El Robot Completo (19 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: El Robot Completo
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—Es un bebé que aprende a andar —dijo William. Dmitri venía de vez en cuando para enterarse de los progresos logrados.

—Es extraordinario —solía decir.

Anthony no era de la misma opinión. Pasaron semanas, luego meses. El robot había empezado a hacer progresivamente más y más cosas, a medida que aumentaba la complejidad de la programación de la Computadora Mercurio. (William tenía tendencia a hablar de la Computadora Mercurio como si ésta fuera un cerebro, pero Anthony no se lo toleraba.)

Y todo lo que el robot iba haciendo no resultaba demasiado satisfactorio.

—Los resultados no son demasiado satisfactorios, William —dijo al fin Anthony. No había dormido en toda la noche.

—Es curioso —dijo fríamente William—, yo iba a decirte que creo que ya casi lo hemos logrado.

Anthony conservó la compostura con dificultad. La tensión de tener que trabajar con William y de presenciar las torpes evoluciones del robot era más de lo que podía soportar.

—Voy a pedir la baja, William. Todo este trabajo. Lo siento... No es por ti.

—Pero sí que lo es, Anthony.

—No es
sólo
por ti, William. Hemos fracasado. Jamás lo conseguiremos. Ya has visto con qué torpeza se mueve el robot, a pesar de estar en la Tierra, sólo a mil millas de aquí, y de que la señal sólo tarda una minúscula fracción de segundo en ir y volver. En Mercurio, le llegará con minutos de retraso, minutos que deberá tener en cuenta la Computadora Mercurio. Es una locura creer que funcionará.

—No abandones, Anthony —dijo William—. No puedes pedir la baja ahora. Te sugiero que enviemos el robot a Mercurio. Estoy convencido de que ya está en condiciones de hacer el viaje.

Anthony soltó una carcajada ruidosa e insultante.

—Estás loco, William.

—No lo estoy. Tú pareces creer que todo será más difícil en Mercurio, pero no será así. Es más difícil en la Tierra. Este robot ha sido diseñado para una gravedad que es un tercio de la gravedad normal de la Tierra y está trabajando en Arizona en plena gravedad. Está diseñado para soportar temperaturas de cuatrocientos grados centígrados y se encuentra a treinta grados centígrados. Ha sido pensado para que funcione en el vacío y está trabajando sumergido en una sopa atmosférica.

—El robot puede soportar la diferencia.

—La estructura metálica puede, supongo, pero ¿y la Computadora que tenemos aquí? No trabaja bien con un robot que no está en el medio para el que ha sido diseñado... Mira, Anthony, si quieres una computadora con la complejidad de un cerebro, debes aceptar que tenga ciertas peculiaridades... Te propongo una cosa, hagamos un trato. Si tú presionas conmigo, para conseguir que envíen el robot a Mercurio, ello requerirá un plazo de seis meses, y yo me tomaré un permiso sabático durante ese período. Te librarás de mí.

—¿Y quién se ocupará de la Computadora Mercurio?

—Ahora ya conoces su funcionamiento, y mis dos hombres estarán aquí para ayudarte.

Anthony movió negativamente la cabeza con gesto desafiante.

—No puedo hacerme responsable de la computadora y no quiero cargar con la responsabilidad de sugerir que se envíe el robot a Mercurio. No resultará.

—Estoy
seguro
de que todo saldrá bien.

—No puedes estar seguro. Y el responsable soy yo. Yo cargaré con las culpas. A ti te es indiferente que fracasemos.

Anthony recordaría más tarde ese momento como el más crucial. William podría haberle dejado pasar ese comentario. Anthony habría abandonado. Y todo se habría perdido.

Pero William dijo:

—¿Que me es indiferente? Mira, papá tenía ese capricho por mamá. De acuerdo. Yo también lo siento. Lo siento tanto como el que más, pero ya está hecho, y ello ha tenido un curioso resultado. Cuando hablo de papá, me estoy refiriendo también a tu padre, y muchos pares de personas que pueden decir otro tanto: dos hermanos, dos hermanas, un hermano y una hermana. Y cuando hablo de mamá, me estoy refiriendo a
tu
madre, y también hay montones de parejas que pueden decir lo mismo. Pero no conozco a ningún otro par de personas, ni he oído hablar de otra pareja, que comparta a los dos, al padre y la madre.

—Ya lo sé —dijo Anthony con expresión ceñuda.

—Sí, pero míralo desde mi punto de vista —se apresuró a decir William—. Yo soy homólogo. Trabajo con pautas genéticas. ¿Has pensado alguna vez en nuestras pautas genéticas? Ambos tenemos progenitores comunes, lo cual significa que nuestras pautas genéticas se asemejan más que cualquier otro par de este planeta. Nuestras mismas caras lo demuestran.

