Read El salvaje y otros cuentos Online
Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico
—¿Criaturas también? —articuló.
La otra bajó dos o tres veces la cabeza.
Del frente llegaba por fin el rumor de la columna que se ponía en movimiento.
—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! —suspiró la madre mirando a todos con profundo agradecimiento—. Ya no nos detendremos más, ¿verdad? Creo… —se interrumpió oprimiendo de nuevo bruscamente las manos y el cuello de su hijo— que no tiene tanta fiebre… Sí, no tiene… —Y volviéndose a la vecina—: ¿Criaturas de pecho… también?
La mujer bajó otra vez la cabeza. La madre, temblando, cobijó prolijamente a su hijo, deshaciendo, sin embargo, dos o tres veces el rebozo para pulsar al pequeño.
—Gracias a Dios… Gracias a Dios… —quedose murmurando y balanceando a la criatura junto a su cara.
La columna avanzaba siempre, la lluvia continuaba cayendo sin cesar, y al llegar la noche creció el vivo grito de las criaturas enfermas por el frío y la atroz alimentación. La leche de las madres, alterada por el terror y la fatiga, envenenaba en febril sopor de enteritis a los pequeños de pecho.
La mujer que caminaba al lado del carrito se acercó con un mendrugo de pan hecho papilla por el agua, pero no obtuvo respuesta.
—Pronto llegaremos… —dijo.
La madre levantó por fin el rostro desesperado.
—¡Se muere! ¡Tóquelo! ¡Está ardiendo! Y todo mojado… ¡Hijo mío de mi alma!
Los otros dos pequeños tiritaban hundidos contra las caderas de su madre. La columna hizo alto. La madre tuvo un sobresalto y miró a todos lados, los ojos sobreabiertos de fiebre.
—¿Van a enterrar?… ¿A quién?…
Esta vez no le respondieron. Se enterraba seguramente a muchos, pero el motivo principal de la detención era otro. No era posible salvar a las criaturas sino con leche de vaca, de yegua, de oveja, de lo que fuera. ¿Mas dónde hallarla? El país, que hasta esa tarde había ofrecido el mismo aspecto de los días anteriores, comenzaba a mejorar. Los cañones no habían llegado aún allí, y las granjas y árboles proseguían en pie; pero impulsado por el mismo huracán de desastre, el terror había barrido hasta la costa del mar a hombres, vacas, alimentos, ropas. Los hombres válidos de la columna exploraron un momento las granjas, los establos… Nada, ni un trozo de pan, ni una vaca moribunda.
La lluvia, que no daba tregua un solo segundo, provocó un instante la necesidad de guarecerse:
—¡Las criaturas se mueren de frío! ¡Están todas con bronconeumonía!
—¡Sí, pero están también envenenadas por la alimentación! ¡Necesitan leche a toda costa! ¡Sigamos!
—¡Es que se están muriendo en los brazos de las madres!
—¡Se morirán más si no encontramos leche! ¡Salvemos a los que aún viven! ¡Sigamos!
—¡Sí, sigamos!
Los desgraciados, chorreando agua, muertos de fatiga, hambre y sueño, se arrastran otra vez por la carretera, llevando consigo el estertor de las criaturas asfixiadas por la bronconeumonía.
Caminaron toda esa tarde con detenciones cuyo motivo nadie preguntaba ya, pero que el alarido de las madres explicaba de sobra. La columna disminuía así cada media hora, aclarándose, vaciándose, jalonando con criaturas de pecho las carreteras de su pobre patria.
A la madrugada siguiente, la mujer que caminaba al lado del carrito se aproximó de nuevo a éste. Los dos pequeños, pegados siempre a las caderas de su madre, tenían las mejillas encendidas y respiraban velozmente por la boca abierta. El agua goteaba por los mechones de pelo hasta sus ojos entrecerrados.
—Pronto llegaremos… —repitió la vecina, como en las veces anteriores.
La madre se estremeció y fijó en ella su mirada dura.
