Atravesaron la brecha internándose primero en un trayecto de selva y matorrales donde casi la luz del Sol no se filtraba. En el cielo, espesos nubarrones grises, amenazantes y sombríos, se iban juntando y ya casi cubrían todo el firmamento. Altos árboles crecían por el terreno húmedo, espeso, impenetrable. Se escuchaba el ruido de algunos animales salvajes nerviosos por el calor.
—Es sorprendente el maestro —dijo Alexia.
—Sí. Es un hombre de conocimiento y poder.
—¿Qué haremos ahora?
Adán se adelantó para mover una rama que atravesaba el camino. Con esfuerzo la quitó de lugar.
—Vamos hacia el cenote a pensar antes de ir al hotel. Quiero ver esa cascada. No soporto más el calor y la humedad.
—De acuerdo, ya falta poco para.
En aquel momento se escuchó el ruido de una rama rota a pocos metros de donde estaban ellos. Como si un animal acechara.
—¡Shhh! —Adán llevó el índice de su mano derecha a la boca.
Ambos se quedaron inmóviles en el lugar, expectantes. Al cabo de unos segundos, siguieron su marcha.
—Quizá fue algún mono —dijo Alexia en voz baja.
Adán no contestó. Miraba hacia los lados. Sólo veía metros y metros de tupida vegetación.
—Vamos rápido hacia el cenote.
Una fina lluvia comenzó a caer sobre sus cabezas. La sintieron refrescante. Estaban dejando atrás la selva cuando, casi salido de la nada, el bulto de un cuerpo saltó vigorosamente detrás de Alexia cogiéndole los cabellos y tirando de su cabeza hacia atrás. Adán iba unos metros delante de ella, limpiando el camino cuando se frenó al escuchar un quejido.
—¡Detente donde estás! —le ordenó la misteriosa figura que sujetaba a Alexia.
Llevaba una barba larga y sucia, un sombrero de paja y un arma en su mano derecha. Alexia percibió el sudor de varios días y se quejó, entonces el brazo que le rodeaba el cuello hizo más presión. Los ojos del captor estaban desencajados.
—No le hagas daño —dijo Adán—. ¿Qué quieres?
—¿Ahora? Venganza.
Adán observó atentamente al hombre.
—¿Venganza? ¿De qué quieres vengarte? Puedo darte dinero, pero suéltala.
El hombre se enfureció.
—¡No me des órdenes, imbécil!
Ahora la voz de aquel hombre le resultó más familiar. No hablaba como mexicano. Adán forzó la vista sin lograr distinguir nada.
—¿No sabes quién soy, Roussos? —dijo con ironía.
A Adán se le hizo un nudo en la garganta. Se mantuvo inmutable. En cambio, los latidos del corazón se aceleraron en el pecho de Alexia. Hizo un esfuerzo por reconocer al hombre. La lluvia ahora más intensa le dificultaba la visión.
—No te conozco.
—¡Basta de juegos! ¿Dónde está la Piedra?
Adán se alarmó.
—¿La Piedra? —respondió, tratando de observar detenidamente a aquel hombre—. No la tenemos nosotros.
—¡Dónde está! —gritó el hombre con ira—. ¡Ahora o le vuelo la tapa de los sesos a esta perra!
Tras aquellas palabras, ella y Adán al unísono reconocieron aquel insulto. No podía ser verdad.
Era Eduard Cassas. Parecía un mendigo. Había estado convaleciente en el hospital durante cuatro semanas debatiéndose entre la vida y la muerte; aunque medianamente se había recuperado del impacto del terremoto en Atenas, había entrado con un cuadro nada esperanzador, con diversos golpes, traumatismos y una pierna fracturada a la que en el quirófano debieron poner tres clavos de metal. Aquel accidente le haría cojear de por vida.
