—Ahora ya pueden ir recogiendo todo esto y llévenselo pronto para que le sea realizada la correspondiente autopsia. Empecemos con las entrevistas al personal de servicio. —Ordenó que le acompañaran tres de sus subordinados.
En cuanto le explicaron el sistema, el mayordomo organizó de forma equitativa cuatro grupos de sirvientes para que fueran entrando a los interrogatorios. En total eran veinte, por lo que les llevaría no menos de una hora dar por terminadas las entrevistas.
La biblioteca se encontraba en la planta inferior, una más abajo del dormitorio. Su espléndido tamaño permitía que cada grupo se pudiese colocar en una esquina sin apenas molestarse.
El alcalde Trévelez eligió al criado de librea y al mayordomo, por ser éstos los que podían estar más al corriente de las visitas que recibía el duque. Cuando entró el primero de ellos parecía la viva imagen del pavor. Pero ni del uno ni del otro obtuvo ninguna información relevante que contribuyera a aclarar nada sobre el caso. No sospechaban de nadie ni imaginaban las causas de aquel espantoso crimen. Le confirmaron que la puerta principal había sido forzada, aunque tampoco fueron demasiado explícitos a la hora de imaginar los posibles responsables o enemigos de su patrono cuando les preguntó por ello. Ninguno de los colaboradores de Trévelez obtuvieron datos de interés del resto del servicio. Al parecer nadie había escuchado el menor ruido durante la noche, ni sospechaban quiénes podrían estar interesados en hacer desaparecer de forma tan brutal a su noble patrón.
Ante la evidente falta de resultados, Joaquín Trévelez aceleró los interrogatorios del resto de su grupo, y en cuanto terminó abandonó el palacio en dirección al que estaba frente por frente, en el que vivía María Emilia Salvadores. Por importante que pudiera parecerle, dejó para otro momento la necesaria charla con Beatriz, en respeto a su terrible situación.
—¿Podría avisar a la señora de mi presencia?
Al paje de hacha le extrañó tanta cortesía, cuando desde hacía meses Trévelez entraba en la casa con bastante asiduidad y sin ser nunca anunciado.
Joaquín se quedó en el recibidor a la espera de María Emilia y suspiró tres veces para conseguir rebajar su estado de nerviosismo. Aquel nuevo crimen, tan cercano a todos, le había afectado de lleno. Pero también y para todavía empeorar más su efecto, lo que menos podía desear aquella mañana era ver a su amada después de la amarga noche que le llevó a la ruptura hacía menos de una semana. Dudaba hasta de su propia capacidad de disimulo en cuanto se encontrase frente a ella. La quería demasiado y sabía de antemano lo mucho que iba a sufrir hasta por el solo hecho de verla. Pero necesitaba su testimonio; saber si disponía de alguna información que le fuera útil. Se debía a su trabajo y, en ocasiones como ésa, su obligación estaba por encima de sus sentimientos.
—Hola, Joaquín. —María Emilia no había tenido todavía tiempo de sobreponerse y sus profundas ojeras hablaban por sí solas—. Perdóname por recibirte de esta manera. ¿Te parece que hablemos en el gabinete o me acompañas a mi habitación mientras termino de arreglarme? ¡Estoy destrozada…!
—Como tú prefieras —contestó—. Lo que me trae por aquí no me llevará mucho tiempo.
Al empezar a subir las escaleras, ella le miró a los ojos sopesando su estado. Joaquín la esquivó y adoptó una fría actitud.
—Lo del duque de Llanes ha sido lo más horrible que he podido ver en mi vida. No puedo dejar de pensar en la pobre Beatriz; una vez más le ha salpicado de lleno la tragedia. Por Dios, si tan sólo llevaba una semana casada… —María Emilia trató de romper aquel tenso silencio, imaginándose que compartían idénticos sentimientos.
—Precisamente de eso venía a hablarte. —Entraron en el dormitorio y María se dirigió a su tocador para terminar de arreglarse el pelo.
—También necesito que hablemos sobre lo nuestro. —María Emilia prefería hablar de su rota relación.
—Sabes que no he venido por eso. —Se acercó al ventanal y observó la fachada del palacio del duque de Llanes—. Necesito saber cómo y cuándo lo has descubierto, y también si has podido observar algo que te haya llamado la atención, esta mañana o en otro momento.
—Sólo he visto al pobre anciano atado al balcón y después me desmayé, angustiada de pensar qué le habría podido ocurrir a Beatriz, aunque luego supe que estaba bien. Siento no poder ayudarte.
—¿A qué hora lo viste? —Joaquín se volvió desde la ventana y comprobó con disgusto el exagerado desorden de sus sábanas. Acongojado, pensó lleno de rabia que sus ojeras podrían deberse a causas distintas que el dolor provocado por la ruptura de su compromiso o la contemplación del sádico asesinato.
—Serían cerca de las nueve. Estaba en la cama y nos sobresaltó una algarabía que venía de la calle…
—¿Nos…? —Joaquín le cortó encolerizado, acercándose hacia ella—. ¿Supongo tan poco para ti que aun después de lo del otro día has vuelto a sus brazos como si fueras una cualquiera?
