El secreto del oráculo (6 page)

Read El secreto del oráculo Online

Authors: José Ángel Mañas

BOOK: El secreto del oráculo
13.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

Bitón era extraordinariamente ágil, y a la ida había tenido problemas para seguirlo. Pero ahora los dos avanzaban con una extremada prudencia, pegándose en lo posible a los arbustos y prestándole la misma atención a los movimientos repentinos de las lagartijas que al vuelo de una mariposa.

Y de repente ocurrió…

El ruido provocado había llamado la atención de uno de los «inmortales» apostados por los alrededores del campamento.

El hombre había bordeado la colina para investigar y, al ver a los dos espías bajando sigilosamente, echó mano de su arma.

Y ésa fue la estampa con la que se encontraron.

2

El guerrero blandía su cimitarra por encima de su cabeza. Nicias recordaba haberle oído decir a Bitón que el persa resultaba melodioso, pero debía de estar pensando en los susurros amorosos de alguna pelandrusca, porque en los ladridos de aquel barbudo no había otra música que el odio.

El hombre lucía una cota de malla por encima de su túnica de mangas largas desteñidas por el sol. Mientras éstas se agitaban se podía ver, en los antebrazos, el brillo de dos grandes muñequeras. Un ostentoso collar de oro y una pequeña tiara de fieltro coronaban su barbuda expresión.

—Tranquilo, tranquilo…

Bitón trataba de apaciguarlo con sus gestos. En sus tiempos de prisionero había aprendido algunas expresiones como aquella que ahora repetía procurando no alzar demasiado la voz.

Pero el hombre seguía gritando a pleno pulmón.

Manteniendo la sangre fría, el desfigurado se quitó la correa de la que colgaba su espada y le indicó a Nicias que lo imitara. Éste no entendía nada. El persa iba mejor armado, pero entre los dos podían tener una oportunidad para que, en el peor de los casos, uno huyera.

—Haz lo que digo. O, si salimos de ésta, yo mismo te cortaré las orejas…

Al final depositó su arma y el persa soltó un ladrido satisfecho. Bitón se dio una vuelta completa en torno a sí mismo y la curva espada, manejada ahora a media altura, apuntó al portaescudos, quien entendió por los círculos que trazaba el arma que debía imitarlo.

El «inmortal» seguramente consideraba que eran prisioneros escapados de su campamento y ya se les acercaba con una expresión confiada cuan do, de repente, se oyó un golpe seco: la sonrisa se le convirtió en una mueca de dolor. Soltó la espada y se llevó las dos manos al cogote.

Primero hincó una rodilla, luego se derrumbó de lado en el suelo.

Lo acababa de golpear la piedra lanzada por uno de los honderos de su destacamento, que ahora aparecía por detrás del enemigo. La honda colgaba de su mano y tenía otro canto en la mano por si las moscas. Pero comprendió que no sería necesario.

—Buena puntería…

El tebano se apresuró a recoger su espada.

—Y tú, remátalo. Quítale la cadena y esas muñequeras y volvamos. ¿Qué haces que no te mueves? Hazlo antes de que se recupere… ¡Rápido!

Al persa la pedrada le había hundido parte del cráneo. Se retorcía entre las hierbas luchando entre la consciencia y la inconsciencia. Su mano extendida palpaba torpemente, buscando la cimitarra. Pero Bitón la apartó con el pie y miró con severidad a su portaescudos, quien se acuclilló y, sin darse tiempo para reflexionar, rajó la garganta a la altura de la tráquea
.

Al hacerlo, no pudo evitar pensar en el toro sacrificado por Alejandro.

3

El resto del destacamento los esperaba a unos cuantos estadios tierra adentro.

Permanecían escondidos en el mismo espacio arbolado en medio del canto áspero y vacilante de los grillos. Unas lomas bajas los ocultaban de posibles vigías, una precaución bastante vana, puesto que los persas esperaban el avance de unas tropas que sólo podían llegar por el oeste.

Mientras el hondero ponía a Hefastión al tanto de lo ocurrido, Bitón permaneció un tanto retraído e ignorando las miradas del hipaspista.

El tebano nunca había aguantado la cara bonita del favorito ni tampoco su actitud con los subordinados. Delante de Alejandro Hefastión rara vez reconocía que un error pudiera provenir de sus propias decisiones y no tenía reparos a la hora de cargar con la responsabilidad al hombre que tuviera más a mano.

Bitón ya había sufrido aquel trato contra el que su carácter se había rebelado con una osadía que Hefastión no olvidaba y durante la mañana los dos habían evitado cuidadosamente el dirigirse la palabra. Pero una vez llegados a las inmediaciones del campamento enemigo lo primero que hizo el favorito fue enviarlo precisamente a él por delante.

Nicias no le tenía la misma antipatía. Él recordaba vagamente haberlo visto, de niño, siempre sometido a los dictados de Alejandro. Filipo lo llamaba «el perrito faldero». Era difícil imaginárselo en otra compañía. En realidad, pensó, resultaba difícil recordarlo, sin más. Tenía uno de estos rostros a medio definir, sin nada en particular que destacara. Ni siquiera su mirada, que era de una opacidad sorprendente.

