—Háblame sobre esa decisión, no sé a qué te refieres. Te recuerdo que estás embarazada…
En aquella increíble revelación a la que acudía el atónito padre Parejas, creyó entender una posible reacción autodestructiva. Temió por su suicidio.
Beatriz captó su pensamiento y volvió a reírse de él, con descaro. Al religioso, aquella expresión le resultaba histriónica, salvaje, cruel, y le taladraba su herida conciencia, como si de ácido se tratara.
—El ser que vive en mí está aislado, bien protegido, nada malo le llega, lo sé. Es el único resto de bien que se mantiene en mi ser, y no debéis temer por él. Hasta que no viva fuera de mí nada he de decidir. Será después…
—¡Confiésame tus intenciones! —exclamó en un tono excitado—. No permitiré que te pierdas; eres parte de mi rebaño, he de cuidarte y protegerte… —Un agrio sudor resbalaba por su frente, preso de una angustia y un dolor insoportable. Rezaba por ella, le imploraba a su Señor que le regalara su amor, que curara su alma.
—Jamás lo haré. Cuando llegue el día lo entenderéis. Ahora absolvedme ya o terminemos cuanto antes esta confesión.
—No puedo… —el hombre lloraba de impotencia—, sin tu arrepentimiento y tu deseo de perdón.
—Pues dejémoslo así porque nada de eso está presente en mis intenciones. Sólo os recuerdo vuestro deber de secreto de confesión, y por tanto nada, repito, nada de lo que os he revelado debe salir de esta habitación.
—Es mi deber como sacerdote, pero también pedir por tu alma, lo que haré sin desfallecer hasta conseguir tu conversión.
—Haced lo que creáis conveniente. Pero, en adelante, id pensando en dejarme en paz y enfocar vuestro fervor hacia otra destinataria. —Se incorporó y lo primero que comprobó fue la desesperación que reflejaba su rostro—. Mi criada os acompañará hasta la salida.
—Beatriz… lo que me has contado ha herido mi alma. Mi corazón siente un profundo dolor que me abrasa.
—Aprended a convivir con ello. —Volvió a reírse con desprecio—. En ocasiones, así es como el mal avisa de su presencia; puede que sea el signo de su primera visita.
En Alcalá de Henares.
Año 1751, 19 de septiembre
A
los pies de la calzada que comunicaba la capital con Aragón y Cataluña, aquella posada constituía una parada obligada para todo viajero que hiciera esa ruta. Aunque se encontraba a escasa distancia de Madrid, durante la comida se daban cita multitud de comerciantes, funcionarios y clérigos, soldados y artistas, debido más a la fama que le habían ganado las manos de su cocinera que a la propia conveniencia de su ubicación.
Aquella mañana, oscurecida por un manto de frescas nubes, el viento azotaba el rostro y los cuerpos de los que allí acudían en busca de algo de calor y sobre todo de sus reconocidas viandas. En su interior, un aromático guiso de cordero explotaba en matices por todos los rincones del amplio comedor, saturado de hambrientos viajeros.
Frente a dos humeantes platos y recogidos en silencio, Timbrio y Silerio Heredia observaban con discreción a uno de sus comensales, sentado en una mesa próxima, que como tantos otros, daba cuenta de su plato entre sorbos de un vino más fuerte y áspero que recomendable.
Unos días antes, a lomo de dos muías robadas, habían tomado ruta hacia las afueras de Madrid para procurarse un nuevo refugio lejos de sus captores. Alcalá de Henares les pareció un buen lugar para pasar inadvertidos, por su tamaño e intensa actividad de visitantes y propios. Encontraron un discreto cobijo en una antigua casa de labor abandonada a escasa distancia de la ciudad.
Desde aquella casucha las vistas era escasas; apenas unas docenas de olivos desde una de sus ventanas, el límite de la ciudad por otra, y la posada; la única que conseguía entretener sus muchas horas muertas.
Ansioso por recuperar a sus hijas, Timbrio ideó un plan que les permitiría regresar a Madrid sin ser reconocidos: se harían con una de las carrozas que allí paraban, abandonarían a su propietario en aquel discreto retiro, y una vez disfrazados con sus ropas y con sus papeles y autorizaciones, afrontarían cualquier control que hubiera en el camino.
—¿Cómo lo ves? —Los dos hermanos estudiaban a uno de los comensales a pocas mesas de ellos.
—Podría ser el adecuado, Silerio; he comprobado que viaja solo, y su físico se asemeja al mío.
—¿Y cómo lo haremos? Parece que la mitad de Madrid estuviese comiendo hoy aquí. Al menos he contado cuarenta carruajes en la explanada.
—Le abordaremos fuera; nada más se ponga en camino. Tú te harás con el paje y yo anularé al hombre para que no dé la voz de alarma.
—Necesitamos con urgencia algo de dinero. Espero que este comerciante vaya bien servido, pues no nos queda nada; lo justo para pagar esta comida.
