Read El secreto de los Assassini Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Aventuras, Histórico, #Aventuras, Histórico, Intriga
—Caballeros, me han salvado la vida. —Se escuchó la voz amortiguada por el velo.
—Cualquiera habría hecho lo mismo —dijo Lincoln, quitándose el sombrero y modulando su pobre francés.
—¿Dónde se aloja? ¿Podemos acompañarla a algún sitio? —preguntó Hércules.
—Me temo que no es buena idea que regrese a mi hotel.
—Es cierto —dijo Hércules sonriente—. Puede venir con nosotros, nos acompaña una dama que seguro la alojará en su habitación hasta que encontremos algo mejor para usted. Algo de acuerdo a su rango, princesa.
—¿Cómo sabe...? —preguntó la mujer, aturdida.
—Su porte, sus ropas, el anillo que luce en su mano con el escudo de la casa real del sultán de Estambul —dijo Hércules.
La mujer se miró la mano sorprendida. La joya brilló con la luz que penetraba por el techo de madera. Después el velo se movió levemente y Hércules comprendió que la mujer acababa de sonreír.
Roma, 813, año sexto del reinado de Nerón
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Nerón se aproximó a la gran balconada y observó Roma en mitad de la noche. Las luces de las casas salpicaban sus siete colinas y el rumor de sus habitantes se resistía a desaparecer. A su lado, su consejero Sexto Afranio permanecía en silencio.
—Sexto, ¿está todo preparado?
—Sí, césar. Hay dos legiones dispuestas a zarpar en el puerto de Ostia en cuanto deis la orden.
—Lo he meditado largamente. Esos esclavos nubios pudieron mentirme, pero ¿por qué iban a hacerlo? Ya estaban condenados a morir.
—Es cierto, césar.
—Ningún romano ha marchado tan al sur del Nilo.
—Que sepamos, no. El primer hombre griego que visitó Egipto fue Herodoto; se cree que Diodoro también estuvo allí; Estrabón vivió durante un tiempo en Alejandría y viajó con su amigo Elio Galo hasta el sur de Tebas. Julio César también navegó por el Nilo con Cleopatra, pero nadie lo hizo nunca más allá de los límites conocidos.
—Entiendo. ¿Qué podemos perder? ¿Dos legiones de soldados pretorianos? Esos hombres viven solo para adorarme —dijo Nerón, incorporándose y entrando en el amplio salón.
—Pero, ¿hace falta que las legiones sean de su guardia pretoriana? Son los hombres mejor preparados del imperio. A Roma no le sobra ni un legionario.
—No podría enviar a hombres más capaces. No me fío del resto de mis legiones y menos para una misión tan importante. Tienen que encontrar la joya y traerla hasta aquí.
—En ese caso, ¿no sería mejor que fueran a buscar la joya un grupo reducido de hombres? De esa manera llamaría menos la atención, los nubios pueden ponerse nerviosos cuando vean aparecer un ejército romano.
—¡No! —gritó Nerón, que no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria.
—César... —dijo el consejero, tembloroso.
—Necesito esa joya. ¡Estoy rodeado de enemigos y solo ella puede asegurarme la supervivencia! —dijo Nerón, con los ojos desorbitados. Las conspiraciones le rodeaban por doquier y no lograba descansar desde hacía semanas.
—La encontrarán. Si está allí la encontrarán y la traerán hasta Roma.
—Eso espero, Sexto. Para el bien del imperio y de su césar —dijo Nerón poniendo su fría mano sobre la frente.
El Cairo, 15 de octubre de 1914
Cuando llegaron a los jardines del Hotel Continental-Savoy vieron a Alicia sentada en un banco debajo de un gigantesco sauce. El viento mecía ligeramente las ramas de los árboles y refrescaba el ambiente. Su amiga leía con atención un librito pequeño, encuadernado en una especie de tela blanca con ribetes rosados. Sus grandes ojos verdes parecían embebidos en la lectura. Su piel, blanca y pecosa, estaba enrojecida por el sol y sus rizos pelirrojos se escapaban del sombrero de paja blanco, para descansar sobre su ligero vestido de lino.
