisa mucho.
Mientras volvía la portera, la vieja se quedó callada. El ambiente, para las personas de cierta edad, conservaba su aire de convento. Antes de ser prisión de delincuentes había sido cárcel de amor. Mujeres y mujeres. Por sus murallones vagaba, como vuelo de paloma, la voz dulce de las teresas. Si faltaban azucenas, la luz era blanca, acariciadora, gozosa,
y a
los ayunos y cilicios sustituían los espineros de todas las torturas florecidos bajo el signo de la cruz y de las telarañas.
Al volver la portera, doña Chón pasó a entenderse con el secretario. Ya ella había hablado con la directora. El Auditor de Guerra mandaba a que le entregaran, a cambio de los diez mil pesos —lo que no decía—, a la detenida Fedina de Rodas, quien, a partir de aquel momento, haría alta en
El Dulce Encanto,
como se llamaba el prostíbulo de doña
Chón Diente de Oro.
Dos toquidos como dos truenos resonaron en el calabozo donde seguía aquella infeliz acurrucada con su hijo, sin moverse, sin abrir los ojos, casi sin respirar. Sobreponiéndose a su conciencia, ella hizo como que no oía. Los cerrojos lloraron entonces. Un quejido de viejas bisagras oxidadas prolongóse como lamentación en el silencio. Abrieron y la sacaron a empellones. Ella apretaba los ojos para no ver la luz —las tumbas son oscuras por dentro—. Y así, a ciegas, con el tesoro de su muertecito apretado contra su corazón, la sacaron. Ya era una bestia comprada para el negocio más infame.
—¡Se está haciendo la muda!
—¡No abre los ojos por no vernos!
—¡Es que debe tener vergüenza!
—¡No querrá que le despierten a su, hijo!
Por el estilo eran las reflexiones que la
Chón Diente de Oro y
las tres jóvenes gracias se hicieron en el camino. El carruaje rodaba por las calles desempedradas produciendo un ruido de todos los diablos. El auriga, un español con aire de quijote, enflaquecía a insultos los caballos, que luego, como era picador, le servirían en la plaza de toros. Al lado de éste hizo Niña Fedina el corto camino que separaba la Casa Nueva de las casas malas, como en la canción, en el más absoluto olvido del mundo que la rodeaba, sin mover los párpados, sin mover los labios, apretando a su hijo con todas sus fuerzas.
Doña Chón se detuvo a pagar el carruaje. Las otras, mientras tanto, ayudaron a bajar a Fedina y con manos afables de compañeras, a empujoncitos, la fueron entrando
a El Dulce Encanto.
Algunos clientes, casi todos militares, pernoctaban en los salones del prostíbulo.
—¿Qui-horas, son, vos? —gritó doña Chón de entrada al cantinero.
Uno de los militares respondió:
—Las seis y veinte, doña
Chompipa...
—¿Aquí estás vos, cuque buruque? ¡No te había visto!
—Y veinticinco son en este reloj... —interpuso el cantinero.
La
nueva
fue la curiosidad de todos. Todos la querían para esa noche. Fedina seguía en su obstinado silencio de tumba, con el cadáver de su hijo cubierto entre sus brazos, sin alzar los párpados, sintiéndose fría y pesada como piedra.
—Vean —ordenó la
Diente de Oro
a las tres jóvenes gracias—; llévenla a la cocina para que la Manuela le dé un bocado, y hagan que se vista y se peine un poco.
Un capitán de artillería, de ojos zarcos, se acercó a la
nueva
para hurgarle las piernas. Pero una de las tres gracias la defendió. Mas luego otro militar se abrazó a ella, como al tronco de una palmera, poniendo los ojos en blanco y mostrando sus dientes de indio magníficos, como n perro junto a la hembra en brama. Y la besó después, restregándole los labios aguardentosos en la mejilla helada y salobre de llanto seco. ¡Cuánta alegría de cuartel y de burdel! El calor de las rameras compensa el frío ejercicio de las balas.