Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
—Lo que voy a decir no será grato a tus oídos. Pero es ante las enfermedades más graves cuando el médico se ve obligado a aplicar los remedios extremos y es en plena tormenta cuando se deshace uno de su carga más preciosa.
»Ahura Mazda sabe que te hablo con el corazón en la mano. En estos momentos, Darío Codomano, la única posibilidad de que conserves tu Imperio radica en que le entregues la tiara a tu consejero bactriano. Y no me cabe la menor duda de que una naturaleza tan noble como la suya te la devolverá, una vez hayamos vencido definitivamente al enemigo…
Los presentes no daban crédito a sus oídos. Beso pasó de hacer como si la cosa no fuera con él a resoplar por el colmillo con una mezcla de desprecio e incredulidad. El cinismo marcaba como un hierro candente cada una de aquellas palabras.
Pero lo peor fue que lo que Autofrádates desvelaba era la verdad.
Al propio Artábazo le desconcertaba oír expresar de manera tan brutal lo que tantos callaban. Y Otanos hasta se olvidó de agitar el espantamoscas, lo que le ganó una dura reprimenda del bactriano.
Era como si Darío y el rodio hubieran intercambiado papeles, el uno buscando coger el toro por los cuernos, el otro sirviéndole el triunfo en bandeja de plata a su peor enemigo.
Tras vaciar un rhyton de vino prácticamente de un trago Alejandro miró con extrañeza a Farnabazo.
—En su opinión —aclaró el intérprete—, aquello sólo ha podido responder a una voluntad de poner en evidencia las intrigas que se viene trayendo entre manos el bactriano. Él sigue convencido de que Autofrádates no pretendía otra cosa que denunciar la traición que todos asumían como inminente. Le desesperaba ver a Darío dispuesto a entrar por su propio pie en la caverna del lobo. Y como el Codomano lo evitaba desde su derrota en Gaugamela, no ha encontrado mejor modo de enfrentarlo con lo que empezaba a ser una evidencia para todos.
Nadie se esperaba la reacción del Gran Rey.
Tras desenfundar la daga, se lanzó, rojo de furia, sobre Autofrádates. Lo habría acuchillado allí mismo de no ser por la oportuna intervención de Farnabazo, quien se interpuso entre ellos. Pero después, ni los buenos oficios del sobrinísimo ni las sabias palabras de Artábazo, que recordaba los riesgos de desequilibrar el juego de poderes en el ejército y quién sería el principal beneficiado, aplacaron la ira real.
Por una vez Darío se mostró firme.
Y a la madrugada siguiente el ejército pudo presenciar el descorazonador espectáculo de ver a su mejor general abandonando el campamento. Lo seguían cuatro quintas partes de sus hombres.
—¿Y dónde está ahora…?
Alejandro empezaba a sentir que tenía la victoria definitiva al alcance de su mano. Le brillaban los ojos. Desde su silla, Hefastión podía palpar su satisfacción.
—En las montañas que nos separan de la Media. Con miles de mercenarios jonios a los que ya debe de haber llegado noticia de lo ocurrido.
Al volver a ponerse en marcha se dio un nuevo incidente: el jefe de los jinetes jonios que aún se les mantenían fieles se salió de filas para abrirse paso entre los bactrianos y los doríforos que rodeaban el carromato del Gran Rey. Sin subirse a él apartó el cortinaje y le aclaró que su vida corría peligro y que lo mejor era que se pusiera bajo la protección de sus hombres.
—No somos muchos pero si actuamos con la suficiente celeridad evitaremos lo peor.
Se lo había dicho en griego para que no lo entendiera Beso.
El tono era de la mayor urgencia. Y el Codomano no se lo tomó a broma.
Yacía entre sus cojines con una esclava con la que había estado procurando aliviar la ansiedad, a ver si así conseguía dormir. Se había recolocado la túnica para acercarse. Pero al final lo único que hizo fue instarlo a tener calma.
Procuró parecer convencido de lo que decía. Y se volvió hacia su favorito quien permanecía absorto en la escritura de las misivas que sus mensajeros llevarían por delante para que su familia en Bactriana tomara las disposiciones necesarias. Habían instalado al fondo una pequeña mesa.
…explicad a todos nuestros aliados la situación y procurad que acudan con todas las fuerzas que puedan levantar: yo sabré recompensarlos pronto por su apoyo en estos momentos inciertos. Pero entretanto procurad que todo quede en el mayor secreto…
Sin embargo, antes de que hablaran, su sobrino, que había visto la escena desde cierta distancia, ya se le acercaba y también apartaba el cortinaje.
—¿Hay algún problema…? —preguntó sin bajarse del caballo.
Darió volvió a incorporarse y resopló incomodado. Sus medias sonrisas eran escasamente convincentes. Su rostro demacrado traducía un miedo que se había hecho extensivo a todo: a equivocarse, a mostrarse timorato, a mostrarse sencillamente, a que el corazón se le parara, a que su estómago no quisiera volver a ingerir nunca más nada, a que el pajarillo que la esclava intentaba estimular no volviera a volar.