—Querida Alicia, te traemos a una amiga para tus largas horas de ocio en El Cairo —dijo Hércules, señalando a la princesa árabe.
—Qué sorpresa. Os dejo solos un instante y volvéis con una princesa —dijo Alicia sonriente.
La princesa inclinó su cubierta cabeza y se escucharon unas leves campanillas que había en el borde de su manto. Alicia se levantó del banco y se acercó a la mujer, propinándole dos sonoros besos.
—Encantada, querida. Mi nombre es Alicia Mantorella. Imagino que estos dos bárbaros no le han preguntado cuál es el suyo.
Hércules y Lincoln intentaron disculparse, pero la mujer comenzó a hablar primero.
—Estos caballeros me han salvado de un gran peligro. Seguramente la emoción del momento les ha impedido ser más galantes. Mi nombre es Dayree,
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pero todos me conocen por Yamile. Al menos ese fue el nombre que me dieron cuando llegué al harén.
—¿Vivió en un harén? —preguntó Alicia con los ojos desorbitados.
—Sí, toda mi vida, bueno, desde que tenía doce años.
»Mi verdadero nombre es Marta Sebestyén. —Al pronunciar su nombre a la mujer se le aguaron los ojos.
—¿De dónde es usted? —preguntó Hércules.
—De Hungría. Mi familia procede de Hungría.
—He oído que los harenes son casas del placer donde el señor puede acostarse con una concubina distinta cada noche —dijo Lincoln en su pobre francés.
La mujer se puso roja y levantó el mentón antes de responder. Al principio Lincoln le había caído simpático, tal vez porque se parecía a su
lala,
su cuidador y esclavo eunuco negro, pero llamarla prostituta era algo que no iba a aguantar.
—Los harenes no son prostíbulos. Eso son prejuicios occidentales. Los árabes son gente más civilizada de lo que ustedes creen. En los harenes no hay solo mujeres hermosas, también están sus hijos, las abuelas. Es como una pequeña ciudad. Algunas mujeres se encargan de lavar la ropa, otras de los baños, la cocina, la música y el baile. Únicamente unas pocas son concubinas. Aparte del señor, nunca pasan hombres dentro del harén, a excepción de los eunucos, que no son exactamente hombres.
—Pero, si es húngara, ¿cómo llegó hasta el harén? —preguntó Alicia.
La mujer se sentó en el banco y Alicia la siguió. Hércules y Lincoln se acomodaron uno a cada lado.
—Cuando era una niña, antes de que me llevaran al Gran Harén de Estambul, vivía con mi padre, que era un general del ejército húngaro llamado Mathias Sebestyén. Mientras él guerreaba de un lado para el otro, mi madre, mis hermanos y yo residíamos en la casa de mi abuela materna cerca de Zalaegerszeg. Fue la época más feliz de mi vida. Después sucedió algo terrible de lo que tengo confusos recuerdos. Llevaba un mes nevando sin parar y la casa de mis abuelos estaba aislada, cuando una noche llegaron unos hombres armados con cuerdas y picos, parecían campesinos valacos. Al verlos venir, me oculté en la buhardilla de la casa. Allí escuché los gritos y lamentos de mi madre y mis hermanos. No sabía lo que sucedía, pero imaginaba que era algo terrible —dijo la princesa Yamile antes de que los ojos se le inundaran de lágrimas. Hércules le alargó un pañuelo y unos segundos más tarde continuó con su relato.
