Read El salvaje y otros cuentos Online
Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico
Pero entretanto la luna desmesurada y roja ha salido. Surge en el fondo de la carretera abierta en pleno bosque; el negro follaje, a ambas veras, se cristaliza en un frío reguero de plata, hasta el confín. En la eglógica placidez de esa medianoche, fría y tranquila, el cielo, ahora iluminado, diluye grandes efluvios de esperanza que el mundo, allá lejos, absorbe con dulzura en la velada de esa noche de Reyes. Más tarde, porque aún no es hora, saldrá la estrella de los pastores. Pero no importa: los elefantes, que iban a internarse de nuevo, se han detenido. Oscilan un momento sobre las patas, titubeando; alzan la trompa al cielo fresco, respiran profundamente esa inmensa paz, y marchan al paso al Oriente, hacia la luna enorme que les sirve de guía.
Como es bien sabido, en el cielo se rememora la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo mucho más que en la tierra. La luz angélica es reemplazada cada aniversario por los propios destellos del Espíritu Santo. Pero como la fluorescencia divina es silenciosa, entreábrense en esta ocasión las cortinas inferiores, y llega así hasta el cielo la armonía de los mundos que antes creó el Señor: es la única música.
Bien se comprende que Dios —Causa, Efecto, Presencia y Alegría de todo y de sí mismo— se halla muy por encima de todo festejo. En cambio, a Jesucristo, que tuvo demasiado tiempo forma y quebrantos de hombre, no le es dada la absoluta serenidad del Padre, siendo de ahí susceptible de variación de ánimo. El viernes santo está consagrado a su gloria particular, a fin de que ésta irradie sobre el mundo girante allá abajo.
Es vieja costumbre que las almas de todos aquellos que tuvieron trato con Jesús organicen ese día un glorioso desfile delante de él, hosanna a la Bondad-Tolerancia-Caridad, triángulo divino de su peregrinaje por la Tierra.
Ahora bien, a fines del siglo XVIII, dicha fiesta viose profundamente turbada; véase de qué manera.
A la una de la tarde de ese aniversario de la Pasión, la procesión comenzó a desfilar delante del Trono. Jesús, emocionado ante esas caras conocidas, porque aún no se han desvanecido del todo en él los sufrimientos de su viaje a la Tierra en tiempos del Imperio romano, se mantenía en pie al lado del Señor. Pasaron primero las dos mil criaturas degolladas de Bethlehem, sonriendo al celestial vecino de dos años. Luego, los innumerables mártires de nombre ignorado. Después, las piadosas hierosolimitanas que fueron a recibirle con palmas a las puertas de la ciudad. En pos de ellas pasó la mujer adúltera, perdonada por Jesús a pesar de sus muchas faltas.
El desfile, entonces, se individualizó —por decirlo así—, pues cada persona encarnaba una estación trágica en la Redención. Así pasó Pedro, apóstol juicioso que, sin embargo, le negó tres veces. Pocas emociones fueron más tiernas que la de los celestes espectadores cuando el influyente anciano llegó, disimulado en las filas, a pedir una vez más perdón a Jesús. Entonces, transportados, los ángeles y los justos levantaron la voz, enviando esa gloria a todos los ámbitos del cielo:
—
Pedro lo negó y fue perdonado
.
Desde ese momento, el entusiasmo cantó cada nuevo triunfo. Pasó Caifás, que se había ensañado de qué modo en Jesús. Y el coro cantó:
—
Caifás lo persiguió y fue perdonado
.
Luego pasó Pilatos, las manos húmedas aún, y Cristo, al verlo, no pudo reprimir un humano sobresalto. Pero a pesar de todo sonrió al Procurador con divina clemencia, porque si bien fue hombre treinta y tres años, eternamente había sido Dios. Y el hosanna llenó el cielo con su gloria:
—
Pilatos lo condenó y fue perdonado
.
Pasaron Herodes, Cleofás, Longinos, Antipas, todos los que habían hundido su puñal en el Divino Cordero. Y el último fue Judas. El antiguo tesorero se tapó el rostro, gimiendo aún de vergüenza. Y el coro, esta vez, llegó a las más lejanas circunvoluciones del cielo:
—
Judas lo vendió y fue perdonado
.
¿Qué más era posible? Todos lloraban de inefable dicha.
—¡Ah, el perdón, el divino perdón! —murmuró Jesucristo, levantando la cabeza en una efusión de indulgencia plenaria que es su encarnación misma.
Pero he aquí que cuando ya se creía concluido el desfile, un hombre forastero llegó hasta el trono celestial y se detuvo inmóvil, la expresión desabrida y cansada.
—¿Qué quieres? —le preguntó Jesús con dulzura.
