Mientras el religioso hablaba con el duque de Llanes, la admiración que le produjo aquel poderoso carácter hizo que le estudiara casi con descaro, tratando de apoderarse de sus valores, adentrándose en sus pensamientos, hasta que él reaccionó a su indiscreción con una frase que tan sólo ella entendió.
—Hija mía, no busques fuera de ti riquezas ni bienes; te aseguro que residen en tu interior; sólo tienes que encontrarlos.
Don Carlos les miró desconcertado.
—Así lo haré, padre Rávago —contestó Beatriz cruzando con él una mirada de complicidad—. Recordaré sus palabras.
—Si no encontrases aquello que pretendéis con tanto anhelo, venid a buscarme. Tal vez pueda ayudaros.
Besó con cortesía su mano y se despidió de ambos.
El duque, extrañado, miró a Beatriz. Su expresión le resultó desconocida, y aunque le quemaban las ansias por entender qué había pasado allí, decidió guardar silencio como respeto ante algo que parecía muy íntimo y profundo.
Beatriz reconoció su discreción y valoró su prudencia, aunque no pudo evitar pensar que aquel rostro envejecido y arrugado, de rechoncha nariz y calva salpicada por aquellas manchas comunes a todos los hombres de su edad, iba a ser la persona con la que iba a compartir su vida, cuando ella apenas había abandonado la niñez.
Braulio se sentía abrumado por lo que podía llegar a hablar su acompañante Inés de Villanueva y pensaba, con horror, lo que todavía le esperaba, cuando la noche no había hecho más que empezar. Aunque parecía que la escuchaba, su mente volaba por otros destinos, y se entretenía mirando de vez en cuando por la ventana de la carroza.
A la izquierda, y muy cerca de la explanada que hacía de eje principal en el camino a la puerta del palacio de la Moncloa, Braulio se fijó en los cientos de carruajes que estaban allí. Por un momento, envidió el animado ambiente que parecía reinar entre los muchos pajes y cocheros, alrededor de un carro que hacía las funciones de taberna.
Para cualquiera que estuviese en su lugar, la sola presencia de la encantadora Inés hubiera sido suficiente motivo para recordar aquella noche de por vida. Y si además hubiese escuchado de su boca los mismos ofrecimientos que ella le había hecho de camino, tonto sería el que no se considerase bendecido por la diosa fortuna. A pesar de ello, Braulio añoraba otra compañía para esa fiesta y, al no poder tenerla, ni Inés ni sus licencias le suponían mejor consuelo que el de preferir estar entre aquellos lacayos, disfrutando de una jarra de vino en medio de una intrascendente conversación.
—Estoy encantada al saber que te tendré para mí sola toda la fiesta. —Inés le agarró de una mano para atraer su atención. Él la miró, asombrado de su lance, preparándose para recibir alguna nueva proposición—. Sueño con verme esta noche flotando entre tus brazos; en un baile que no tenga nunca final. —Cerró con entrega sus ojos, aproximando sus labios a los suyos, con la esperanza de recibir un primer beso.
—¡Hemos llegado! —Braulio abrió a toda prisa la portezuela para bajar del carruaje, quedándose a pie de la escalerilla e invitándola a hacer lo mismo.
Se sentía aliviado por haber conseguido detener aquella delicada situación, antes de tener que asumir otros incómodos arreglos.
—¡Me lo debes! —le recriminó Inés, nada más colgarse de su brazo al dirigirse juntos a la entrada del palacio—. ¡Espero que te comportes como un caballero y no vuelvas a despreciar mis favores! —Alzó su barbilla en una digna pose, a la espera de su contestación, sin dejarle más salida que tener que prometerle, muy a su pesar, que en adelante cumpliría como tal.
Beatriz les vio entrar, justo después que lo hiciera el marqués de la Ensenada acompañado de un séquito de nobles y secretarios de su gobierno. Aunque su presencia torció el poco ánimo que la acompañaba esa noche, aún empeoró más cuando comprobó la actitud que mostraba su amiga Inés, mostrándose con orgullo a todos los presentes del brazo de su nuevo trofeo, como si de una pieza de caza se tratase. Tampoco le extrañó el exagerado vestido que llevaba, pues conociendo sus artes de seducción, el generoso escote que lucía no desentonaba demasiado con su habitual falta de decoro. Se volvió de espaldas, cuando calculó la dirección que llevaban que coincidía con la suya, pues se resistía a tener que saludarles tan pronto. Empujó en su retirada al duque de Llanes, que no entendía su urgencia por saludar a no sabía quién, dejando con la palabra en la boca al mismísimo secretario de Estado, don José de Carvajal.
Antes de llegar a un nuevo emplazamiento escucharon la fuerte voz del mayordomo anunciando la presencia de los reyes.
—Sus majestades, don Fernando de Borbón y doña Bárbara de Braganza. —Golpeó con solemnidad el suelo de mármol con un sólido bastón de cobre.