Roma, atardecer del 16 de diciembre de 2012
El cardenal Tous no había vuelto a saber nada de Eduard, el catalán había desaparecido, parecía que se lo hubiera tragado la Tierra. Dentro de su despacho en penumbras, el cardenal se sentía impotente, como un águila con sus alas mojadas, pensaba en las últimas conversaciones con Eduard. Hacía días que estaba preocupado, deprimido, angustiado, confuso, incomunicado. Sólo la débil llama de una vela danzaba lentamente e iluminaba la sala proyectando las sombras desdibujadas de su abatida silueta sobre la pared.
Le dolía la espalda. Sentía un peso, una carga, una espina emocional. Su pecho apenas podía abrirse para tomar escuetas bocanadas de aire. Le dolía respirar. Le dolía vivir. Su cabeza era un torbellino de pensamientos desordenados e inconexos. Había perdido su habilidad, había perdido su ingenio y astucia. Se sentía confuso y cansado. Un amante en soledad. Un pájaro sin nido.
Estiró la mano sobre el escritorio para apoyarse en la Biblia. En aquel difícil momento necesitaba algún consuelo. Quiso el destino que sus temblorosas manos abrieran el libro, al azar, en un párrafo del evangelio de San Juan 2:13. Decía: Jesús purifica el templo. El cardenal lo leyó lentamente estaba cerca la Pascua de los judíos, y subió Jesús a Jerusalén. Encontró en el templo a los que vendían bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas que estaban allí sentados, e hizo un azote de cuerdas y echó fuera del templo a todos, con las ovejas y los bueyes; también desparramó las monedas de los cambistas y volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: —Quitad esto de aquí, y no convirtáis la casa de mi Padre en casa de mercado.
Entonces recordaron sus discípulos que está escrito: ‘El celo de tu casa me consumirá’.
Los judíos respondieron y le dijeron:
—Ya que haces esto, ¿qué señal nos muestras?
Respondió Jesús y les dijo:
—Destruid este templo y en tres días lo levantaré.
Entonces los judíos dijeron:
En cuarenta y seis años fue edificado este templo, ¿y tú en tres días lo levantarás?
El ancestral libro se le hizo pesado y se le cayó de las manos. Lo inundaba la angustia. La culpa. La resignación. El vacío. Él había sido uno de los mercaderes modernos que comerciaba en el templo del mundo. Había sido él uno de los que ensuciaba las enseñanzas de Jesús, el último mesías solar. Su corazón, en ese momento cumbre, no pudo contener la emoción que lo llenaba.
Se preguntó, entre toda su incertidumbre, si, de un momento a otro, Ajenjo, el meteorito del que hablaba la Biblia, caería sobre todo el planeta. "¿A dónde iré al morir? ¿Irá un hombre como yo al cielo? ¿Existirá en verdad un cielo?" Ese momento, entre la espada y la pared, le hizo aflorar sus miedos y preocupaciones más profundas. Había dejado de tener poder, estaba frente a sus emociones, que siempre había ocultado detrás de una coraza como si fuese un pesado yelmo.
Lloró, lloró desconsoladamente. Su mente suspendió la actividad y pudo ver y sentir dentro de su corazón el niño que fue, revivió esos instantes de su madre llamándolo: "Raulito, ven a comer".
Esto le hizo sentirse aún más indefenso y vulnerable. Desde esos ojos del niño que había sido, desde ese pequeño rincón de su alma donde aún quedaba la inocencia original, sintió todo lo que se había ensuciado durante muchos años tras el poder y la ambición.
—Tienes treinta segundos para decirme dónde tienen la Piedra! —Eduard subió el percutor de su pistola lista para volarle la cabeza a Alexia.
Adán seguía con los brazos en alto, se apartó muy lentamente del camino selvático hacia un árbol dando un paso hacia delante. Ahora la lluvia era torrencial. Grandes gotas de agua caían con fuerza; tuvieron que alzar la voz para escucharse.