—Señor —dijo el hombre—, no he podido soportar más sin hablarte. He visto y oído, y me parece que esa gloria tuya que cantan no es completa.
El coro se miró, mudo de asombro. ¡La gloria de Jesús no era completa! ¡La bondad del Señor no era absoluta! ¡Cómo era posible decir eso!
—No sé de qué hablas —dijo suavemente Jesús.
—¡Señor! —continuó el viajero en el profundo silencio que se hizo—. Sé que tu tolerancia y caridad son inmensas. Sé que Pilatos te sentenció y fue perdonado; que Judas te vendió y fue perdonado; todos lo fueron. Sólo te negaron, te persiguieron, te vendieron y te crucificaron; y a mí, porque te negué un vaso de agua, ¡me condenaste para siempre!
Un cuchicheo de sorpresa y horror corrió por los espectadores:
—¡El judío errante!
Era él, en efecto. Su queja parecía un rudo desahogo, debido seguramente a que, amargado por su injustificado sufrimiento, no recordaba que estaba delante del Tribunal Supremo.
—Yo no te pedía más que un poco de agua, Ashavero —le dijo Jesucristo tristemente.
—Lo sé —respondió el judío errante con amargura—. Pero yo estaba en el mismo caso que la muchedumbre de ese día, e igualmente excitado contra ti. Mientras yo me negaba a darte de beber, otros te negaban cambiar de hombro la cruz, otros arrojaban clavos delante de ti para que no pudieras caminar de dolor, y poder así abofetearte. Y a todos has perdonado, menos a mí…
¡Ay! Los juicios divinos son irrevocables.
—Anda, Ashavero —le dijo Jesús dulcemente.
El judío errante no respondió y tornó a caminar. En las lejanías crepusculares del Paraíso, rodaba aún, apagándose, el hosanna simbólico de ese día:
Judas lo vendió y fue perdonado
.
—
Ashavero le negó de beber y no fue perdonado
—remedó él. Luego, habiendo llegado a las puertas del cielo, sacudió el polvo de sus sandalias sobre ese suelo ingrato y volvió a la tierra.
Con este incidente los festejos murieron. Ya no era posible el himno de Absoluta Bondad: había uno que no había sido perdonado. El destello divino se apagó, las almas se diseminaron en silencio y los ángeles, de nuevo oscuros, vagaron distraídos hasta la caída de la noche.
Como bien se comprende, en el cielo no se ha vuelto a festejar la Pasión nunca más.
En Ginebra, durante la fiebre de la Reforma, un hombre fue quemado vivo por una coma. Llamábase ese hombre Conrado Wéber, y era alemán de nacionalidad, y grabador de oficio. Persona de alma pura, ojos azules y barba tierna, llevaba por inclinación la triste vida de su ciudad.
Este hombre juicioso había visto, en la sórdida Ginebra de Calvino, perseguidos a los ciudadanos de corazón alegre; había visto a un vecino discreto pagar tres sueldos de multa por acompañar a un amigo a la taberna, y había oído toda una tarde las quejas de su cuñado, cuya fe el Consistorio gravó en cinco sueldos, por llegar tarde a un sermón.
También sobre él había caído la justicia puritana, por haber exclamado —sin motivo alguno que justificare tan elevadísimo testimonio—: «Gracias a Dios». Wéber había pagado, pues justo era.
Más tarde asistió, tal vez sin entusiasmo, pero siempre con fe, a la decapitación de Gruet, que había anotado en su cartera privada que Jesucristo era un belitre, y que hay menos sentido en los evangelios que en las fábulas de Esopo. Vio morir a Miguel Servet, procesado por haber escrito que la S. T. es un cancerbero y por haber desmentido a Moisés, asegurando que la Palestina no es región fértil.
Wéber contempló entre la muchedumbre la ejecución de Servet, quemado a fuego vivo, cuando la Inquisición de Viena, más sutil, lo había ya sentenciado a fuego lento.
Cuatro meses después, la pulcritud calvinista marcó a la propia hermana de Wéber, joven y bella esposa de un barbero, que desesperó quince días en la cárcel en castigo de su peinado gracioso, conceptuado provocador.
Wéber, al saberlo, dejó su delantal y sus ácidos y acudió a dos censores que conocían a su hermana como honesta. Tres horas después citábasele a él mismo, y lleno de asombro oyó su condena a quince días de cárcel, por complicidad. Concluidos los cuales salieron juntos hermana y hermano.