—¿Cómo sigue el pequeño? —se aproximó más la mujer.
—¡Mal! —repuso la madre secamente. Y abriendo el rebozo—: ¡Véalo! ¡Mírelo! ¡Y vea esto! —agregó levantando bruscamente las piernitas—. ¡Vea los pañales!
La criatura agonizaba en un mar verde.
—¡A cada momento tiene un pañal! ¿Usted no es madre, no?… ¡Ah, Dios mío! —articuló con voz ronca, asentándose el cabello con las dos manos. Pero la criatura, al sentir la lluvia en sus piernas, había gemido.
—¡Tápelo, tápelo! —se apresuró la vecina.
—Sí, taparlo… —clamó la madre—. Taparlo con esto mojado… ¡Vea esto cómo está! ¡Esto es lo que hemos ganado!… ¡Toque! Mi propio hijo… ¡Ah, hijo mío de mi alma, mi hijo querido! —se dobló en un ronco sollozo sobre el cuerpecito agonizante.
Desde ese momento no permitió que nadie se acercase.
—¿Qué quieren aquí? —alzaba la voz dura—. ¡No está muerto, no! ¡Déjenme, les digo!
Pero al caer la tarde hubo que arrancarle de los brazos a la criatura muerta, fulminada por la meningitis, como casi todas ellas.
Ante el desastre capital, los nervios de la pobre madre se quebraron por fin, y tras media hora de llanto silencioso y profundo, se arrebujó con sus dos pequeños —uno en cada rodilla— que de rato en rato sacudían el sopor de su fiebre para pegar la cara al rostro de su madre, en un brusco y ronco llanto, sin abrir los ojos.
La lluvia caía siempre perpendicular, copiosa. La procura de ropa seca para los enfermos, muy intensa hasta esa tarde, habíase desechado por completo; nadie esperaba ya nada.
A la mañana siguiente decidiose subir en los carros y caballos a las madres con criaturas, a fin de que, adelantándose en lo posible, llegaran cuanto antes hasta la leche, cuya urgencia tornábase cada vez más mortal. Así se hizo, y tras el mísero pienso que con inauditos esfuerzos pudo conseguirse para los caballos, el pelotón de madres desesperadas y pequeños en agonía avanzó, distanciándose al caer el crepúsculo algunos kilómetros.
A esa hora se levantó en el lamentable convoy de moribundos un grito de esperanza: las madres habían reconocido a un destacamento de caballería belga. Pero instantes después llegaba un oficial con orden de requisar todos los caballos disponibles.
—¡Los caballos!… ¡Pero nuestras criaturas se mueren! —clamó enloquecida la madre de las dos criaturas—. ¡Teniente! ¡Señor! ¡Se mueren, le digo, si nos dejan aquí!
El oficial, embarrado hasta las presillas, nervioso, demacrado por un mes de batallar sin tregua ni descanso, gritó a su vez:
—¡Y nosotros nos morimos todos si no podemos mover la artillería! ¡Todos: ustedes, nosotros, los que quedan! ¿Oye? ¡Pronto, los caballos!
A lo lejos, al oeste y al sur, se oía ahora el tronar sordo del ejército belga que costeaba el mar.
—¿Ya están? —preguntó el oficial con voz dura, volviéndose—. ¡Vamos, ligero!
Y espoleando a su montura marchó al galope.
Tras la mísera tropilla de caballos requisados que se llevaban y se perdían en el crepúsculo quedaron los carros caídos sobre las varas, en la carretera espejeante de agua. Más allá, muy cerca tal vez, estaba la población salvadora, en su felicidad de ropa seca y leche caliente. Pero entretanto, el fúnebre convoy, cementerio ambulante de criaturas de pecho, quedaba desamparado bajo la lluvia hostil que iba matando en flor, implacablemente, los retoños salvadores de una nueva Bélgica.