—¿Seguro?
Farnabazo se quedó mirando la mano temblona del Gran Rey: estaba jugueteando con su anillo imperial. Le daba vueltas en el dedo corazón de la mano siniestra. Siempre lo hacía cuando estaba nervioso.
Sintiéndose súbitamente humillado, Darío terminó la conversación con un exabrupto y le dijo al eunuco que había al fondo que diera las órdenes pertinentes a los doríforos para que nadie más lo molestara.
—¿Qué quería ese compatriota de Alejandro? —preguntó el desconfiado bactriano que lo había escuchado todo a sus espaldas.
El caballo de Farnabazo ya se alejaba al trote.
El Gran Rey repuso que no había entendido. Por su parte Beso prefirió dejar lo que estaba haciendo y tras mandar llamar a un mensajero se echó un rato en el suelo alfombrado, sobre los cojines que utilizaba como lecho. Fingió que lo ganaba la somnolencia. Y mientras entrecerraba los párpados, Darió lo observó con disimulo…
Era como si se le hubiera caído un velo de los ojos.
Ahora comprendía lo que le había intentado explicar Artábazo: que apenas le quedaban un par de millares de jinetes jonios, los cuales, por muy bien entrenados que estuvieran, bien poco podrían contra los mucho más numerosos bactrianos.
Pero ya era tarde para hacer otra cosa que rezar para que no se hubiera equivocado al depositar toda su confianza en Beso.
Durante lo que quedaba de día el oficial en cuestión no dejó de mirar hacia el carromato imperial esperando una señal que nunca llegó. Desde pocos metros atrás Artábazo también lo observaba todo con cierto desapego premonitorio. Hacía ya un rato que los jonios no dejaban de agruparse más o menos discretamente y de separarse cada vez más de los regimientos orientales.
Reinaba el peor de los ambientes posibles.
Con la caída de la tarde alcanzaron el último riachuelo con que se encontrarían antes de penetrar en el desierto. Todos se daban cuenta de lo que estaba pasando. Entre otras cosas los hombres de Beso levantaron sus tiendas rodeando la de Darío. Farnabazo estaba intranquilo y tras permitir abrevar a su montura en la orilla se quedó pensativo.
Al poco ya llegaba uno de los eunucos de Darío pidiéndole que lo siguiera.
En la puerta de la tienda se topó con Artábazo. Lo había llamado otro de los eunucos. Y dentro se encontraron con que el Gran Rey los recibía, no en uno de esos lujosos pijamas con que acostumbraba a ataviarse al llegar la noche, sino vestido de gala. La colgadura de cuero al fondo de la tienda estaba descorrida. Su bañera de plata permanecía visible y vacía en mitad de la otra estancia.
—¿No os habéis percatado al entrar?
Su mirada extraviada se paseó por los paisajes montañosos en las telas que recubrían por dentro las pieles. Parecía como si esperara que detrás de aquellos bosques fueran a salir de un momento a otro centenares de enemigos con un cuchillo en la boca.
—¡Los doríforos han desaparecido! Todos. Se han esfumado como si nunca hubieran existido. Me han abandonado… ¡Jamás, en toda la historia de este Imperio, había ocurrido algo parecido! En la tienda sólo quedan mis eunucos, que están tan asustados o más que yo. Me temo lo peor…
El Codomano se agitaba angustiado.
Al oír aquello, Otanos y los demás eunucos prorrumpieron en llantos y se abrazaron entre sí como si lo peor ya hubiera llegado.
Entonces Farnabazo le hizo entender que todavía era posible una salida.
Los demás lo miraron. Hasta los eunucos dejaron de llorar.
—Nuestros físicos son muy parecidos. Déjame quedarme y cambiemos de ropa. Si tú te pones mi uniforme podrás escapar. O al menos llegar hasta el extremo del campamento donde se han instalado los jonios. No creo que ninguno duerma esta noche. Ellos te protegerán de los bactrianos.
Pero Darío no quiso escucharlo.
Había penetrado tan profundamente en la caverna de la cobardía que ya no le quedaba más remedio que dar media vuelta.
El Codomano sucumbía a esa euforia irracional con que la desesperación arropa los momentos más negros. Haciendo acopio de una extraña fuerza agarró por ambos brazos a Farnabazo y lo besó en las mejillas.
—Gracias pero no, Farnabazo. No puedo aceptar. Dejadme…
Su rostro era cadavérico. Estaba a punto de desmayarse.
—Id y libraros. Yo esperaré aquí a los traidores… Dejadme tener un final digno.
Unos minutos después Farnabazo y Artábazo volvían a salir a la oscuridad.
Para entonces un grupo de bactrianos ya se les acercaba con las antorchas en mano. Las voces con que Artábazo llamó a sus hijos se perdieron en la noche. Rostros y teas formaron un cerco cerrado. Se oyó el roce del metal al desenvainarse las espadas. Y no eran los únicos: por el campamento empezaban a darse los primeros enfrentamientos entre orientales y jonios. Los gritos en uno y otro idioma ahogaban el murmullo del arroyo.