—Escúchame, Eduard, por más que tengas la Piedra, el proceso de cambio colectivo se gestará de todas formas.
—¡Entonces qué más da! ¡Los mataré a ambos y no conseguirán nada! —los ojos del catalán estaban rojos. Estaba desquiciado.
—No tenemos la Piedra.
—¡Mientes, hijo de puta! —gritó con furia.
Adán trató de llevarlo con calma.
—De acuerdo —le dijo Adán—. Te diré donde está, pero suelta a Alexia.
—¡Habla ahora! Me cansé de tus trucos.
—Está debajo, en el cenote —mintió.
Adán intentó ganar distancia y, al adelantarse, pisó una rama seca que crujió. Un violento trueno explotó en el cielo como si el mundo se viniera abajo. Eduard alzó la vista y Alexia aprovechó aquel ruido sorpresivo para intentar zafarse. Al forcejear, al catalán se le escapó un tiro que fue a dar justo al árbol que protegía a Adán. Alexia se soltó del brazo y le dio una patada justo en medio de las piernas, en los testículos, que dejó sin respiración a su agresor. La mujer aprovechó para tirarse al costado del camino. Eduard apuntó y disparó tres veces seguidas, pero Adán alcanzó a correr rumbo al cenote. El Búho miró hacia atrás y, al no ver a Alexia, corrió detrás de Adán, cojeando con el dolor del golpe y la carga de su rodilla fracturada. Quedaban pocos metros de selva hasta llegar al claro donde estaba el cenote. Adán salió primero de la parte más espesa de la selva pero quedó encerrado con el abismo del agua debajo de él. El catalán llegó agitado; ahora tenía a tiro al sexólogo.
—¡Un paso más y caes por el cenote o te parto la cabeza con una bala! ¡Dime en qué lugar está la Piedra! —gritó jadeante.
Adán volvió a subir las manos sobre la cabeza.
—Allí debajo —dijo señalando hacia los veinte metros de la caída del agua—. Detrás de la cascada.
Aprovechando que Eduard se acercó varios pasos hacia el borde del cenote para mirar hacia abajo, Adán cogió velozmente una piedra del suelo y se la arrojó a la cabeza, sin éxito. La potencia de la lluvia lo había hecho trastabillar. Eduard le disparó, esta vez rozó su hombro derecho. El ruido del disparo se perdió entre la selva. Eduard estaba desencajado y alterado por el agua en su rostro; bajó una pequeña pendiente pero se resbaló y volvió a trastabillar sobre el suelo, quedando a punto de caer hacia la cascada. Un golpe como aquellos sería difícil de sobrevivir. Además, Eduard desde chico tenía fobia al agua, cuando uno de sus amigos casi lo ahogó. Nunca había aprendido a nadar. Cuando estaba en el suelo, Adán aprovechó para abalanzarse sobre él. La pistola cayó y Adán empujó al catalán, que cayó hacia atrás, cubierto por el lodo. Ambos estaban empapados y el terreno era tan resbaloso por la lluvia que les costaba trabajo mantenerse en pie.
Ciego de furia, El Búho arremetió contra Adán. Pese a su desventaja física, Eduard sabía artes marciales. Los cuerpos rodaron por el suelo húmedo. Un codo de Eduard se clavó con fuerza en la cabeza del sexólogo. Él era más fuerte pero aquel golpe lo mareó. Eduard sabía dónde golpear. Alexia llegó corriendo y observaba la escena sin poder hacer mucho. Los dos estaban trenzados, forcejeando. Se golpearon con fuerza varias veces; el cuerpo de Eduard, más liviano, rodó hacia el borde del cenote. Con una mano se sujetó a una rama húmeda que salía de la tierra. Su cuerpo pendía de la fuerza de su brazo. Con el otro brazo alcanzó a jalar de la muñeca de Adán.
—¡Ayúdame a subir o caes conmigo! No tengo ahora nada que perder.
