El secreto de la logia (23 page)

Read El secreto de la logia Online

Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: El secreto de la logia
3.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Admito que el concordato toca dos asuntos de perfiles demasiado afilados para que el Papa los llegue a aceptar de buena gana, pero la generosidad del Rey sabrá compensárselo.

—Mi admirado padre Rávago, no os discuto la buena voluntad de nuestro monarca pues desconozco sus términos, pero habéis de entender que para que el Papa acepte la pérdida económica que se le propone y la reducción de poder que lleva implícita, ha de ser muy generosa la cifra para que entre todos consigamos su bendición. ¡Y ya sabéis que estoy de vuestra parte!

—Las arcas de la corona se encuentran ahora mucho más llenas que antes. Nuestra neutralidad en los conflictos europeos y la paz que disfrutamos desde hace unos años, están contribuyendo a que donde no había nada, ahora se disponga de suficientes medios para justificar una gran aportación.

—Me alegra saberlo, porque todas estas gestiones que estoy desarrollando en Roma a título personal, por voluntad vuestra y de Ensenada, me están costando una pequeña fortuna. No creáis que los favores se regalan en la curia vaticana.

Hasta ese punto, Valenti no se había atrevido a mencionar sus posibles honorarios, pero creyó que había llegado el momento de hacerlo.

—Mi fiel cardenal, no debéis dudar, que nuestra generosidad sabrá reconocer vuestro esfuerzo. De hecho, el propio marqués de la Ensenada ha ordenado que se os envíe, de momento, cien mil escudos para compensar vuestros actuales gastos, y otros más os esperarán a la firma del concordato.

—Espero que no os parezca mal mi actitud, pues no me mueve en ningún caso la avaricia sino saber que cuento con suficiente financiación. Creedme que esta información me ha dejado más tranquilo. —Respiró aliviado tras saber que también a él le iban a llegar los agradecimientos con los que solía compensar Ensenada a sus colaboradores—. Redoblaré mis esfuerzos por conseguir que el Papa apruebe el patronato universal que pretende vuestro Rey, para nombrar a todos los altos cargos eclesiásticos de todos sus dominios, aparte de los que ya disfruta en las Iglesias de Granada y las Indias, aunque la última aprobación tenga que ser rubricada en último término por su santidad. En cuanto a su otra petición, y os hablo de conseguir que la Iglesia pase a ser un contribuyente más del Estado, no parece tarea fácil. Sólo si conociera qué cifra ha previsto como compensación, creo que dispondría de un arma más para conseguir apear al Papa de su actual negativa.

—Dos millones de escudos romanos y un jurista de nuestra confianza, que os mandaré para ayudaros en los aspectos legales. Me refiero a Ventura Figueroa, al que conocéis bien. Irá con un encargo que despistará a todos sobre su verdadera misión. Como sabéis, el Rey ha querido que esta negociación corra en paralelo con la oficial que encabeza el ministro Carvajal, pues pensamos que hay aspectos que deben tratarse con mucha más discreción, si queremos evitar que determinados asuntos, y hablo sobre todo de los pecuniarios, tengan necesariamente que aflorar en una negociación más formal.

—Confesor Rávago, descuidad, ¡vais a tener concordato! La fecha la desconozco todavía, pero tenéis mi palabra que lo conseguiré.

—Me agrada escuchar vuestra determinación, y así se lo haré saber al monarca. —Rávago, daba por buena y terminada aquella conversación, pero recordó la oferta que le había prometido el anciano duque—. ¿Os gustaría ahora probar el excelente cocido madrileño que nos tiene preparado nuestro anfitrión?

Tan sólo dos días después, Beatriz recorría aquel mismo palacio, que sería en apenas dos semanas su nueva casa, cuando tomara como esposo al duque de Llanes. Nadie consiguió que desistiera en su firme determinación de acudir aquella mañana, como si nada hubiera pasado, para revisar los últimos arreglos de su nuevo dormitorio y algunos cambios en la decoración de los dos salones donde haría la vida de casada. Antes de encaminarse a la planta superior, le fueron presentadas las que serían sus criadas. De ellas reparó en una que respondía al nombre de Amalia; más bien, se fijó en sus ojos, al reconocer en ellos una fuerza que la atrajo de un modo extraño, sin entender la causa.

La tarde anterior habían enterrado a Braulio. María Emilia no había parado de llorar durante toda la ceremonia, su rostro era la pura imagen del dolor. Beatriz sentía incomodidad cada vez que recibía su mirada, pues sabía que sus ojos buscaban en ella aquella comprensión que se hace común en las personas que están pasando por igual trance. Le tentó en más de una ocasión manifestársela, e incluso acompañarla con sus lágrimas, pues se le apretaban en sus párpados sin encontrar una salida fácil. Ella sabía cómo controlar aquel dolor y deseaba hacerlo así, sin que se le notase. No era la primera vez que lo había conseguido y eso la hacía sentirse mejor, aunque nadie la entendiese.

Mientras el cuerpo de Braulio iba descendiendo hasta su definitivo y térreo hogar dentro de su cubierta de madera, se le clavaban decenas de miradas; todas atentas a que cumpliera con el esperable papel en una mujer lacerada por la desgracia; que llorara por el amigo muerto.

