El secreto de la logia (34 page)

Read El secreto de la logia Online

Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: El secreto de la logia
5.07Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Él murió, ¿verdad? —Incapaz de frenar su curiosidad, al instante comprendió la inoportunidad de su pregunta.

—No entiendo por qué me lo preguntas, Amalia. Has penetrado en mis pensamientos y lo has visto todo. ¿No es verdad?

—Sí. Le he visto derrumbado en vuestros brazos. Como en un sueño, mis ojos han sido los suyos por un momento y así, he llegado a sentir lo mucho que os amaba. Había sangre por todos lados, cuerpos, dolor.

—Hace dos meses se celebró una gran fiesta en el palacio del duque de Huáscar. Para entonces, yo ya estaba comprometida con el duque, por supuesto obligada por mis padres, y aquella noche era nuestra primera aparición en público como pareja. Braulio también acudió; él acompañaba a una conocida de ambos. Habíamos discutido unos días antes por causa de una de vuestras leyes, cuando supe que se proponía ser fiel a vuestra tradición de respetar a la persona casada, rompiéndome toda esperanza de dar continuidad a nuestro amor. En un cementerio, lo recordaré siempre, decidí que había terminado con él. En ese momento, no estaba capacitada para asumirlo, ni entenderle, y le cerré mi corazón. —Detuvo su relato, para sobreponerse al intenso dolor que la atravesaba—. Durante el baile, me pretendió, me embelesó como sólo él sabía hacerlo y le volví a rechazar; esta vez, con un beso que debí dirigirle a él y se lo escupí, dándoselo a mi difunto marido. Luego llegó la confusión; un enorme estruendo. Tres más después. Corrí a buscarle, desesperada, intuyendo que estaba muerto. Y terminé encontrándole… —Guardó un largo silencio—. Lo demás ya lo sabes.

Miró a Amalia. Lloraba. Secó sus lágrimas entre sus dedos, y por una vez deseó también acompañarla. No pudo.

—El otro día me hablasteis de un libro…

—Todavía no. Lo verás. Confía en mí; lo entenderás mejor más adelante.

Un reloj marcó el mediodía. Amalia le recordó que tenía que salir pronto si no quería perder su clase de latín. Aunque aquellas campanadas les habían quebrado un momento tan especial, casi mágico, la vida seguía su ritmo, ajena a cualquier emoción, en realidad ajena a todo.

Amalia se levantó con rapidez y se puso a terminar de hacer la cama.

Beatriz buscó una basquiña para protegerse del frío, y se fue satisfecha por saber que Amalia ya formaba parte de ella; una importante parte, donde otros habían dejado un enorme hueco.

Iba mejorando su conocimiento del latín, pero todavía no era el suficiente para lo que ella necesitaba…

El cuartel de los guardias de corps, limitado al norte por la puerta del Conde Duque, ocupaba orgulloso un amplio conjunto de manzanas en aquel Madrid de palacios y conventos. Entre sus muros recibía instrucción la temida guardia real; los soldados mejor adiestrados y con mayor prestigio de todo el ejército, responsables directos de la seguridad de la familia real.

Formada por hombres en su mayoría extranjeros y venidos de Flandes, era respetada por muchos y demonizada por los demás; estos últimos, hartos de ver cómo las máximas autoridades del país caían en manos extranjeras desde la llegada de los Borbones.

Aquella mañana, el alcalde Trévelez llevaba una orden expresa para su capitán, firmada por el máximo responsable del gobierno, el marqués de la Ensenada, instándole a poner a su disposición veinte patrullas, de seis hombres cada una, para barrer todo Madrid en busca de dos gitanos de nombre Timbrio y Silerio y de apellido Heredia, por ser éstos los principales sospechosos de los crímenes de Castro, del duque de Llanes, y ahora del alguacil del Santo Oficio, además de las doce víctimas producidas en el palacio de la Moncloa.

Acababa de despachar con Somodevilla, como cada día, poco después de acudir al escenario del nuevo asesinato, en la sede del Supremo Consejo de la Inquisición.

Ensenada se había mostrado más de acuerdo con él en creer que los gitanos eran los verdaderos responsables de aquellos homicidios, a diferencia de lo que pensaba Rávago. Al saber que las investigaciones estaban dando sus primeros frutos y que ya se disponía de sus nombres y descripciones, aunque todavía no hubiesen sido detenidos, el marqués le expresó su total confianza y apoyo para emprender una decidida persecución de los mismos. Ambos eran conscientes de la imperiosa necesidad de ofrecer al Rey algún avance, por más que fuese poco definitivo.

Trévelez veía en el crimen del alguacil las mismas características de los de Castro y el duque de Llanes; el odio desmedido a la víctima, un nuevo símbolo, otra mutilación. Aunque las tradiciones y ritos del mundo gitano eran poco conocidos, Trévelez no dudaba de que pudieran cometer aquellos crímenes, tan brutales y despiadados, cuando sus costumbres y leyes eran tan arcaicas como elementales, casi todas basadas en el derecho de venganza.