Aquélla era la primera vez que Beatriz veía a los reyes. De la impresión, hizo que olvidase todo lo demás. Le pareció que el rostro del Rey desprendía bondad. Sus labios eran carnosos, y su nariz respingona de terminación redondeada. Aunque su prominente barbilla le otorgaba poder, sin embargo, sus pequeños pero vivos ojos transmitían ternura. A su lado, la reina parecía poseer una personalidad más fuerte que su marido y, desde luego, bastante más peso. Sin ser guapa, la redondez de su rostro, la voluptuosidad de sus labios y sus ojos claros, le conferían un atractivo diferente, lejano tal vez a la estética tradicional, pero en buena parte sugerente. Beatriz decidió que jamás había visto un vestido tan bello como el que llevaba, con sus fabulosos brocados en oro y su pasamanería rica en perlas y piedras de colores. Un manto de terciopelo azul marino, rematado en piel de armiño, colgaba de sus brazos y le cubría media espalda. A su paso, las mujeres se arrodillaban en una reverencia, mientras los hombres se inclinaban llenos de respeto. Detrás de los monarcas iba el cantante Farinelli charlando con el anfitrión de la fiesta, duque de Huéscar, y más atrás las damas de honor de la reina.
Una vez que se abrieron las puertas del salón principal del palacio y entraron los reyes, el conjunto de invitados se animó a hacer lo mismo, ansiosos por que diera comienzo el baile. Beatriz, trató de pasar de las primeras del brazo del duque de Llanes, para no encontrarse con quien menos deseaba hacerlo esa noche.
Al cruzarse con su madre Faustina, ésta le dirigió un fugaz beso en la mejilla sin abandonar el brazo de su marido, que parecía ensimismado en su conversación con el embajador de Rusia. No supo cómo, pero aquel gesto de ternura la transportó de golpe al pasado, reconociendo aquel olor, aquella suavidad de su piel como la que recordaba de su madre. Aún contribuyó más que aquella noche Faustina vistiera del mismo tono encarnado que su madre llevaba la noche que fue asesinada. Pensó en lo orgullosa que estaría si hubiera podido estar allí esa velada, y no por ir del brazo de aquel anciano, que seguro no sería de su agrado, sino por verla convertida en toda una mujer, introducida en lo mejor de la sociedad de Madrid y con aquel precioso vestido, que jamás hubiera imaginado llevar puesto cuando de pequeña jugaba con las humildes ropas de su madre, poniéndoselas y quitándoselas entre risas.
Volvió a mirar a Faustina, y concluyó, sin ninguna duda, que era la más elegante y hermosa de toda la fiesta. Aunque añoraba el suave rostro de su auténtica madre, no había perfil más perfecto y ojos tan hermosos como los suyos, siempre rebosantes de dulzura hacia ella.
En las inmediaciones del palacio, se producía otra fiesta de menor empaque que la oficial pero no por eso menos animada. Sobre un carro, dos taberneros no paraban de servir vino y comida a los ansiosos clientes que, para animar la espera y combatir el intenso frío de la noche, agradecían poder llenar sus estómagos con algo de comida y un cuartillo de vino. Cualquiera hubiera sido feliz al escuchar cómo se llenaba la caja de madera con el dinero de las consumiciones; sin embargo, a los dos gitanos, aquello no les satisfacía tanto como ver en marcha la empresa que les había llevado hasta allí, aunque la recaudación final fuese fabulosa.
A pesar del incesante tráfico de pedidos, Timbrio no dejaba de estudiar los movimientos de la guardia, analizando la forma de llevar a cabo su plan. Tras sopesar las diferentes posibilidades, se decidió por un punto que apenas estaba siendo vigilado por los soldados. El alboroto que producían aquellos insaciables y sedientos sirvientes devolvió a Timbrio a la faena, y con la misma agilidad que hubiera mostrado un auténtico profesional, llenó de un solo golpe tres jarras de vino sujetando el barril a pulso, para dárselas a un joven paje al que reconoció de inmediato por ser el mismo que había visto el día anterior en la taberna. Mientras recordaba aquella conversación y los deseos de uno de los presentes de acudir a la fiesta, la más importante del año, Timbrio sonrió al pensar que, esa noche, ellos serían los únicos responsables de ofrecer un fin de fiesta que sería comentado durante muchos años.
A escasos metros, dos pajes ingleses conversaban a la vera de una carroza que había transportado a un influyente comerciante.
Observaban la abultada protección armada del recinto con preocupación. Su plan para conseguir un efecto masivo entre los asistentes estaba impecablemente diseñado, pero antes les era imprescindible hallar algún un punto débil en aquella barrera defensiva.
—Con tanta guardia vamos a tener que actuar con mucha más cautela.
—Es cierto, pero no tendremos mejor oportunidad que ésta. Hoy y aquí están todos; el marqués de la Ensenada, el Rey, los más altos representantes de la Iglesia y muchos de esos detestables nobles que han participado en nuestra persecución. Lo haremos más avanzada la fiesta; les asestaremos un golpe que de seguro no olvidarán jamás. Las llamas les consumirán. —Bajó la voz al paso de unos pajes que se les acercaban demasiado—. En cuanto te dé la señal, coge lo necesario de debajo del asiento y nos separamos; después vuelve sin correr para no levantar sospechas.