Pero a él le intrigaba. Su personalidad le parecía un enigma.

—Quizás convendría que me dijeras a mí, más que a ellos, lo que has visto, Bitón —se acercó Hefastión.

El favorito rara vez elevaba el tono. Pero su voz tenía un timbre especial que parecía conminar a obedecerle.

—Claro…

El tebano resumió de mala gana lo ocurrido. Los dos susurraban en medio del corro que formaban los restantes hombres. Tras pedirle alguna precisión suplementaria, el jefe del destacamento frunció los labios. Su fría sonrisa aclaraba que no era ajeno a la antipatía que se le tenía, aunque tampoco parecía que aquello le molestara.

Hefastión sólo vivía para el favor de Alejandro.

—Creo que va a ser hora de volver.

—Tú eres quien manda —dijo Bitón.

4

Tocaba el mismo camino que a la ida.

Había un punto estrecho en el río, más al sur, y allí lo volvieron a vadear con el agua fría hasta la cintura y evitando las tres o cuatro grandes rocas peladas que asomaban en mitad de la corriente. Hefastión iba entre medias. El agua helada sentaba bien bajo el sol de justicia que asolaba aquellas tierras. Alguno ya se arrepentía de haberse quejado en las costas de Tracia, antes de atravesar el Helesponto, a causa de los aguaceros.

En la otra orilla cruzaron el mismo puñado de crecidos trigales que unas horas antes. La mayoría estaban verdes pero con el calor madurarían rápidamente y no faltaba mucho para una cosecha con la que contaban necesariamente pues los víveres que tenían no daban para mucho y muy pronto los campos como aquellos valdrían más que el oro.

—Tenemos suerte de que muchos estén cultivados por los helenos de las costas que nos serán afines—aclaró Bitón, quien al igual que la mayoría de los hombres de Filipo se había mostrado crítico con la falta de previsión.

Nicias ni siquiera había reflexionado sobre ello. A él le parecía natural recibir cada tarde junto al correspondiente caldo espartano, la crátera de pésimo vino y de vez en cuando un cacho de queso, su buena hogaza de pan, y ni se había planteado las consecuencias de la inminente carestía.

La cabecera de su ejército los aguardaba en un terreno algo elevado. De lejos apenas se veían los estandartes de Macedonia con el gran disco solar dorado que portaban los primeros hombres.

Pero según se acercaban fueron apareciendo por detrás las más de cincuenta mil almas de su ejército. Eso incluía los curanderos, herreros, ingenieros, carpinteros, geómetras, contadores de pasos y cartógrafos que ahora estaban con el bagaje por detrás de los últimos soldados y que por el momento eran poco numerosos para avanzar con la máxima velocidad: aquélla siempre fue una preocupación permanente de Filipo, quien no en balde había disminuido la carga de los hoplitas y reducido el número de portaescudos.

La agitación de las tropas, al verlos llegar, era palpable. Muchas lanzas volvieron a alzarse y las primeras filas se fueron abriendo, creando una cuña en cuya punta aparecieron Eúmenes y Nearco. Ellos fueron los primeros generales en salirles al paso y quienes los guiaron hasta donde los esperaba Alejandro en un pequeño cerro, algo detrás de las primeras filas.

—Y bien, Hefastión —se impacientó el monarca—, ¿hay malas noticias?

Hasta ese momento había ocupado una silla plegable ante una mesa a la entrada de la única tienda montada. Ésta era austera y fuera del revestimiento de madera el único lujo era el espacio.

En el interior había sitio para cuatro mesas de roble macizo lo suficientemente grandes cada una para una veintena de hombres, y el espacio en el centro estaba reservado para los músicos y las bailarinas.

Era allí donde cada noche se reunían en banquetes más o menos austeros, según la actividad que se previera, el rey y sus íntimos.

Un pequeño dosel protegía a Alejandro y a buena parte de la mesa del sol.

Sobre el grueso tablero, rodeadas de rollos de papiro y de útiles de escritura, había dos cráteras, una de vino y otra de agua, para aligerar la espera. Pero lo cierto era que ni Alejandro ni ninguno de los hombres que lo habían acompañado esa mañana tenía demasiadas ganas de nada, y todos se habían puesto en pie.

La coraza y el casco del rey descansaban a un lado de la silla. A su alrededor, los mozos de cuadra y algunos hombres se reposaban o se entretenían conversando en voz baja en torno a los caballos que pastaban. Los que tenían una carreta o una roca cerca compartían sombra. Los rodeaba una maraña de matorrales de labanda, viboreras, achicorias, margaritas y cardos floridos.

—Todo lo contrario… —dijo Hefastión, que tenía todavía el pelo y la ropa por debajo del peto de cuero mojados. Su tranquilidad los fue relajando y, tras algunas preguntas sobre la potencia de la corriente, Alejandro les obligó a repetir la disposición de las tropas.