—También lo sé.

—De modo que si este proyecto tuviera éxito, y tú te hicieras famoso gracias a él, ello significaría que tu pauta genética habría resultado sumamente útil para la humanidad, y otro tanto podría decirse también en muy gran medida de mi pauta genética... ¿No lo comprendes, Anthony? Tengo los mismos padres que tú, tu misma cara, tu misma pauta genética, y por tanto también compartiré tu gloria o tu fracaso. Serán míos tanto como tuyos, y si yo recibo cualquier crédito o cualquier acusación, serán casi tan tuyos como míos, también. Tu éxito
tiene
que interesarme. Tengo un motivo para que así sea que no puede tener ninguna otra persona en la Tierra -un motivo totalmente egoísta, tan egoísta que no deberías dudar de su existencia. Estoy contigo, Anthony, ¡porque tú casi eres yo!

Se quedaron mirando un largo rato, y por primera vez Anthony fue capaz de hacerlo sin prestar atención a la cara que compartía.

Bueno —dijo William—, vamos a pedirles que envíen ese robot a Mercurio.

Y Anthony cedió. Y cuando Dmitri hubo aceptado la petición -al fin y al cabo, la estaba esperando-, Anthony pasó buena tarde del día sumido en profunda reflexión.

Después fue en busca de William y le dijo:

—¡Escúchame!

Siguió una larga pausa que William no rompió.

Anthony volvió a repetir:

—¡Escúchame!

William esperó pacientemente.

—En realidad —dijo Anthony—, no tienes por qué marcharte. Estoy seguro de que no te gustará dejar la Computadora Mercurio en manos de ninguna otra persona.

—¿Quieres decir que te marcharás tú? —preguntó William.

—No, yo también me quedaré.

—No tendremos que vernos demasiado.

Para Anthony, todo este diálogo había sido como tener que hablar con un par de manos apretadas sobre su garganta. La presión pareció aumentar, pero consiguió pronunciar la declaración más dura de todas.

—No es preciso que nos evitemos. No tenemos por qué hacerlo.

William sonrió, bastante indeciso. Anthony no sonrió en absoluto; se marchó a toda prisa.

9

William levantó la vista de su libro. Hacía al menos un mes que había dejado de sentir una vaga sorpresa cada vez que entraba Anthony.

—¿Ocurre algo? —preguntó.

—¿Cómo saberlo? Van a efectuar el aterrizaje suave. ¿Está en marcha la Computadora Mercurio?

William sabía que Anthony conocía perfectamente la situación de la Computadora, pero dijo:

—Mañana por la mañana, Anthony.

—¿Algún problema?

—Absolutamente ninguno.

—Entonces tendremos que esperar a que haya concluido el aterrizaje.

—Sí.

—Algo saldrá mal —afirmó Anthony.

—Seguro que esto es pan comido para los especialistas en cohetes. No pasará nada.

—Tanto trabajo perdido...

—Aún no está perdido. Y no se perderá.

—Tal vez tengas razón —convino Anthony. Hundió las manos en los bolsillos y se alejó. Se detuvo junto a la puerta, justo antes de apretar el botón—: ¡Gracias!

—¿Por qué, Anthony?

—Por... tranquilizarme.

William sonrió astutamente y comprobó aliviado que no había dejado traslucir sus emociones.

10

Prácticamente todo el personal del Proyecto Mercurio estaba allí para presenciar el momento crucial. Anthony, que no tenía nada que hacer, permaneció muy atrás, con la vista fija en los monitores. Habían activado al robot y comenzaban a llegar mensajes visuales.

Al menos, los mensajes se traducían en su equivalente visual y, de momento, sólo mostraban un débil destello luminoso que, seguramente, debía de ser la superficie de Mercurio.

Unas sombras cruzaron rápidamente por la pantalla, probablemente irregularidades de esa superficie. Anthony no hubiera podido decirlo a simple vista, pero los que estaban situados junto a los controles y analizaban los datos con métodos más sutiles que aquellos al alcance de un ojo desnudo, parecían tranquilos. No se había encendido ninguna de las lucecitas rojas que habrían indicado una emergencia. Anthony prestaba más atención a los observadores clave que a la pantalla.

Debería estar allí abajo con William y los demás, junto a la computadora. Ésta no entraría en funcionamiento hasta después de finalizar el aterrizaje suave. Debería estar allí. Pero no podía estar.