Si cada vez que hablaba con Rávago la pista masónica parecía ser la única posible, y hasta se había embarcado en persona a seguir una pista que comprometía al embajador Keene, sin embargo, su instinto le llevaba a considerar la hipótesis gitana como la más firme. Motivos, los tenían tras su intento de exterminio. Y su odio no era de ahora, venía de siempre; era casi inherente a su raza.

Joaquín recordaba la declaración de uno de sus ayudantes, el que había llegado primero al escenario de aquel brutal asesinato.

—No he visto nada igual en mi vida —decía una y otra vez—. Aquello parecía obra del mismo diablo; un mazo incrustado en su cabeza y aquella estrella en su pecho, clavada con puntas, y sin una de sus orejas. ¡Satán, ha sido Satán! —repetía convencido.

Dos guardias le cerraron el paso cuando alcanzó la puerta de entrada. Trévelez iba solo. Les mostró sus documentos y la orden de Ensenada para que le permitieran el acceso. Entró en el patio y se dirigió hacia la primera planta para buscar al capitán. Por su cabeza galopaba el macabro suceso de esa mañana y su relación con los detalles de los anteriores crímenes: ahora una estrella y un mazo; antes, una herida triangular en Castro y una escuadra en el duque de Llanes. En su estado de confusión, se veía incapaz de optar por un camino: ¿gitanos, masones? ¿O tal vez no se trataba de ninguno de ellos?

—Capitán Voemer…

—Alcalde… Sentaos por favor. ¿En qué puedo ayudaros?

Trévelez le mostró la orden de Ensenada. El hombre la leyó con toda atención y musitó algunas palabras en voz baja.

—Somodevilla ordena que ponga a vuestra disposición ciento veinte hombres con absoluta prioridad, pero no explica el motivo. ¿Qué grave asunto puede requerir tamaña fuerza armada?

—Entiendo que estáis al corriente de los últimos crímenes cometidos en Madrid.

—Por supuesto, pero no comprendo en qué podemos serviros de ayuda cuando vos tenéis abundante guardia, y de seguro más especializada que la nuestra. —Se estiraba un afilado bigote que se le disparaba hacia arriba—. Por cierto, supe que ayer hicisteis uso de mis guardias para detener a unos sospechosos. No pretendo conocer todos los detalles, pero me agradaría entender los motivos.

—Sabréis entonces que no pudimos dar con ellos. —Trévelez suspiró algo cansado, pero trató de ponerle al corriente—. Os explicaré a quién buscábamos y por qué. Creemos que las explosiones en casa del duque de Huáscar, que causaron tantas víctimas y una extrema preocupación en el Rey, fueron debidas a dos gitanos de nombre Timbrio y Silerio. Ayer mismo, por una casualidad, supe que trabajaban para la duquesa de Arcos, pero llegamos tarde; se habían esfumado. Puedo aseguraros que el propio monarca está tan interesado en su captura como yo. Por eso os necesitamos. Hemos de actuar con toda rapidez. —Le pasó un informe con sus descripciones y nombres—. También los hacemos responsables de los anteriores crímenes que os he citado antes. Esta misma mañana se ha cometido el último; en la Secretaría de la Inquisición, y no podéis imaginaros con qué crueldad. Como veis, el tiempo corre en nuestra contra.

—¿Tenéis otras líneas de investigación o estáis seguro que han sido ellos?

—Por motivos de cautela ahora no puedo ser mucho más explícito, pero he de reconocer que existe otra segunda vía que considera una posible implicación masónica. —El hombre se mostró afectado al escuchar aquello.

—Permitidme una opinión, aunque sólo sea a título personal. —Hizo una larga pausa, y le miró de un modo extraño, como si estuviera midiendo el alcance de lo que iba a decir—. Veo difícil que los masones sean sus autores. Ellos no actúan de ese modo; atentaría contra su filosofía.

—Me sorprende vuestra seguridad, capitán. No os ofendáis, pero vuestra actitud me hace dudar. Acaso no seréis masón, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Me tengo por buen cristiano —contestó con firmeza.

Trévelez le miró desconfiado.

—¿Podéis razonarme entonces vuestra afirmación y de qué conocéis sus principios?

—Sólo os diré que tengo buenas fuentes, de intachable solvencia; algunas muy cercanas a mi propia familia. Por ellas he sabido que son estrictos en seleccionar para sus sociedades hombres de bien y sólo de buenas costumbres. Su credo rechaza la violencia y persigue una fraternidad universal, donde no existan distinciones por razón de cultura, religión o posición social. Dentro de su cuerpo doctrinal, tienen como máxima una cerrada defensa de la libertad de conciencia, además de perseguir la igualdad de todos los hombres. Por todo ello, los creo incapaces de hacer daño a nadie, y mucho menos de usar el asesinato para alcanzar sus fines.

Aquel alegato produjo en Trévelez la convicción de que aquel hombre, aunque refiriera sus fuentes, en realidad escondía su afiliación a esa sociedad. En ese preciso momento decidió que podría serle de mucha ayuda.