—No puedo creer que un viejo zorro como Memnón me plante cara así —se extrañó—. ¿Seguro que está al mando?

—Hemos visto a Autofrádates y a Cambyses arengando a los jonios —confirmó Hefastión—. Los sátrapas cuentan con alcanzar una victoria fácil, matándote en persona. Una disposición semejante no puede ser cosa de Memnón….

Pero no continuó, porque llegaba Parmenión a caballo.

5

Parmenión era el general más respetado de todo el ejército. Se lo temía por su severidad más que a ninguno de los miembros de «la camarilla», y su expresión en esos momentos no era nada halagüeña.

En tiempos de Filipo él había sido el encargado de dirigir la principal campaña fracasada contra ese mismo ejército que ahora los esperaba a orillas del Gránico.

No había sido una gran campaña. Sus escasas tropas apenas inquietaron a los sátrapas, quienes se tomaron su tiempo antes de ordenarle a Memnón que contraatacara, cosa que éste hizo empujándolos poco a poco hasta la costa del Helesponto donde Parmenión resistió durante el invierno.

Pero no dejaba de ser una de sus raras derrotas, y eso lo había vuelto extremadamente precavido.

Además regresaba de los carros de los heridos, donde esa misma madrugada, ante el anuncio de la proximidad de los ejércitos del Gran Rey, se había atendido a uno de sus capitanes épiros, un veterano de aquellas luchas que se acababa de arrancar la lengua a mordiscos.

Aristandro había tenido que ver maravillas en los vuelos de las aves para que no se tomara por un mal presagio.

—¿Oyes, Parmenión…?

Parmenión no dijo si oía o no oía. Se limitó a echar pie a tierra y le dejó las riendas de su caballo al mozo que se acercaba.

Luego dirigió una mirada a Eúmenes. Era el único presente de los de su quinta. Su larga amistad hundía sus raíces en la época en que Macedonia era todavía una tierra de pastores semibárbaros. Ellos aún recordaban cómo los griegos se reían de los macedonios cuando éstos se reclamaban descendientes de los aqueos.

Sólo Zeus sabía lo que les había costado cambiar aquello.

A su mal humor actual se añadía el que por el camino se hubiesen cruzado las tierras que el Gran Rey le había entregado al rodio y que Alejandro había decidido respetar cuando él estimaba que no se ganan las guerras con regalos.

—Tú gesto no delata nobleza sino tontería y será tomado como un signo de debilidad. Eso tenlo por seguro.

—Mis mensajes no tienen que ser claros porque no van dirigidos a los necios…

La discusión había sido tan reñida, que sus voces despertaron a los hombres de las tiendas vecinas. Parmenión acabó exclamando que había tres cosas que jamás entendería: el rastro del águila en el cielo, el rastro de una nave sobre el mar y el proceder de la mocedad. ¿Era por eso por lo que Alejandro procuraba, con su actitud, aclarar que el desafortunado encontronazo era, al menos por su parte, ya agua pasada…?

—Hefastión me dice que Memnón ha colocado a sus jonios en segunda línea.

El joven rey se lo soltó a bocajarro.

—En la orilla nos toparemos con la caballería de los persas. Hay que sacar provecho de ello.

—¿Y cómo? —repuso muy frío el lugarteniente.

No había nadie menos sensible que él a los entusiasmos repentinos de la juventud.

Parmenión estaba acostumbrado a las astucias del padre y aún no se le había hecho el cuerpo a que lo lanzasen de una manera tan intempestiva contra un contingente que los doblaba en número y que además contaba con la moral de una victoria previa.

Él no negaba que la audacia les hubiera granjeado victorias sorprendentes contra los bárbaros del norte. Pero eso no dejaban de ser palabras menores en comparación con los ejércitos del Imperio.

Las canas, como les recordaba a sus allegados, no salen a los veinte años.

Ahora los hombres miraban a Alejandro. Se sentía la presión de la manada sobre el jefe. Se le exigía que revalidase su supremacía. Pero de tener alguna inseguridad, Alejandro se había adiestrado a sí mismo desde niño a no manifestarla. Era una norma aprendida del propio Parmenión.

Tras pensarlo un momento se acuclilló, agarró una piedra puntiaguda y trazó en el suelo arenoso una tosca serpiente.

—Es muy sencillo —dijo—. Hefastión puede marchar delante con quinientos lanceros. Detrás irán los jinetes tesalios por el ala izquierda. Bajo tu mando, Parmenión. Y el resto de la infantería pesada, en el centro. Dos columnas para ocupar el terreno que podamos ganar en la ribera. Aquí…

Él quería atacar de inmediato, pero Parmenión objetaba que en un frente tan amplio los jinetes díficilmente conseguirían guardar el orden, y eso los convertiría en una presa demasiado fácil para un enemigo tan prevenido.

Other books

Under Cover by Caroline Crane
The Other Side of Goodness by Vanessa Davis Griggs
Tracing the Shadow by Sarah Ash