Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
La puerta de entrada al patio quedaba guardada por un puñado de macedonios a caballo, y era seguramente su presencia lo que había impedido que fuera pillado.
Aprovechando la confusión del asedio, un grupo de peltastas había intentado saltar el muro, por la vertiente de la avenida principal, formando una torre humana, con dos de ellos en la base, pero los jinetes habían cargado para dispersarlos justo a tiempo.
Al verlo doblar la esquina, uno de los jinetes le salió al paso.
Nicias lo conocía de vista.
Era Filotas, el hijo díscolo de Parmenión.
Los hombres no le tenían en demasiada estima. Se lo consideraba el más borracho y lenguaraz de los miembros de «la camarilla» y su expresión desganada aclaraba que seguramente habría preferido estar ahora mismo en cualquier otro sitio y a ser posible en alguna taberna como las que los macedonios estaban obligando a abrir por toda la ciudad.
—¿Adónde vas con esa mula y esa clámide?
Nicias dijo que volvía al campamento para repartir aquello con sus compañeros y aprovechó para rogarle que lo dejara pasar un momento.
Pero Filotas meneó la cabeza.
—Son órdenes de Alejandro. Nadie debe acercarse.
Y se tapó un bostezo con la mano. Su expresión no era muy inteligente. De los hijos de Parmenión era el que más rebelde se le había mostrado, y también el que, por su capacidad de animar los banquetes, más cerca estaba de Alejandro. El aura que aquello le daba cara a los demás no hacía sino exacerbar su tonta prepotencia y su fanfarronería.
—¿No se puede hacer una excepción…?
Nicias acarició el lomo del caballo por uno de los resquicios de su cota de malla. La piel estaba cálida. Sus ojos se posaron amistosos en el rostro semiescondido bajo el casco. Pero la negativa era firme y no le quedó más remedio que irse a la mula, abrir uno de los sacos y rebuscar hasta que extrajo de su interior las muñequeras que había encontrado en el cofre de Bitón.
—¿Qué es eso…? —preguntó Filotas al ver los objetos que desenvolvía.
El paño de seda era de color púrpura.
Era difícil saber qué brillaba más ahora mismo, si el oro de la Nubia o los ojos de Filotas.
Tras echar pie a tierra, el hipaspista se lo llevó contra la pared del patio y ojeó aquellas dos piezas anchas y de doble charnela. En cada una aparecía, tallado por un hábil orfebre, el mismo gavilán con las alas desplegadas. Las plumas habían sido engastadas trabajosamente con diminutos fragmentos de lapislázuli, de cornalinas, de cristalitos del color del feldespato.
Filotas se las puso, una tras otra, y levantó las manos con una sonrisa ufana.
—Están hechas a mi medida…
A continuación se subió al caballo y maniobró para encararse con sus hombres.
—¡Deja pasar a este macedonio, Cebelino! —se dirigió al más bajito del grupo, un rubio con una boca casi sin dientes, que era su
eromenos
, su amante. Lo de la falta de dientes había dado lugar a las chanzas más vulgares del propio Filotas, que se jactaba de lo mucho que eso facilitaba ciertos actos—
. ¡Viene de parte de Alejandro!
Unos momentos después Nicias pasaba con su mula entre unos caballos casi tan agotados como sus jinetes.
Cebelino lo ojeó con desconfianza.
El patio del monumento estaba sorprendentemente exento de cadáveres: ningún jonio se había atrevido a atrincherarse en un lugar sagrado al que muchos consideraban como la cuna de la nación caria. Había incluso peregrinos que acudían para presentar ofrendas a unos soberanos que ya eran considerados como divinidades, un culto que Artábazo había tolerado, si bien no lo había favorecido, pues para los persas no podía caber otra divinidad que Ahura Mazda.
Las esculturas eran lo más notable del monumento. La mayoría de las piezas humanas, de tamaño natural, estaban entre el colosal columnado; eran las que ofrecían más destellos dorados vistas desde lejos. O también en lo alto de la pirámide donde por la decena de escalones que subían hasta el carro podía verse un puñado de leones con las fauces abiertas.
Pero a Nicias lo que le interesaban eran los frisos de piedra, y en especial el que quedaba en el basamento sur, justo debajo del columnado. Y hacia allí se estaba dirigiendo con el paso apresurado de un ladrón que tras penetrar furtivamente en un hogar quiere concluir con la mayor rapidez, consciente de que el dueño puede despertar en cualquier momento.
—Zeus… —musitó en cuanto estuvo ante el friso en cuestión.
Ya se le había pasado el disgusto por haber tenido que deshacerse de las muñequeras y, aunque traía los nervios alterados por la noche en vela, lo que le hacía temblar no era la fatiga por las largas horas de lucha, ni el estómago que empezaba a gruñir, sino la belleza inefable que emanaba de aquel grupo de amazonas petrificadas por una mano maestra.