Esto pasaba a principios de 1554, año terrible de Ginebra. Wéber vio multas de risible sutileza y procesos de fúnebre puerilidad. Su fe en la redención ginebrina no era ya la de antes, y en vez de reprobar ciertas cosas en voz alta, solía quedarse callado, lo que perjudica a la salud de un creyente. En agosto de ese año, como la duda comenzara a preocuparle más de lo preciso, púsose a trabajar con ahínco. Meditó y grabó una hermosa plancha: Jesucristo sentado entre sus discípulos, la mano derecha en alto y la izquierda sobre la rodilla. Debajo grabó el Padrenuestro. La hoja recorrió la ciudad, siendo grandemente admirada. Wéber fue llamado ante el Consistorio, y entre las arrugadas manos de los ediles vio su lámina. Extendiéronsela para su examen, pero el grabador no halló en ella nada que se apartara en lo más mínimo de las Santas Escrituras. Oído lo cual, Wéber, declarado errante de verdad, fue apresado, y comenzó el estudio de su causa. No fue larga, ni lo fue tampoco el desenlace. La sentencia exponía y disponía:
Lo que fue ejecutado fielmente en Ginebra, para mayor gloria de Dios.
«Señor:
»Me permito enviarle estas líneas, por si usted tiene la amabilidad de publicarlas con su nombre. Le hago este pedido porque me informan de que no las admitirían en un periódico, firmadas por mí. Si le parece, puede dar a mis impresiones un estilo masculino, con lo que tal vez ganarían.
»Mis obligaciones me imponen tomar dos veces por día el tranvía, y hace cinco años que hago el mismo recorrido. A veces, de vuelta, regreso con algunas compañeras, pero de ida voy siempre sola. Tengo veinte años, soy alta, no flaca y nada trigueña. Tengo la boca un poco grande, y poco pálida. No creo tener los ojos pequeños. Este conjunto, en apreciaciones negativas, como usted ve, me basta, sin embargo, para juzgar a muchos hombres, tantos que me atrevería a decir a todos.
»Usted sabe también que es costumbre en ustedes, al disponerse a subir al tranvía, echar una ojeada hacia adentro por las ventanillas. Ven así todas las caras (las de mujeres, por supuesto, porque son las únicas que les interesan). Después suben y se sientan.
»Pues bien; desde que el hombre desciende de la vereda, se acerca al coche y mira adentro, yo sé perfectamente, sin equivocarme jamás, qué clase de hombre es. Sé si es serio, o si quiere aprovechar bien los diez centavos, efectuando de paso una rápida conquista. Conozco enseguida a los que quieren ir cómodos, y nada más, y a los que prefieren la incomodidad al lado de una chica.
»Y cuando el asiento a mi lado está vacío, desde esa mirada por la ventanilla sé ya perfectamente cuáles son los indiferentes que se sentarán en cualquier lado; cuáles los interesados (a medias) que después de sentarse volverán la cabeza a medirnos tranquilamente; y cuáles los audaces, por fin, que dejarán en blanco siete asientos libres para ir a buscar la incomodidad a mi lado, allá en el fondo del coche.
»Éstos son, por supuesto, los más interesantes. Contra la costumbre general de las chicas que viajan solas, en vez de levantarme y ofrecer el sitio interior libre, yo me corro sencillamente hacia la ventanilla, para dejar amplio lugar al importuno.
»¡Amplio lugar!… Ésta es una simple expresión. Jamás los tres cuartos de asiento abandonados por una muchacha a su vecino le son suficientes. Después de moverse y removerse a su gusto, le invade de pronto una inmovilidad extraordinaria, a punto de creérsele paralítico. Esto es una simple apariencia; porque si una persona lo observa desconfiando de esa inmovilidad, nota que el cuerpo del señor, insensiblemente, con una suavidad que hace honor a su mirada distraída, se va deslizando poco a poco por un plano inclinado hacia la ventanilla, donde está precisamente la chica que él no mira ni parece importarle absolutamente nada.
»Así son: podría jurarse que están pensando en la luna. Entretanto, el pie derecho (o el izquierdo) continúa deslizándose imperceptiblemente por el plano inclinado.
»Confieso que en estos casos tampoco me aburro. De una simple ojeada, al correrme hacia la ventanilla, he apreciado la calidad de mi pretendiente. Sé si es un audaz de primera instancia, digamos, o si es de los realmente preocupantes. Sé si es un buen muchacho, o si es un tipo vulgar. Si es un ladrón de puños, o un simple raterillo; si es un seductor (el
séduisant
, no
séducteur
, de los franceses), o un mezquino aprovechador.
»A primera vista parecería que en el acto de deslizar subrepticiamente el pie con cara de hipócrita no cabe sino un ejecutor: el ratero. No es así, sin embargo, y no hay chica que no lo haya observado. Cada tipo requiere una defensa especial; pero casi siempre, sobre todo si el muchacho es muy joven o está mal vestido, se trata de un raterillo.