—En cuanto rescatemos a mis hijas deberíamos tomar camino hacia el norte. He oído que por allí hay abundante ganado y trabajo para unos buenos herreros. Hasta ahora, nuestra venganza ha producido un daño que algunos no podrán olvidar durante mucho tiempo, pero todavía no ha sido suficiente. Aún podemos herirles más y lo haremos, por peligroso que resulte acercarnos ahora a ellos.
Silerio observó que el hombre estaba pagando su consumición. Avisó a la joven que les había atendido, e hizo lo mismo.
—Yo voy a salir. Te espero fuera. No quiero que se escape.
Timbrio se dirigió hacia la explanada donde un numeroso grupo de pajes cuidaban de los más variados vehículos. A los pocos minutos vio aparecer a su víctima. Tras él, Silerio, sin perderle de vista. El despreocupado comerciante se dirigió hacia el lugar donde se encontraba Timbrio. Saludó a un paje y le ordenó que se preparara para partir de inmediato a Madrid. Se subió a una discreta carroza y sin tiempo de haber cerrado la portezuela, se encontró con el rostro de Timbrio y un amenazante puñal.
—Si queréis seguir vivo, lo mejor es que no intentéis ninguna tontería.
Para su suerte, el comerciante supo entender de inmediato el peligro que corría y se mantuvo en silencio y tranquilo. Silerio había conseguido lo mismo con el paje, y le avisó con tres golpes en el techo. De momento, el plan parecía estar funcionado bien.
A poca distancia de la posada, alcanzaron un polvoriento camino que tomaba una dirección desconocida. Advertido de ello, el hombre empezó a temer por su propia vida.
—Os ruego que no me hagáis daño. Podéis llevaros todo mi dinero. Prometo no denunciaros; tenéis mi palabra. ¿Adónde me lleváis?
—Agradecemos vuestra generosidad. —Sonrió Timbrio—. Estad seguro que haremos buen uso de ella, como también de vuestro carruaje y caballos. Si colaboráis, no os pasará nada.
Los dos hombres fueron atados y abandonados en el interior de la casa sin que sus súplicas fueran tenidas demasiado en cuenta. Timbrio y Silerio sabían que nadie advertiría su presencia. Se vistieron con sus trajes, y tomaron a continuación el camino de Madrid.
Apenas había empezado la tarde y si apuraban la marcha, llegarían a la ciudad bastante antes del anochecer, con más de cinco mil ducados en sus bolsillos, abundante ropa de noble corte y un cómodo transporte para un posterior viaje en dirección norte.
A la misma hora, Amalia acompañaba a Beatriz por la plaza Mayor para recoger unos sombreros de una de las tiendas de más prestigio de Madrid, que abría allí sus puertas.
Sin poder imaginar las intenciones de su padre, paseaba al lado de su señora sin perderse ni un detalle de los muchos escaparates que iban sucediéndose a su paso, pues si había algo que la superaba era su innata curiosidad.
Se detuvieron en una librería. La exposición de sus muchos volúmenes, ordenados por temas, provocó en Amalia el recuerdo de lo ocurrido aquella misma mañana.
Beatriz le había enseñado el misterioso libro al que tantas veces había hecho referencia, cuyo nombre le extrañó tanto o más que su contenido. Se trataba de un grueso tratado en latín que versaba sobre la vida y milagros de todos los santos, llamado
Martirologio
. Sin mostrarse desatenta hacia ella, trató de entender la importancia que aquellas páginas podían tener en su vida, aunque en un principio le pareciesen poco entretenidas.
Beatriz hablaba sin parar de unos y otros personajes, con una ilusión contagiosa, interesándose por sus impresiones a medida que le revelaba los aspectos más curiosos o los detalles más sorprendentes de cada uno de ellos.
Al principio a Amalia le costó seguirla, y no sólo por no entender de religión —como de otras muchas cosas, aunque siempre lo intentaba—, hasta que comprendió cuáles eran sus motivos. Aquello no era más que una cortina de humo que Beatriz usaba para no hablarle de un contenido con mucho más trasfondo, algo esencial para ella. Por eso se empeñó en dirigir sus preguntas hacia otro objetivo, sobre todo al detenerse en la vida de santa Justina, cuando detectó en ella una expresión distinta, cargada de significados, con la clara percepción de que todo lo anterior se encadenaba y terminaba sin remedio en esa mujer martirizada. Recordó haber oído que su madre se llamaba igual, y también aquel secreto cuadro que pintaba Beatriz, dada su notoria similitud con la escena que encabezaba el relato de la vida de la santa en aquel libro.
Mantenía el lienzo escondido con un celo desmedido, como si fuera el más preciado de sus misterios. Nadie sabía nada de él. Tampoco a ella se lo había enseñado, aunque su curiosidad pudo más que su prudencia, y en una sola ocasión, a sus espaldas, logró verlo. Dedujo entonces que estaba pintando el martirio de esa mujer.