¡Qué cierto era lo que se decía!
Nadie, como Scopas, había sabido captar el dramatismo de la época.
Desde los tiempos de Maratón la Hélade no dejaba de desangrarse sin que ninguna de sus ciudades hubiera conseguido imponer sobre las demás una hegemonía duradera. Las guerras habían transformado su fisionomía y las necesidades materiales la habían degradado hasta que incluso los orgullosos espartanos constataban que sus generales ya no eran austeros ciudadanos enamorados de la patria, sino mercenarios descreídos que pagaban ellos mismos a los desarraigados que engrosaban sus tropas.
Y, de alguna extraña manera, la alquimia de Scopas había transformado todos aquellos sufrimientos en belleza a través de esas pétreas amazonas que afrontaban una muerte segura a manos de los feroces griegos.
La mula se había quedado pastando en el pequeño jardín que rodeaba al monumento. Nicias se fue hasta ella y sacó de una de las alforjas un par de rollos de papiro virgen, una caña y un tintero. Y mientras se acuclillaba, unos momentos después, se le vino a la mente una conocida tonadilla.
¿Quién está aquí?
La Bacante.
¿Quién la adornó?
Scopas.
Y quién la llenó de furor,
¿fue Scopas o fue Dionisio…?
Ya no recordaba ni los golpes de Bitón ni las horas perdidas cavando trincheras, ni la angustia de las noches de guardia al pie de las máquinas de asedio.
Ni siquiera las ganas de desertar que no lo habían abandonado desde que a raíz de la batalla del Gránico se hubiera encontrado entre los heridos, en la antesala misma del Hades, cuando después de delirar al borde de la muerte se había jurado que en adelante lo único que contaría sería conservar la vida.
Al cabo de los meses todavía podía sentir las profundas cicatrices que adornaban sus muslos y su costado como si dataran de la víspera. Veía a aquel compañero al que una saeta había atravesado la nuez antes de que cayera en sus brazos. A aquel otro al que un jinete enemigo había decapitado en la orilla y que se derrumbó manchándolo con un géiser de sangre. Eso por no hablar de la brutalidad de sus propios compatriotas con los enemigos heridos, los comentarios y risas humillantes.
Todavía podía revivir su horror cuando fue transportado a la tienda de los futuros cadáveres. Escuchaba los chillidos que soltaba el hombre al que estaban aserrando una pierna o aquel otro al que el médico pidió que cerrara los ojos y que pensara en algo hermoso antes de cortarle la tráquea y también su propio pánico cuando mientras limpiaba todavía el cuchillo el mismo galeno se le había acercado.
—
Ahora te toca a ti, muchacho. ¿Cómo te sientes…?
Y aunque en los últimos tiempos muy por encima de la voluntad de supervivencia se iba imponiendo cada vez más el placer de ver cómo mejoraban sus golpes y su sentido de la oportunidad («Verás cómo le coges el gusto —había profetizado Bitón—. Sólo te falta eso para ser un buen soldado»), Nicias había madurado su plan a la espera de que tomaran el puerto.
Él ya sabía que con lo ganado tenía lo suficiente para pagarse el viaje de vuelta y arrancar una nueva vida y ya lo tenía decidido.
Pero primero había querido ver la obra de Scopas…
Durante unos momentos la tensión de aquellas formas lo elevó hasta los reinos etéreos de la belleza y no habría sabido decir cuánto tiempo había pasado allí, paseando la vista del friso al papel y vuelta de nuevo a las amazonas, dibujando en silencio, cuando, de pronto, lo sobresaltó una voz ronca a sus espaldas.
—Veo que te interesa Scopas…
Al volverse, sintió que le flojeaban las rodillas.
No puede ser
, pensó.
El hijo de Filipo le estaba tendiendo la mano reclamando el papiro.
Alejandro se había deshecho de su armadura y de su yelmo.
Llegaba cubierto por una discreta clámide parda y sujetaba con la mano diestra una imponente garrota como la de los caminantes lacedemonios, que agarraba por el extremo superior.
La fatiga de la noche se le marcaba en el rostro. Aún le brillaba el tajo de una cuchillada debajo del pómulo. Y en su mirada asomaba una compasión que no anunciaba nada bueno: era la misma expresión que se le podía ver antes de cada batalla, cuando paseaba la vista sobre todos aquellos enemigos a los que pronto enviaría al Hades.
Lo menos que se podía decir era que ya no era el niño rubio con el que se había podido cruzar por los pasillos del palacio real de Pela, sino el orgulloso rey cuya voz bastaría para que cualquiera de los hombres que bloqueaban la salida del patio le arrancara sin el menor miramiento la vida.
Casi sin quererlo, Nicias consideró instintivamente por dónde escapar.
Pero el monarca no parecía interesado en atraer la atención de nadie.
—Tienes una mano educada —ojeó el papiro.
Luego levantó la vista.