Ella entendía que eso les hubiera dejado más tranquilos, pues la gente se relajaba mucho cuando por fin veían a las personas más cercanas al fallecido explotar de incontenible pena. Seguro que les defraudó, porque su mirada se mantuvo limpia y seca, con el único empeño de tender su última despedida no a su amigo, como muchos creían, sino a su amor más verdadero y al padre del hijo que, acababa de saber, estaba ya creciendo dentro de su vientre.

—Señorita Beatriz, os he traído este muestrario para que podáis elegir mejor las telas de las cortinas y de vuestro dormitorio. —Un afeminado empleado de un conocido comercio de tejidos la distrajo de sus pensamientos por un instante.

—¿Qué me aconsejáis? —No quería hacer muy evidente el escaso interés que le producían esas nimiedades, y en algo tenía que participar.

—Por vuestra juventud y belleza yo escogería unos colores alegres y con muchas flores —abría los brazos en abanico como si recogiera un enorme ramo de margaritas silvestres—; algo que dé un toque de vida a este oscuro y lúgubre dormitorio. No sé, yo me decidiría por esta seda que, como veis, viene salpicada de sugestivas flores de la pasión. —Le guiñó un ojo con picardía—. En fin, algo adecuado tratándose de unos fogosos recién casados.

Beatriz le miró dudando si aquello era una broma de mal gusto o era que el joven no conocía al duque de Llanes. En cualquiera de ambos casos, aquella situación le estaba distrayendo de sus amarguras y hasta le estaba resultando divertida.

—De verdad que trato de encontrarle la gracia a este dormitorio, pero me cuesta… —El joven se levantó todo decidido, y se dirigió a la pared de la chimenea, señalándole indignado el retrato que la presidía—. Fijaos si no, en este rancio cuadro de algún vetusto antepasado. No pretendo herir su recuerdo, ¡pero es que se come toda la habitación con su tristeza y oscuridad! —Sus aspavientos no dejaban dudas de lo poco que le gustaba—. Yo lo quitaría de inmediato, y pondría otro con unas hadas corriendo por un bosque, entre halos de bruma, como ninfas en búsqueda de un etéreo amor, o algo de ese estilo.

No hacía falta ver el cuadro para imaginárselo, a tenor de sus gestos que parecían estar representándolo a la perfección.

—Ese retrato es el de mi futuro marido que, como podéis apreciar, ya pasa de los sesenta años.

El joven detuvo su baile por la habitación anonadado por el ridículo que acababa de hacer. Por suerte, la tensa situación cambió con la irrupción en el dormitorio de una bellísima mujer embarazada, que absorbió de inmediato la atención de su dienta y transformó su agobio en una envidiosa expresión ante tan increíble hermosura.

—Madre, no te esperaba por aquí. —La hija tenía a quien parecerse, pensó el comerciante—. Así me ayudarás con estas complicadas labores.

—No tenías por qué hacer esto hoy. —Se sentó a su lado sujetando con cariño su mano.

—Aunque no lo creas, me lo estaba pasando muy bien. —El joven sonrió al verse aludido con su mirada.

—Cada vez te entiendo menos, pero admiro que encuentres ánimos suficientes para hallar diversión, teniendo tan cerca la muerte de tu Braulio.

El empleado no quería parecer indiscreto, pero tampoco podía hacer nada para no escuchar aquella conversación. Su confusión iba en aumento, pues si el que sería su marido, Braulio, había fallecido tan recientemente, ¿por qué no acababa de hablarle de su futuro esposo? —Recordaba sus palabras—. ¿Con quién se iba a casar entonces aquella joven? ¿Por qué no le había dejado quitar aquel horrible cuadro de encima de la chimenea?

Aquel equívoco le parecía de lo más interesante. Sin saber cómo, también imaginaba que en breve iba a obtener respuestas a sus dudas.

—Preferiría que no mencionaras nunca más su nombre. Ahora he de ser la mujer de don Carlos y a él, y con toda mi alma, me he de entregar.

El nombre de Carlos debía coincidir con el del verdadero duque y propietario de esa casa. Podía ser que el otro, el tal Braulio, hubiese sido su amante y la chica se había tenido que decidir bajo tristes circunstancias por el hombre del cuadro —calibraba el joven—. Sin conocer el aspecto ni la edad del fallecido, le parecía penoso que aquella jovencita se tuviese que casar con ese vejestorio.

—Beatriz, aunque me parezca admirable tu postura, creo que deberías liberar tu dolor. No te hará ningún bien guardártelo sin exteriorizarlo. Tú misma, dijiste que era el amor de tu vida. ¡Tu único amor! —Faustina sabía tensar la cuerda lo suficiente como para conseguir el efecto deseado, al creer que le convenía más.

«Confirmado, Braulio era su amante», pensó el comerciante, mientras manoseaba las telas del muestrario sin saber qué hacer, si salir de la habitación o quedarse a escuchar el resto. Optó por lo último, ante la indiferencia de las presentes y la curiosidad que le quemaba.

—¡No lo conseguirás, madre!