Adán se movió sigiloso con el otro brazo hacia él.
—Te ayudaré —le dijo—. Tranquilo.
El agua le caía a borbotones sobre el rostro. Las manos mojadas estaban inseguras.
Adán estaba dispuesto a ayudarlo. Se acercó hacia el cuerpo del catalán. Su rostro estaba irreconocible por la barba y el pánico, que desfiguraba sus líneas de expresión.
—Si yo caigo tú caes conmigo —le amenazó Eduard asustado.
Adán estiró la mano libre y cuando lo hizo, Eduard, presa del pánico jaló con fuerza hacia el abismo. Los dos cuerpos cayeron en picada hacia el agua, lanzando un grito mientras Alexia miraba consternada y con estupor desde la orilla.
Alexia no podía creer lo que veía. Escuchó el sonido de los dos cuerpos al caer alagua. Aquellos segundos le parecieron siglos. Desde lo alto, vio el cuerpo de Eduard caer primero, desapareciendo dentro del agua. Debajo del cenote, grandes plantas y espesa vegetación le dificultaban la visión, aún más por la poderosa lluvia. También observó cómo Adán iba a dar metros más a la derecha. No los vio salir a la superficie. El corazón parecía salírsele del pecho.
Durante la caída, Adán pudo ver pasar su vida como una película. Muchas veces le habían dicho que eso era el preámbulo de la muerte.
Nunca se había imaginado morir de aquella manera. No era que le asustara la muerte, pero tenía cosas importantes que hacer, tenía que estar con Alexia, tenía que amar y vivir, tenía que recibir la fecha maya con el espíritu lleno de luz.
La caída le pareció un sueño.
Un sueño primitivo, ancestral.
Sintió el aire pesado, el agua sobre su cuerpo, el impacto. Todo pasó en su mente como la ráfaga de un cometa. Se entregó a Dios. No luchó ni tuvo miedo. Sólo una profunda entrega.
Al cabo de unos segundos, su cuerpo salió a la superficie. Tomó una bocanada de aire con desesperación. Miró hacia los lados. La lluvia descargaba un enorme poder, una fuerte e intensa cortina de agua. Nadó hacia la orilla con dificultad, se sentía mareado, confuso. El barro no le permitió subir fácilmente, cayó dos veces. Deslizándose y con arduos trabajos, se tumbó sobre la hierba para rendirse al placer de la tierra firme, y perdió el conocimiento.
Chichen Itzá, 17 de diciembre de 2012
Adán se despertó en un lugar que le resultó familiar. Observó con lentitud que estaba dentro de la habitación del hotel. Había velas distribuidas por todos lados, lo que le daba un aire misterioso.
"Estoy muerto."
Dio por tierra aquel pensamiento, ya que sentía todo el cuerpo adolorido.
Fue tomando conciencia del momento cuando vio el rostro de Alexia a su lado y una mujer que parecía ser una doctora o enfermera.
—Mmm… ¿Qué ha pasado? —dijo con dificultad.
—¡Adán! —exclamó Alexia abalanzándose sobre él para besarlo.
—Me duele todo el cuerpo.
—Ya los doctores te han hecho pruebas. No tienes nada roto ni ningún golpe en la cabeza.
—Pero… —le costaba recordar.
—Has estado dormido todo un día.
Entonces recordó la caída.
—¿Y Eduard?
—No encontramos de su cuerpo ni rastro. La policía lo está buscando.
Adán se incorporó con dificultad sobre la cama. Bebió un vaso con agua. La doctora le dedicó una sonrisa.
—Debe permanecer en reposo.
—Gracias —le dijo.
—Llámame si necesitas algo más. Voy a enterarme de las novedades —le dijo la doctora a Alexia antes de retirarse de la habitación.
Cuando la mujer salió, Adán tomó la mano de Alexia.
—Estuve a punto de morir —reflexionó.
Ella sonrió.
—Pero estás bien vivo.