Ella le abofeteó con todas sus ganas.
—No te permito que me hables de ese modo. —Caminó hacia la puerta, y la abrió invitándole de inmediato a marcharse—. Desde ese día lo nuestro se acabó. Soy una mujer libre y puedo hacer lo que quiera. ¡Ahora, por favor, vete y déjame sola!
Joaquín le cerró la puerta y sin previo aviso la agarró por la cintura besándola con desbordada pasión. Ella trató de rechazarle pero sus brazos podían más que los suyos.
—¡Déjame! Te lo suplico. —Le empujaba para quitárselo de encima sin conseguir nada.
Le gritó que la soltase de una vez, pero no pareció hacer efecto en él.
—¿Has perdido el sentido? Pocos días atrás rompiste nuestra relación sin dejarme hablar y tan sólo hace un instante tus ojos echaban fuego al saber que había vuelto a ser amada por Álvaro. Me acabas de llamar mujerzuela y ahora, lo único que se te ocurre es ponerte a besuquearme. Me creía loca, pero desde luego no es nada a tu lado.
—Estoy loco, pero por ti —su voz sonó suave, definitiva, profunda—, y te amo. —Se agarró a sus dos manos y la miró con un gesto lleno de súplica, de plena sinceridad.
—Tú no mereces esto… —Al verle, al descubrirle tal y como de verdad era, algo empezaba a temblar en su interior.
—Entiendo que estás atravesando por un momento tan excepcional y trágico que no sabes demasiado bien lo que haces —respondió él—. ¿Loco? Sí, pues estoy destrozado, y sé que tú también. Podría olvidar lo ocurrido si echas a ese maldito marino de tu casa hoy mismo. Te prometo, entonces, que todo volverá a ser como antes.
Ella le clavó su mirada y meditó en silencio sobre todo aquello, sobre los recientes hechos de su vida, y el tiempo se detuvo entre ellos.
De pie, sobre el suelo de mármol, uno frente a otro, María Emilia volvió a conocerse, y también a él, y empezaron a entenderse como antes, sin estorbos ni miedos. Ella le acarició la mejilla y comprendió lo que de verdad era. Aquella humildad en aceptar lo que para otros sería imposible le embelesó como nadie había conseguido nunca. Envidió su fidelidad y odió su debilidad. Rechazó sus bajos deseos ante tan altos y puros sentimientos, y se abrazó a él llorando, rota de amor.
—¡Deseo morir ante ti! ¡No merezco nada! —Sus labios se encontraban, sus miradas se fundían—. ¿Por qué tanto dolor cuando hay tanto amor! ¿Cómo puedo entenderme, y cómo encontrarme de nuevo?
—Apoyándote en mí. Borrando de la mente todas tus dudas. Buscándome en tus tinieblas. —Le acarició el pelo. Le insinuó lo fácil que le resultaría si se dejaba llevar—. Desde lo de Braulio no has sido la misma. Y luego, la llegada de ese hombre a tu casa… Sé que no has sido dueña de tus actos. —Joaquín quería demostrarle que volvía a tener fe en ella, que cualquier problema tenía cura con él.
—Quédate aquí un momento y espérame. —Salió de la habitación.
Joaquín se sintió aliviado, colmado de buenas sensaciones, lleno de tranquilidad, de una paz recuperada. Y supo que de nuevo era suya. De pronto le agobió volver a pensar en el crudo asesinato y recordó que tenía que ir a ver a Ensenada.
Ella volvió a los pocos minutos. Su rostro desprendía serenidad, su boca alegría, sus ojos plenitud.
—Esta misma mañana se irá, y con él la confusión que he vivido. —Se abrazó a él con la absoluta seguridad de que su amor ya nunca se quebraría. De pronto cayó en el verdadero motivo que le había traído hasta ella—. Perdona mi falta de sensibilidad; debes estar muy preocupado por lo ocurrido. ¿Tienes alguna idea de quién ha podido cometer tan horrendo crimen?
Joaquín le contó su fallido intento de captura con los nuevos sospechosos del atentado de la Moncloa, y luego le describió el macabro escenario que se había encontrado en el palacio de enfrente. María Emilia recordó las similitudes con el asesinato del superior de los jesuitas.
—Parecen crímenes con idéntica firma.
—Con toda seguridad. Señales de brutalidad en ambos casos, dos triángulos en sus cuerpos, dos órganos mutilados y una macabra exposición de los mismos; uno abandonado a la vera del río, tapado con un capuchón, y el otro crucificado.
—¿Crees que ambos son obra de esos gitanos?
—Todo puede ser, aunque hasta que no demos con ellos y consigamos que hablen, no estaré seguro del todo.
—Desde luego, los gitanos tienen fundados motivos para despreciar a todos los poderes del Estado. Empiezo por la Iglesia, sigo por el Gobierno y termino con la alta nobleza, pues entre todos se urdió el deplorable intento de exterminio que apadrinó el marqués de la Ensenada, por otro lado nuestro buen amigo.