Amalia quiso conocer más sobre la santa. Le interrogó sobre su vida y hurgó por donde pudo. Ella le contestaba, pero sin abarcar todos sus significados, sólo le ponía en la pista para que se esforzase en encontrarlos por sí misma. Beatriz le habló de la oportunidad del sacrificio, de la belleza del dolor. Tomaba como ejemplo el puñal clavado en el pecho de la santa, para explicarle cómo veía ella la muerte, cuál era la íntima esencia de la violencia.
Amalia se sintió incapaz de atravesar aquellos extraños dinteles que Beatriz le abría a esos mundos, tan alejados de su pensamiento. Beatriz no se mostró descontenta cuando se sinceró sobre ello; muy al contrario, la invitó a pensar, sin prisas, animándola a iniciar de su mano aquel espectacular camino que se desplegaba ante ella.
—Beatriz…
Una voz familiar les hizo darse la vuelta para entender de quién partía.
—Doña Teresa… ¡Qué grata sorpresa!
La duquesa de Arcos, madrina de su boda, se acercó a besar a la joven viuda del duque de Llanes.
—Os he visto desde la acera de enfrente. Parecíais tan entretenida en el escaparate que no he podido frenar mi curiosidad por saber qué podía atraer tanto vuestro interés. —Miró de reojo. Decepcionada, sólo encontró libros y más libros.
—En realidad íbamos hacia la plaza Mayor a recoger un encargo, pero reconozco que siento por la literatura una especial atracción y me he despistado unos minutos en esta librería.
—Si no os importa os acompañaré hasta allí. —Se agarró de su brazo y se pusieron a caminar. Detrás, las dos doncellas hicieron lo mismo—. Me ha parecido que vuestra doncella es medio gitana. Cuidaos de esa gente; son de poco fiar —le dijo en voz baja.
—No tengo ningún motivo para ello. Mi doncella es una excelente mujer y la mejor en su trabajo.
—Me alegra saberlo, pero no dejéis de vigilarla. De siempre los gitanos han tenido como oficio el engaño.
—Amalia es distinta. Es tierna, sincera, amable. Confío en ella tanto como si la conociese de siempre.
La duquesa la miró, preocupada por la complicidad que mostraba con su doncella, bajo su opinión poco deseable entre ama y sirvienta y menos tratándose de una mujer de esa raza.
—¡Ahora caigo que no os he contado el gravísimo asunto que he protagonizado!
—¿Qué os ha pasado? —preguntó Beatriz.
La duquesa de Arcos aceleró el paso para separarse más de sus sirvientas.
—Resulta, que sin yo saberlo, he tenido trabajando en mis caballerizas a los sospechosos de las explosiones que tuvieron lugar en el baile del duque de Huéscar…
Aquella noticia provocó un respingo de dolor en Beatriz. Volvió a ver los ojos moribundos de Braulio.
—¿Cómo? —Beatriz no estaba segura de querer saber más, o mantenerse en la ignorancia por lo ocurrido.
—Al parecer se cree que fue obra de dos gitanos… —le susurró al oído—. ¡Otra demostración más de que no son gente de fiar!
—Pero, doña Teresa, ¿cómo habéis llegado a saberlo?
—Por una causal conversación con el alcalde Trévelez, no hará ni una semana. Al preguntarle por el curso de sus investigaciones, me explicó que andaba persiguiendo a dos gitanos de nombre Timbrio y Silerio, que por casualidad coincidían con los mismos que yo acababa de contratar.
—¿Habéis dicho que se llaman Timbrio y Silerio?
Una tormenta de horror estalló en su mente. Deseaba con fervor que aquellos nombres no fuesen los mismos que Amalia le había dado: los de su padre y su tío. Se debía tratar de una cruel coincidencia.
La duquesa de Arcos reconoció en su lividez una expresión semejante a la suya cuando supo quiénes tenía trabajando en su casa.
—¿Os suenan de algo?
Beatriz pensó a toda velocidad. Si se lo decía, se arriesgaba a perder a Amalia; que la complicasen de alguna manera en el caso…
—Claro que sí; coinciden con los personajes de un libro de Cervantes,
La Galatea
.
Se le ocurrió esa salida, pues había caído en ese detalle el mismo día que Amalia le habló de ellos.
—Pues éstos no son de ficción; se escaparon por minutos de las tropas de Trévelez y andan buscándolos por todo Madrid.
—¿Podríais decirme en qué día ocurrió todo eso?
Beatriz recordaba que Amalia se había encontrado con su padre el día doce de septiembre, el mismo día que su madre había dado a luz a María Josefa. Si coincidían las fechas, no le cabrían dudas.
—Esperad que lo piense. No hace una semana de ello… Sí, ya sé; fue la tarde del pasado día doce.
A Beatriz se le cayó el mundo a los pies. Aquella noticia suponía que el padre de Amalia había asesinado a su querido Braulio. ¿Cómo podía afrontar esa terrible noticia? Estaba segura que su doncella no sabría nada. ¿Debía decírselo? ¿Cómo reaccionaría? Flotaba sobre un mar de dudas.