—No dudo que puedan ser ciertas vuestras informaciones —argumentó Trévelez—, pero pensad que también disponemos de otras que parecen no obedecer a esas nobles pautas que acabáis de apuntar. Como veo que conocéis demasiado bien sus interioridades, ¿vos qué pensáis? ¿No podría existir una segúnda organización, más hermética, con fines menos filantrópicos? —Su gesto de complicidad, unido a la ironía en su afirmación previa a la pregunta, puso en aviso al capitán Voemer de que Trévelez había descubierto su adscripción a la masonería.

—Lo desconozco.

—Dejémonos ya de subterfugios. Si os prestáis a colaborar conmigo, a cambio os puedo asegurar una total inmunidad.

—¿Inmunidad? —Adoptó un gesto altivo—. ¿De qué me debo proteger, si nada tengo que ver con ellos?

—¿Queréis que os recuerde la vigencia del decreto real que prohíbe a todo militar pertenecer a esa sociedad, con penas de prisión, retirada de sueldo y expulsión inmediata del ejército?

El capitán se lamentó de su ligereza; sin haberlo pretendido se había puesto en evidencia delante del alcalde Trévelez y ahora no disponía de otra salida a su comprometida situación que reconocer su pertenencia.

—Vos diréis en qué puedo ayudaros —aceptó, ahora del todo entregado.

—El alguacil asesinado esta mañana tenía clavado en su pecho una estrella. Para un masón, ¿tiene algún significado ese símbolo?

—Describídmela con más exactitud.

—Era una estrella de cinco puntas parecida a la de David, pero con algunas diferencias. Parecía estar formada por tres triángulos entrelazados entre sí de un modo peculiar; como dibujados de un solo trazo…

—Es una estrella flamígera —le cortó el capitán—. Para un masón representa los cinco ejes de la perfección a la que aspira; fuerza, sabiduría, belleza, virtud y caridad.

—Interesante… —Joaquín se rascó el mentón, encantado por aquel nuevo descubrimiento—. En los anteriores crímenes aparecieron también otras figuras; un triángulo en el pecho del jesuita Castro, y lo que según interpretamos podía ser una escuadra en el del duque de Llanes. Ambos fueron mutilados; también su última víctima. ¿Encontráis a todo esto algún significado?

—No puedo negaros que sí. El triángulo y la escuadra son herramientas que de un modo simbólico ayudan a entender al masón cómo puede construir su templo interior, imitando a los antiguos maestros que se servían de ellas para levantar las catedrales y otras edificaciones sagradas o templos exteriores.

—Por tanto, no cabe ninguna duda que vuestra fraternidad ha tenido mucho que ver en todos esos sucesos. —Aquel contundente análisis perseguía poner a prueba su capacidad de reacción.

—No del todo.

—Explicaos.

—Las mutilaciones no tienen significado alguno para un masón, pero sí para un gitano.

—Tratáis de confundirme, lo presiento. No os seguiré el juego; sólo pretendéis exculpar a vuestra secreta sociedad —le dijo Trévelez.

—Veréis como no. Conozco bien a los gitanos. Hace años, antes del decreto de persecución, me fue encargada una investigación para mejorar lo poco que sabíamos sobre sus costumbres y tradiciones.

—No os creo.

—Preguntad al marqués de la Ensenada. La orden vino directamente de él.

—Lo haré, pero antes contadme lo que sabéis.

—Los gitanos profesan una religión ancestral, casi se puede decir que primaria, con rituales paganos antiquísimos. Como sabréis, la constitución de clanes y familias son las formas de organización que dan estructura a sus sociedades.

Al parecer, en la antigüedad, para asegurarse la preeminencia de un clan, al que pretendía el liderazgo le era permitida la práctica de la mutilación a sus opositores. Entre todas las que realizaban, los genitales eran los órganos preferidos como mejor forma de humillación del contrario, pero aquéllos no eran los únicos miembros que podían ser amputados. En definitiva, por salvaje que ahora nos parezca, no eran más que primitivas demostraciones del poder de un individuo sobre el resto.

—Al duque de Llanes le fue extirpado uno de sus testículos, a Castro el corazón y a la última víctima una oreja. Si vuestra teoría es correcta, sus autores, gitanos según vos, y masones en mi opinión, ¿sólo lo hacen como demostración de poder? ¿Para qué?

—Sólo lo saben ellos. Pero a modo de conjetura, si hablamos del duque como ejemplo, al haber sido un alto representante de la nobleza, considero que su elección podría significar su particular batalla contra los poderes establecidos. De esta manera, los casos del superior de los jesuitas, padre Castro, o del alguacil de la Inquisición, representarían claros ejemplos de otros sectores que dominan nuestra sociedad. Pensad, además, que para los gitanos, todos ellos fueron los inspiradores de su persecución. Es coherente desde cualquier ángulo que lo queramos ver, ¿no os parece?

Other books

The Hypnotist's Love Story by Liane Moriarty
Bloodraven by Nunn, P. L.
On Sale for Christmas by Laurel Adams
Way with a Gun by J. R. Roberts
London Escape by Cacey Hopper