—Cierto, María Emilia. No te falta razón, y créeme que he pensado lo mismo. Reconozco que hasta la fecha ni se me había pasado por la cabeza considerar su posible responsabilidad.
—Al margen de quién haya sido, haber colgado de ese modo al duque, su castración, y la herida triangular en su vientre, son claros exponentes de un nuevo crimen cargado de simbologías. Falta saber interpretarlas, como hicimos con el de Castro.
Alguien tocó dos veces a la puerta del dormitorio. María le invitó a pasar.
—La condesa de Benavente acaba de llegar. —El paje aguardó hasta recibir sus órdenes.
—¡Hágala entrar!
Joaquín se disculpó ante la obligación de ir a hablar con Ensenada.
—María Emilia… —Faustina se tiró a sus brazos desconsolada—. He dejado a Beatriz con mi marido para venir a verte. No puedo más. Lo que ha ocurrido es tan horrible…
María Emilia miró preocupada a Joaquín, advertida de su apremio por irse.
—Necesito liberar contigo el dolor y la inquietud que siento. Beatriz nunca deseó este matrimonio, lo sabíamos, pero aun así, no acabo de entender el poco efecto que le ha producido la horrible muerte de su marido. Está tranquila; relajada; como si de alguna manera la noticia le hubiese llenado de paz.
—Como puedes imaginar, estábamos hablando acerca de ello, pero Joaquín acaba de decirme que debe irse cuanto antes. Déjame que le acompañe hasta la salida y luego lo hablamos.
Antes de cerrar la puerta, María Emilia miró complacida a Joaquín alejándose a galope. Aunque el fuerte impacto de lo ocurrido aún le provocaba una honda angustia, se sentía feliz por dentro. Gracias a su inesperada presencia, sabía que su corazón volvía a mecerse en aguas ahora más tranquilas. Amaba a ese hombre con locura, sin entender qué firmeza de espíritu era la que él poseía para llegar a correspondería de ese modo tan inmerecido.
El caballo alazán que transportaba a Trévelez casi volaba por las empedradas calles que le separaban del palacio del Buen Retiro, donde le aguardaba otra difícil reunión con Ensenada y de seguro con Rávago.
Se sentía confuso, falto de sueño, excedido en las últimas horas de emociones tan intensas como contradictorias. Su pensamiento no lograba centrarse en ninguno de los asuntos que parecían correr descontrolados por su cabeza. Las preguntas se apelotonaban en su interior, sin orden. ¿El asesino que buscaba era gitano o masón? El arreglo de su relación con María Emilia ¿sería definitivo? Aquellos espeluznantes crímenes que debía resolver ¿tenían como responsable a un único autor o se trataba de diferentes personajes?
—El marqués de la Ensenada todavía está despachando con el Rey, pero el confesor Rávago ha dado la orden de que os lleve hasta su despacho. —El secretario de Ensenada le invitó a seguirle hasta las dependencias del confesor real.
Trévelez pensaba a toda velocidad cómo enfocar su información si el destinatario de la misma era Rávago, que con seguridad se mantendría en su teoría masónica, y no Somodevilla, con el que se sentía más libre a la hora de exponer sus deducciones, por peregrinas que pudieran parecer.
—¡No dejaremos de tener nuevos muertos hasta que detengáis a esos malditos masones! —Como recibimiento no estaba nada mal.
Trévelez calculó su grado de tensión por la cercanía de sus cejas, tan fruncidas que parecían a punto de estallar.
Se sentó frente a él sin comentar nada y esperó la reacción de Rávago a su silencio, que no tardó en aparecer, como era previsible.
—¿No tenéis nada que decir?
—Mucho, pero no sé si será agradable a vuestros oídos.
—¡Válgame el cielo, Trévelez, ¿de verdad creéis que puede haber algo a mis años que todavía me produzca sorpresa?
—¿Podría serlo si os digo que los asesinatos y el atentado del palacio del duque de Huáscar han podido ser obra de unos gitanos?
—¡Eso no es una sorpresa; es una valiente tontería! —Exhibió una sonrisa que parecía disimular su absoluta perplejidad—. ¿A qué viene ahora esta increíble conjetura?
—Hace pocos días obtuve una información que nos llevó hasta un taller a las afueras de Madrid, donde al parecer residían dos hermanos gitanos, los mismos que alquilaron a un mesonero el carromato que entró en la fiesta del duque de Huéscar. No conseguimos detenerlos porque habían abandonado horas antes ese lugar, pero creo poder afirmar que en cuanto demos con ellos el caso estará en vías de resolución.
Al terminar, Trévelez miró complacido el rostro del confesor real, a la espera de encontrar un primer atisbo de reconocimiento a su sonoro éxito.
Rávago se rascó la cabeza mascullando en silencio. Luego le miró durante unos segundos, incómodos y desconcertantes para Trévelez, apretó su mandíbula, y suspiró cargado de paciencia.
—¿Sabéis qué funciones ha desempeñado el conde de Valmojada? —De antemano, sabía que aquella pregunta no tendría una respuesta precisa.