—Entendido; localizar, actuar y disimular.
—Sí, sobre todo para evitar ser capturados. Como sabes, nuestra acción no puede terminar hoy y aquí. Hemos jurado cumplir las órdenes de nuestro gran maestre, y a eso nos debemos como masones.
—Vamos a tener un rotundo éxito, hermano; el Ser Supremo está de nuestro lado.
—Él guiará nuestra mano.
—El nos señalará el lugar adecuado.
El gran salón que reunía a los numerosos invitados contaba con una acústica tan perfecta que permitía escuchar a la orquesta de una forma nítida desde cualquier ángulo. Los primeros compases sonaron nada más tomar asiento los reyes sobre una tarima algo más elevada, desde la que disponían de la máxima visibilidad.
El difícil arte del baile no solía ser plato de gusto para los varones, aunque ocurría lo contrario con sus mujeres. Ellas gustaban de aprender los complejos pasos que marcaban los nuevos ritmos de mano de alguno de los más afamados maestros de baile, cuando éstos las visitaban en sus propios palacios para tal fin.
Con un embarazo como el que lucía la duquesa de Benavente, no parecía muy aconsejable un baile como el del abanico, donde el hombre sujetaba a su pareja de una mano y jugaba a lanzarla en un giro completo a su vecino más próximo, mientras ella blandía su abanico en un lance de ocultación ante el desconocido y de abierta complicidad hacia su acompañante. Tanto ir y venir, a Faustina le parecía demasiado esfuerzo para sus cargadas piernas, por lo que decidió quedarse sentada conversando con su amiga María Emilia Salvadores. Sus respectivos acompañantes se mantenían a cierta distancia de ellas, en plena charla; el de María con el marqués de la Ensenada y el confesor real Rávago, reunidos los tres en un cerrado corro, y el conde de Benavente con un almirante francés recién llegado a la embajada de Madrid.
—La idea de que Braulio viniera al baile con esa compañía, no sólo ha conseguido el efecto deseado sobre tu hija; hasta parecen haber encajado muy bien. —María observó a la pareja mientras bailaban a escasa distancia de ellas—. ¡Fíjate en la entrega que le demuestra Inés!
—Si no lo viera con mis propios ojos, no lo creería de Braulio —contestó Faustina, al percibir una recíproca expresión en el chico cuando, al seguir el paso del baile, se acercaban tanto que rozaban sus mejillas—. Parece que están disfrutando de verdad y, además, debo decir que la chica me parece una preciosidad. María, ¿te imaginas que, por casualidad, hayamos conseguido separarlos, y encima logremos constituir unas parejas más
acordes
?
—Algo me hace sospechar, que en Braulio no existe tanta atracción como aparenta, pero ya veremos. Ahora bien, tengo claro que la sonrisa que luce Beatriz cuando mira al duque, es todo lo que quieras menos sincera.
—Aunque no niegue que tu reflexión es acertada, he de reconocer que en los últimos días se ha producido un esperanzador cambio en Beatriz. Démosle tiempo; también hemos de entender que tiene que resultarle difícil acostumbrarse a un hombre tan mayor.
Las dos mujeres comprobaron que en breve se iba a producir un cambio de parejas, y para no perder detalle abandonaron la charla. Aunque seguían con el mismo baile llamado del abanico, en ese paso, la mujer era cedida por su acompañante al hombre que estuviese a su izquierda. Ambos jugaban entonces a cortejarla al ritmo de la música, en una sucesión de encuentros y desencuentros hasta la terminación de la pieza, momento en el que la dama distinguía al mejor bailarín con un beso en la mejilla.
Sin reparar en ello, Beatriz parecía disfrutar de las evoluciones del baile, ignorando la personalidad del bailarín que iba a competir con el duque de Llanes. Con el abanico tapándole medio rostro, se entregó a los brazos del siguiente quedando en los primeros pasos de espaldas a él, tal y como marcaban las normas. Volvió a los brazos de don Carlos para dar dos vueltas sobre sí misma, y tras ello, éste la devolvió al otro, pero esta vez de frente.
—Hola, Beatriz. —Braulio sujetó su mano y se inclinó con cortesía—. Esta noche estás preciosa.
—No más que tu acompañante. —Le rodeaba sin soltarse de él—. Que, por cierto, la he visto muy cariñosa contigo.
—Como ya la conoces, y también a mí, supongo que no creerás que tengo algún interés por ella.
—Te he observado y te puedo asegurar que demuestras lo contrario. —La mano del duque de Llanes la atrajo hacia él, separándoles por un momento.
—Ese joven, ¿no es tu amigo y vecino Braulio? —Al verles hablando, se había fijado más que en los anteriores compañeros de baile y le reconoció de inmediato.