No muy lejos los arietes empezaban a arremeter contra las barriadas que había ordenado arrasar sin que el estruendo pareciera distraerlo.
—¿Dónde has aprendido a dibujar?
—En Egipto.
La respuesta sonó tan extraña, que Nicias se sintió obligado a añadir que su padre era profeta de Amón en la ciudad de Tebas, a orillas del Nilo. Aun así se guardó mucho de mencionar que antes había desposado y abandonado a la sobrina de Nicomaco, el médico personal de Filipo. Lo más probable era que su nombre no le dijera nada y, si lo hacía, intuía que no sería una referencia que pudiera suscitar en el monarca un ánimo benevolente a su respecto.
—Éstos son trazos de alguien formado en la escuela ateniense, no de un escriba.
El portaescudos explicó que a las pocas semanas de regresar a Pela había ingresado en el estudio de un escultor, y al decirlo no pudo evitar rememorar el rostro de su madre moribunda. Resultaba extraño, al cabo de los años, reencontrarse con el hogar. Pero la sensación estaba llamada a no durar, pues a partir de ese momento su mundo se había desmoronado, y sólo gracias al amparo de Aristóteles pudo mantenerse en Pela, donde su interés por el cuerpo humano y por el dibujo lo llevaron a ingresar en el taller de aquel artista que le había transmitido su pasión por Scopas.
Si echaba la vista atrás, si pensaba en las largas horas esculpiendo, en los monólogos de su maestro, en los paseos por el puerto y por las
stoas
, los soportales del ágora de Pela, con la afectuosa Cataneira, en todos los detalles de esa pacífica cotidianidad que tan amable se le hacía con la distancia, aquello le parecía un sueño.
Se había acostumbrado tanto a la vida de campaña que casi se le hacía increíble pensar que hubiera podido vivir de otra manera. ¿Había sido eso la felicidad? Si lo era, no se había dado cuenta. Pero en esos momentos se juró a sí mismo que si la volvía a recuperar no le haría ascos.
Al comprobar que Alejandro sólo quería conversación, se fue relajando.
—¿Has visto a esa mujer…?
Al hijo de Filipo le temblaban los labios. La punta de su garrota tocó una de las figuras cuyo quitón se arremolinaba en torno a dos gruesas caderas. Una terrible desesperación animaba su cuerpo entero.
—Sabe que va a morir pero sigue luchando. Lisipo y Praxíteles serán mejores escultores. Pero ni la perfección del uno ni la sensualidad juguetona del otro son capaces de transmitir una emoción parecida. ¿Has estado en el asalto, macedonio?
Nicias asintió pese a que, visto su aspecto, la pregunta resultara retórica. Por encima del hombro de Alejandro vio que Filotas los observaba des de la puerta del patio. Su expresión era abiertamente hostil.
—Desde entonces no has podido dormir, ¿verdad? Tú y yo sabemos de lo que habla Scopas. La muerte no es bella. Y pese a todo nos complace verla reflejada en el arte. Mi maestro Aristóteles decía que eso nos purga. ¿Lo sientes así? Habla sin temor, macedonio. Si azoto a alguien no será a ti por haber robado esa mula del campamento, sino a Filotas, por haberte dejado pasar…
Nicias farfulló unas excusas, pero la garrota lo interrumpió, golpeando en el suelo.
—Sólo te estoy pidiendo un poco de conversación.
Entonces inspiró con fuerza. Se encaró con el friso.
Murmuró que ante una obra así su cuerpo entero se ponía en tensión y se le aceleraba el pulso. Que se apoderaba de él una excitación que no podía compararse con ninguna otra. Ni siquiera la sexual.
En presencia de algo bello sentía la necesidad imperiosa de esbozarlo, de reproducir en lo posible la emoción de su creador.
Sus manos modelaban el vacío. De pronto volvía a escuchar la voz atiplada de su maestro cuando paseaba por el taller en torno a un brazo arrancado. «
Hay que sentir ese cuerpo, con todos sus músculos y tendones
.» Él solía acompañarlo a comprar los cadáveres que luego descuartizaba delante de ellos para que entiendieran mejor su funcionamiento. Y ahora procuraba recrear sus sensaciones de entonces, pero tenía la impresión de que los matices se le escapaban como el mar entre las mallas.
El cansancio se apoderaba de su cuerpo. Le costaba hilvanar ideas.
—Vaya…
Alejandro apoyó sus manos en la garrota.
—Resulta que ese aspecto rústico esconde a un artista. Tienes suerte de que sienta respeto por vosotros. Seguramente demasiado. No he debido permitirle a Apeles burlarse impunemente —recordó, refiriéndose a cuando al ocupar la población en la que residía y trabajaba el más celebrado de los pintores jonios éste se había mostrado tan crecido de verse admirado, que se permitió decirle: «
Alejandro, todo el prestigio que ganas con las armas lo pierdes ante los hombres de criterio en cuanto hablas de arte»
.