»Mataron a casi todos los habitantes de la casa. Estaba aterrorizada. Un humo negro empezó a entrar por la puerta de la buhardilla y yo comencé a gritar, entonces llegó mi
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y me sacó de la casa justo antes de que se derrumbara. Estuvimos huyendo durante días, siempre hambrientas y congeladas. Al final encontramos al ejército de mi padre y nos quedamos con él. Unos días después partimos hacia Orsova, un puesto avanzado del ejército del Imperio austrohúngaro. Allí los nuestros sufrieron una terrible derrota y tuvimos que huir hasta Vidin y pasar hacia la frontera del Imperio otomano. El campamento de Vidin era horrible. Estaba pegado justo a orillas del Danubio, la humedad nos calaba los huesos. El tiempo empeoró muy pronto, escaseaban las provisiones y nuestras tiendas de campaña estaban agujereadas y mohosas. Tras la derrota, éramos prisioneros del ejército turco, había casi tantos soldados vigilándonos como refugiados. Mi padre llevaba herido desde la batalla de Orsova y, aunque mi
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y yo le cuidábamos, teníamos miedo de que muriera. Cada día pasaba el carruaje con bueyes para llevarse a los que habían muerto durante la noche. Lo que no sabíamos es que nuestra vida pendía de un hilo. Austria y Rusia estaban reclamando al sultán que devolviera a los refugiados para ser ajusticiados. Él se negaba, alegando sus creencias islámicas, que le impedían abandonar a aquellos que le habían pedido protección. Algunos refugiados de baja graduación regresaron a Hungría, pero mi padre era un general y, si volvía, sabíamos que sería ahorcado de inmediato.
—¿Qué hizo entonces su padre? —preguntó Alicia con el corazón en un puño.
La princesa comenzó a llorar de nuevo. Aquellos recuerdos eran demasiado dolorosos. Llevaba mucho tiempo sin acordarse de su padre y su triste destino; pensaba que el pasado ya no la afectaba, pero estaba equivocada.
—Veo que esto le afecta demasiado, será mejor que dejemos de hablar del tema —dijo Alicia abrazando a la mujer.
—No, necesito hablar de ello —dijo mirando a los ojos a la mujer. Después, continuó su relato—: El sultán propuso a los refugiados húngaros que se convirtieran al islam; si lo hacían, estarían a salvo del Imperio austriaco. Mi padre no aceptó la conversión. Al fin y al cabo, ya no le quedaba nada en Hungría. Su mujer y toda su familia estaban muertos, únicamente me tenía a mí, pero no podía renunciar a lo único que le quedaba, su fe. Escribió a Gran Bretaña denunciando la situación. Algunos húngaros aceptaron la amnistía de Austria y regresaron a su país, otros se convirtieron al islam, pero nadie sabía qué hacer con el resto. Una mañana en la que mi padre estaba fuera del campamento, mi
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había salido a buscar algo de pan y yo estaba sola en la tienda. Entonces llegó la mujer del saco y me llevó a la casa de Add Allah.
—¿Quién era esa mujer? —preguntó Lincoln.
—Era una vieja armenia que vendía alimentos y otras cosas a la gente del campamento. La vieja me llevó hasta esa casa y me dejó allí. Aquello parecía el cielo. Era una gran villa repleta de cosas hermosas y mucha comida. Después de meses viviendo en un campamento militar aquello era un cuento de hadas. La familia de Add Allah me engañaba diciéndome que me había adoptado, pero que pronto vendría mi padre para buscarme.
—Dios mío, nunca había escuchado una historia tan triste —dijo Alicia con un nudo en la garganta.
—Bueno, no todo fueron desgracias. Cuando me llevaron al harén aprendí muchas cosas e hice varias amigas. En el harén se practicaban las llamadas «artes femeninas» —dijo la princesa, volviendo a sonreír.
—¿Qué es eso de las artes femeninas? —preguntó Alicia intrigada. Si odiaba algo en la vida era la actitud de superioridad de los hombres hacia las mujeres y su obsesión en relegarlas a tareas pueriles.
—En cuanto llegábamos al harén se nos enseñaban azoras
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del Corán de memoria, también geografía, lectura y ortografía, aritmética, repostería y a coser. También nos enseñaban a danzar, canto y laúd.
—Mucho más de lo que me enseñaron en el colegio de monjas al que asistí en La Habana, y más tarde en Madrid —dijo Alicia.