La jovencita le quitó de las manos las telas, con intención de abandonar aquella conversación. El se vio aún más desprotegido sin sus textiles excusas.

—Aunque mi matrimonio se produzca en fechas tan próximas a la muerte de Braulio, lo deseo más que nunca, para así cerrar los capítulos anteriores de mi vida e iniciar otros con nuevas esperanzas. —Escogió el tejido que le había recomendado el vendedor con las flores de la pasión y se dirigió a él—: ¡Éste será el que vais a poner en cortinas y sillones!

—¡Como la señora prefiera! —Aquel tenso ambiente había conseguido anular toda su inspiración—. Creo que quedará perfecto.

—Os ruego que volváis mañana para tratar con más tranquilidad del resto de los detalles. Ahora ya os podéis ir. ¡Gracias por vuestros acertados consejos!

El joven se levantó y besó con cortesía las manos de las dos damas con deseos de salir de allí de inmediato. Al encontrarse más próximo a la madre, cayó en las redes de aquellos ojos de color esmeralda que deslumbraban por sí solos. Le dejaron paralizado y confundido. Jamás había visto una belleza igual, y al salir de aquella habitación, no conseguía rebajar su fuerte estado de turbación al confesarse rendido por ella. Para su mal, tenía que reconocer que si se hubiese cruzado una mujer como ésa en su vida, no estaba tan seguro de haber preferido los hombres a las mujeres.

Salió a la fría tarde de las calles de Madrid deseando volver a ver aquella hada, a la ninfa de sus sueños.

Ajena a las sensuales ráfagas que experimentaba aquel joven por ella, la condesa de Benavente no dejaba de provocar la reacción de Beatriz.

—He pensado que lo más adecuado sería retrasar la boda. Yo me encargaría de hablar con el duque…

—¿No deseabais tanto este matrimonio? —Beatriz le cortó; empezaba a sentirse desbordada con su presión—. ¿A qué viene tanto tacto ahora?

—¡Menuda pregunta! ¿Te parecería mejor que me mostrase insensible a lo que debes estar pasando por dentro?

Faustina se preguntaba, qué podía pretender su hija adoptando tan inhumana postura.

—Dejémoslo así, madre. Ya te he dicho con toda claridad lo que quiero y lo que pienso. Ahora, he de irme a clase de latín.

—¿Latín? —Aquella noticia superaba cualquier otra posibilidad de sentir un mayor asombro—. ¿Desde cuándo estás recibiendo clases de latín por las tardes? Hija mía, cada día descubro algo nuevo de ti.

—Llevo unas semanas asistiendo a unas clases especiales. No le des más importancia; deseo poder manejarme en esa lengua algo mejor que lo que he conseguido en la escuela.

Beatriz abandonó la habitación dejando a su madre anonadada, con un cúmulo de confusas sensaciones.

Faustina decidió que hablaría de ello con su capellán para ver si él podía asistirla desde otro frente. Jamás se habría imaginado que, si Beatriz deseaba mejorar su conocimiento del latín, no era por otro motivo que leer la vida completa de santa Justina de Padua en el libro que Braulio le había regalado hacía unos meses.

Mientras Beatriz iba caminando en dirección a la casa del maestro de lenguas clásicas, la sombra que arrojaba sobre ella la ausencia de Braulio no la abandonaba; tampoco la de su madre, pero se sentía feliz; sólo ella sabía por qué. Nunca antes había sentido con tanta claridad lo que el futuro le iba a deparar.

—¡En el
Martirologio
se encuentra todo el sentido que he de dar a mi vida! —pensó en voz alta, antes de entrar en el portal al que acudía cada tarde.

Iglesia de San Andrés

En Madrid.

Año 1751, 15 de agosto

U
na alfombra formada por miles de pétalos blancos de rosa desprendía un perfumado aroma desde el lugar en el que se detendría la carroza con la novia hasta la entrada principal del templo.

Aquella boda había suscitado el interés de toda la nobleza de la ciudad, y por la cantidad de curiosos que se arremolinaban en los alrededores de la contigua plaza de Moros, también del pueblo llano.

A su manera, hasta la ciudad de Madrid parecía alegrarse de aquel compromiso regalándoles a los novios una mañana menos calurosa que en jornadas anteriores, hasta impropia tratándose del mes de agosto.

Don Carlos Urbión lucía una espléndida sonrisa, a la espera de la llegada de su prometida, mientras hablaba con unos y otros y recibía las felicitaciones de todos.

Haría de madrina de boda la duquesa de Arcos, encantada por aquel honor y por ver de nuevo casado al duque después de haber sido íntima amiga de su primera mujer. Colgada de su brazo iba en un devenir de sensaciones al recordar su propia boda, sintiéndose un tanto celosa de aquella jovencita con la que iba a contraer matrimonio Carlos.

Other books

The Decadent Duke by Virginia Henley
Angel by Dani Wyatt
Knitting Bones by Ferris, Monica
One Shot Away by T. Glen Coughlin
El hombre sombra by Cody McFadyen
Dragon's Fire by Anne McCaffrey
Anzac's Dirty Dozen by Craig Stockings