I
Una sociedad exclusiva de abejas y de gallinas concluirá forzosamente mal; pero si el hombre interviene en aquélla como parte, es posible que su habilidad mercantil concilie a los societarios.
Tal aconteció con la sociedad Abejas-Kean-Gallinas. Tengo idea, muy vaga por otro lado, de que aquello fue una cooperativa. De todos modos, la figuración activa de Kean llevó la paz a aquel final de invierno, desistiendo con ella las abejas de beber el agua de las gallinas, y evitando éstas incluir demasiado el pico en la puerta de la colmena, donde yacían las abejas muertas.
Kean, que desde hacía tiempo veía esa guerra inacabable, meditó juiciosamente que no había allí sino un malentendido. En efecto, la cordialidad surgió al proveer a las abejas de un bebedero particular, y teniendo Kean la paciencia todas las mañanas, de limpiar el fondo de la colmena, y arrastrar afuera las larvas de zánganos que una prematura producción de machos había forzado a sacrificar.
En consecuencia, las gallinas no tuvieron motivo para picotear a las abejas que bebían su agua, y éstas no sintieron más picos de gallinas en la puerta de la colmena.
La sociedad, de hecho, estaba formada, y sus virtudes fueron las siguientes:
Las abejas tenían agua a su alcance, agua clara, particular de ellas; no había, pues, por qué robarla. Kean tenía derecho al exceso de miel, sin poner las manos, claro está, en los panales de otoño. Las gallinas eran dueñas de la mitad del maíz que Kean producía, así como de toda larva que cayera ostensiblemente de la piquera. Y aún más, por una especie de tolerancia de tarifa, era lícito a las gallinas comer a las abejas enfermas y a los zánganos retardados que se enfriaban al pie de la colmena.
Fue éste el pacto más bien sentido de cuantos es posible hacer entre comedores de sus mutuos productos, y en el espacio que media de septiembre a enero, sólo bienestar hubo en la colonia. Las gallinas, particularmente, que en las secas heladas de julio habían visto suspender su maternal tributo a Kean, esponjábanse ahora de esperanza echadas al sol caliente, y revolviendo la arena con las patas en vertiginoso turbión de hélice.
Las abejas, a su vez, tras el pánico de las tardías heladas que habían quemado las yemas de los árboles, lanzábanse fuera de la colmena en zumbante alborozo, enloquecidas por el perfume de una súbita florescencia. Veinte días de sol y viento norte habían fijado la savia en nuevas yemas, y mientras el campo se amorataba de flores, en el monte negro los lapachos se individualizaban en inmenso pompón de campanillas rosadas.
Pesadas de miel, las abejas caían sobre la piquera en tal profusión que Kean debió agrandar la entrada, y aun cepillar a las abejas que se adherían en racimo a las paredes de la colmena; mal hábito que, bien lo sabía Kean, indica o demasiado calor interior o exceso de abejas. Exceso, sí, y Kean se preguntaba cómo y por qué no habían enjambrado ya.
A fines de octubre Kean retiró la primera alza, con ocho espléndidos marcos. Si Kean y su familia no gustaban mucho de la miel, tenían en cambio amigos que la adoraban. Este excesivo amor a sus panales diole una luz brillante, aunque económica, que consistió en sustituir los ocho grandes marcos por veinticuatro secciones, permitiéndole así esta subdivisión halagar dulcemente al círculo de sus amigos.
De esta manera, la obtención de miel, que para Kean era una empresa casi secundaria, tornose de repente grave problema, y esto concilió para su fatalidad con los primeros síntomas de enjambrazón de que dieron señal las abejas.
Kean tenía dos chicos, hasta ese momento de salud perfecta. El mayor cayó de pronto con gastroenteritis y sus inacabables consecuencias. Pasado el periodo agudo, hallose que la criatura digería maravillosamente la miel. Visto lo cual, Kean refrenó sus prodigalidades de panales y se dispuso a hacer provisiones para el invierno.