—Pero esas no se consideraban las artes femeninas. A las mujeres en el Imperio otomano se las considera por su habilidad en peinarse, preparar un café y servirlo con la mirada baja mientras la
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la solicita. Debemos saber elegir la ropa adecuada para cada ocasión, movernos con elegancia...
—No diga más. Me temo que en el fondo es igual que en Occidente. Siempre tenemos que estar perfectas para que el hombre nos elija, como si fuésemos caballos. Tengo más de treinta años y espero no casarme nunca. No necesito un hombre que me diga lo que tengo que hacer —dijo Alicia con el ceño fruncido.
Lincoln la miró de reojo y elevó un ligero suspiro.
—No entiendo qué ve de malo en que una mujer complazca a un hombre —dijo, sorprendida, la princesa.
—Las mujeres somos mucho más que cosas.
—A mí me criaron en la creencia de que lo más importante para una mujer es complacer a los hombres. Nuestro deber es hacer felices a los varones. Los hombres no están interesados en lo que pensamos, a ellos solo les importa que seas guapa y femenina. Entonces, al sentirse complacidos te regalarán joyas, esclavos y ropa elegante.
—Si era tan maravillosa la vida en el harén, ¿por qué lo ha abandonado? —preguntó, molesta, Alicia.
—Por favor, Alicia, espero que seas más amable con nuestra invitada. Nadie le ha pedido explicaciones. Ella tendrá sus razones para hacer lo que hizo —dijo Hércules, cortante.
Alicia refunfuñó y arrugó su nariz respingona. Los cuatro permanecieron en silencio unos segundos. El viento comenzó a soplar más fuerte, trayendo el polvo del desierto, y decidieron ponerse en pie y dirigirse hacia la entrada. En el exterior del jardín, dos hombres los observaron hasta que desaparecieron tras las puertas del hotel.
Estambul, 17 de octubre de 1914
El Imperio turco era un gran oso invernando. En los últimos cincuenta años había perdido casi todos sus territorios en Europa y su poder se tambaleaba en Oriente Próximo. El sultán había dudado durante semanas de la conveniencia de entrar en la guerra, pero su decisión era inevitable. Si no entraba en guerra y se producía una victoria de las fuerzas de la Entente,
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su imperio se desmembraría entre los vencedores. Gran Bretaña codiciaba Palestina, Rusia deseaba Armenia y las minorías que había en el imperio no tardarían en rebelarse y proclamar su independencia. En caso de luchar a favor de Alemania y Austria, el imperio podría durar otros cien años. Pero el sultán sabía que la decisión no estaba en su mano, ni siquiera en las de Alá, el gran visir Said Halim y el grupo de jóvenes oficiales eran los que llevaban los asuntos de gobierno y tomaban las decisiones. Aun así, los alemanes parecían los aliados más naturales. Ellos habían adiestrado al ejército otomano durante los últimos años, consiguiendo increíbles resultados. Con un ejército fuerte podrían bloquear a Rusia, su mayor enemigo, y recuperar sus posiciones en el mar Negro.
Mehmed V tomó un sorbo de té e intentó borrar sus preocupaciones de la mente. El gran visir llegaría en cualquier momento y el solo pensamiento de verlo le produjo un escalofrío. Después de haber vivido treinta años encerrado en un harén, con una condena a muerte constante, nueve de aquellos años en la más completa soledad, el nonagésimo noveno califa del islam sabía lo que era pasar miedo. El gran visir podía quitarle del poder en cualquier momento y poner a cualquier otro en su lugar. Pero aquella mañana eran otros los asuntos que lo preocupaban. Hacía poco más de un mes que una de sus esposas había huido con una de las joyas más valiosas que poseía: el Corazón de Amón. No entendía por qué lo había hecho. Era una de sus preferidas a pesar de ser estéril y anciana. Si regresaba, estaba dispuesto a perdonarla, ¿qué otra cosa podía hacer con una mujer de su edad? Aquella esposa había sido una de las más bellas del Gran Harén, la persona en la que guardaba sus más recónditos secretos, pero en su vejez lo había traicionado.