En eso se oyó una voz conocida a espaldas de los orientales.
—¡A ellos no los matéis!
Farnabazo escrutó la oscuridad: un encapuchado acababa de aparecer como una sombra, surgiendo de entre dos tiendas.
—Enfréntate a mí en persona. ¡Cobarde!
Pero Beso dio órden de reducirlos a ambos y cuando sus hombres se abalanzaron sobre Artábazo, éste ni siquiera se resistió.
—¡Traidores!
Farnabazo luchaba en vano y todavía consiguió herir a dos de los agresores. Pero por fin un brutal golpe en la cabeza le hizo ver las estrellas antes de sumirlo en las tinieblas más profundas.
Al despertar se encontró maniatado y metido en una alfombra enrollada en el interior de un carromato que se movía sin prisas y que estimó debía de ser el de Darío. Era de día, pero no podía decir cuánto tiempo había pasado. Su cráneo le dolía tanto que parecía a punto de romperse. Cada vez que se movía se sentía como si estuviera metido en un barril cayendo por una cascada.
De pronto oyó un ruido apagado y comprendió que estaba junto a otro bulto que no dejaba de proferir gemidos amordazados.
Durante unos instantes conjeturó sobre su identidad.
—Gran Rey, ¿eres tú…? —susurró sintiendo que le costaba articular las palabras.
La alfombra lo comprimía y le costaba respirar.
Los gemidos se intensificaron pero ya se detenían y pegó el oído al comprobar que alrededor empezaba a haber movimiento. También escuchó la conversación apagada de los conductores, aunque hablaban en bactriano y no los entendía.
El follón estaba en otra parte y cuando los conductores se alejaron el carromato quedó en silencio. Al poco el alboroto volvió a incrementarse y muy pronto se pudieron escuchar las aclamaciones de los orientales.
‘—Hombres valerosos de Bactriana —exclamó una voz exultante—. Vuestro nuevo soberano, el Gran Rey Artajerjes IV, os saluda.’
Beso se dirigía a ellos en persa, no en su idioma dialectal. Era la lengua que entendía la mayoría y eso lo hacía más oficial. Mientras escuchaba Farnabazo no pudo evitar acordarse de su aparición, tan vívida como la de la misma muerte, la noche anterior.
Con la rabia le entraron arcadas e hizo lo imposible por contenerse.
A juzgar por las aclamaciones se estaba ciñendo la tiara de su tío. Se lo imaginó en lo alto de su caballo, en mitad de sus hombres. Con la cidaris imperial. Su actitud satisfecha. La mirada brillante.
‘—Conocéis el desastre al que nos ha llevado el cobarde al que transportamos en este vehículo. Esta farsa ya ha acabado. El daño ha sido demasiado grande para que ningún hombre con honor pueda soportarlo. Pero no os preocupéis, compatriotas y aliados, que ya llegamos al final del camino. Lo que queda es arduo pero no es nada comparado con lo ya recorrido…’
Beso se alejó o se volvió hacia otro lado para proyectar su voz y Farnabazo perdió una parte de su discurso. Cuando volvió a acercarse, seguía pormenorizando la situación.
‘—… He enviado mensajes a mi familia para que alerten a nuestros vecinos y podamos contar con un ejército que salga a recibirnos y a protegernos, si resulta necesario. Ellos serán nuestra principal garantía durante el periodo de interregno que se abre. Habéis de saber que surgirán nuevos pretendientes. En Susa no faltarán los miembros de su familia que den un paso al frente, y a lo mejor también en Macedonia. Pero poco nos importa lo que ocurra en Occidente, y además nosotros siempre tendremos a Darío…’
Esta vez fueron las arcadas las que le impidieron seguir prestando atención. Tuvo la suerte de estar bocabajo porque, si no, se habría ahogado en su propio vómito.
Ya sólo me faltaba eso
, pensó.
‘—… El cómplice de Bagoas será castigado por su mal gobierno. Pero además nos sacará del atolladero en el que su falta de coraje nos ha metido… En cuanto lleguemos a Bactriana se lo ofreceremos al Macedonio a cambio de que me reconozca como Gran Rey de las satrapías orientales.’
‘—¿Y si rechaza la proposición?’ —se atrevió a preguntar alguien.
‘—En ese caso reclutaremos el mayor número posible de hombres y lucharemos hasta el fin.’
Farnabazo también luchaba pero con las náuseas. Las lágrimas le quemaban las mejillas. El olor era insoportable. ¡Ningún mortal se merecía algo así! Su carácter se rebelaba contra tantas perfidias. De repente recordó la excitación de Beso cuando trajo noticia de la derrota, en el puerto de Trípoli. Rememoró sus invectivas contra el Gran Rey. La antipatía que le tenía Autofrádates y que él —¡qué estúpido había sido!— había procurado aminorar.