Ahora bien, la primera condición para una espléndida cosecha de miel es tener abejas italianas, y las de Kean eran negras, modestas negras originarias —por aclimatación durante siglos— de la selva de Misiones, donde Kean las había cazado.
Como no podía pensar en una súbita renovación de sus colmenas —Kean no era rico—, pidió a Buenos Aires una reina italiana… y aun con riesgo de dejar huérfana a su colmena más opulenta, mató a la reina indígena, introduciendo en su lugar a la rubia princesa de Italia encerrada en su cajita, cuyo cartón azucarado las abejas comenzaron enseguida a roer.
Nada más difícil que hacer aceptar a una colmena una reina extranjera, por poco que desconfíen de la estirpe. De aquí la maniobra que antecede, a objeto de que las huérfanas puedan acostumbrarse al
zep-zep
de la real intrusa.
Las abejas de Kean aceptaron con inmenso júbilo a la reina extraña, y poco después aquél tuvo el placer de ver brillar al sol el alborozado vuelo de sus princesas italianas.
¿Italianas? Aquellas bandas del abdomen no eran doradas… Y Kean cayó entonces en la cuenta de que, habiéndose olvidado de pedir una reina «fecundada», un vulgar zángano negro era el padre de sus nuevas abejas, de donde éstas resultaban sencillamente híbridas.
No era sólo el olvido suyo lo lamentable. Las híbridas son maravillosamente fecundas y buenas recolectoras de miel; pero a la vez son dadas al pillaje y terriblemente irascibles. Aun así, Kean las miró con ternura, pensando en la abundante cosecha de miel que obtendría.
II
Fue a fines de diciembre cuando el primer enjambre zumbó en la quinta suficientemente para que Kean, que volvía del bananal, oyera el ruido desde lejos.
Cuando se ve salir un enjambre de gran volumen, la impresión más fuerte es la de que no se sabe cómo puede haber tantas abejas dentro de la colmena; y luego, de que no van a concluir de salir nunca. El enjambre era prodigioso, y apenas bastaban los quince centímetros de entrada para el violento escape. Kean corrió a llenar la bomba irrigadora, y presto la fina lluvia abatió a las abejas en una rama de mandarino.
Dado el volumen del enjambre, Kean esperaba que su colmena no se subdividiera más. Pero doce días después el zumbido de llamada tornaba a inundar la quinta, y el nuevo enjambre subió girando sobre sí mismo, y se alejó hacia el monte. Kean, que corría tras él, pudo seguirlo un rato por entre el monte, pero al fin se detuvo rendido, mientras allá arriba, sobre la cima de los árboles, el enjambre se alejaba en girante traslación.
Cuando las abejas proceden así, sin aterrizar antes en racimo, es para marchar con destino marcado a ocupar tal hueco de árbol que las abejas han explorado ya. Este proceder, sin embargo, no agradaba a Kean, quien recordó a sus asociadas las mutuas obligaciones contraídas de una y otra parte. Pero las abejas le hicieron comprender que si la miel que producían era su debido tributo al hombre Kean, en el pacto no se había hecho jamás mención del derecho a enjambrar.
La objeción era leal, y Kean no se quejó; pero esperó otro motivo de disgusto para enterar a su vez a las abejas de los derechos que él mismo creía tener a la salud de su hijo, comprometida si la producción de miel cesaba. Y cesaría, puesto que los enjambres huían.
El momento llegó en una cálida mañana de febrero. La anormal agitación de las abejas, su vivo zumbido y el vaivén de inquietud característicos, indicaron a Kean que las abejas se aprestaban a enjambrar. Visto lo cual, Kean fabricó lo que se llama
guarda entrada
, cuyo objeto es impedir que la reina salga de la colmena, y que consiste en una chapa metálica perforada con calibre tal que los agujeros, deteniendo a la reina, dan paso suficiente a las abejas. La tarea, al parecer sencilla, llevó toda esa tarde a Kean; pero al anochecer la lámina quedaba ajustada a la entrada de la colmena.