Las sombras comenzaron a cruzar la pantalla a mayor velocidad. El robot estaba descendiendo. ¿Demasiado rápido? ¡Sin duda, demasiado rápido!

Finalmente la imagen se hizo borrosa, luego quedó fijada, hubo un cambio de enfoque, la imagen borrosa se oscureció y seguidamente se hizo más pálida. Se oyó un sonido; transcurrieron varios segundos antes de que Anthony lograra comprender lo que significaba aquel sonido: «¡Aterrizaje suave cumplido! ¡Aterrizaje suave cumplido!»

Luego se levantó un murmullo, que pronto se convirtió en un excitado zumbido de felicitaciones, hasta que hubo un nuevo cambio en la pantalla y el sonido de las palabras y las risas humanas se apagó como si hubieran chocado contra un muro de silencio.

Pues la imagen de la pantalla había cambiado y se había hecho nítida. Bajo la brillante luz del sol, cegadora a través de la pantalla cuidadosamente filtrada, se vislumbraba con claridad un montón de rocas, blanco encendido de un lado, negro tinta del otro. Las piedras se desplazaron hacia la derecha, luego otra vez hacia la izquierda, como si un par de ojos mirasen a uno y otro lado. En la pantalla apareció una mano metálica, como si los ojos estuvieran examinando una parte de su mismo cuerpo.

Por fin se oyó la voz de Anthony anunciando:

—Computadora en acción.

Escuchó las palabras como si las hubiera gritado otro, salió precipitadamente de la habitación y echó a correr escaleras abajo a lo largo de un pasillo, mientras oía crecer el rumor de las voces a sus espaldas.

—William —exclamó después de irrumpir en la sala de la Computadora—, es perfecto, es...

Pero William había levantado la mano.

—Silencio, por favor. No quiero que capte ninguna sensación violenta excepto las que le transmite el robot.

—¿Quieres decir que puede oírnos? —susurró Anthony.

—Tal vez no, pero no estoy seguro.

En la sala de la Computadora Mercurio había otra pantalla, más pequeña. La escena que allí se veía era distinta y cambiante; el robot se estaba moviendo.

—El robot está tanteando el terreno —explicó William—. Estos pasos tienen que ser forzosamente inseguros. Hay un retraso de siete minutos entre el estímulo y la respuesta y debemos tener en cuenta ese margen.

—Pero ya camina con pie más seguro que en ninguna de las tentativas en Arizona. ¿No crees, William? ¿No crees?

Anthony había agarrado el hombro de William y lo estaba sacudiendo, sin apartar ni un momento la vista de la pantalla.

—Estoy seguro de que así es, Anthony —respondió William.

El sol ardía sobre un cálido y contrastado mundo, en blanco y negro, el sol blanco contra el cielo negro y el blanco terreno ondulado moteado de sombras negras. El brillante olor dulce del sol sobre cada centímetro cuadrado de metal expuesto a él en contraste con la penetrante ausencia de olor en la otra cara.

Levantó la mano y la miró; contó los dedos. Caliente-caliente-caliente, girando cada dedo, colocándolos, uno a uno, bajo la sombra de los demás y el color que iba muriendo lentamente en un cambio de tacto que le hizo sentir el limpio y cómodo vacío.

Pero no totalmente vacío. Estiró los dos brazos y los levantó sobre su cabeza, alargándolos, y los puntos sensibles de cada muñeca palparon los vapores, el tenue, débil contacto del estaño y el plomo deslizándose a través de la barrera de mercurio.

El sabor más denso le subía desde los pies; todo tipo de silicatos, marcados por el claro contacto de lo unido y lo separado y el tañido de cada ion metálico. Movió lentamente un pie a través del crujiente polvo apelmazado, y percibió las variaciones como una suave sinfonía, de composición no completamente casual.

Y sobre todo ello el sol. Levantó la mirada hacia él, grande, lleno, brillante y caliente, y oyó su satisfacción. Contempló la lenta aparición de prominencias en torno a su reborde y escuchó el sonido crujiente de cada una de ellas; y los demás alegres ruidos que cubrían la ancha cara. Si atenuaba la luz de fondo, el rojo de las hebras de hidrógeno al levantarse destacaba en estallidos de jugoso contralto, y el profundo bajo de las manchas entre el apagado silbido de fáculas deshilachadas, móviles y el fino lamento ocasional de un destello, el ping-pong de los rayos gamma y las partículas cósmicas al tictaquear, y sobre todo ello, en todas direcciones, el suave, vacilante y siempre renovado suspiro de la sustancia del sol alzándose y retrayéndose eternamente en un viento cósmico que llegaba hasta él y le bañaba de gloria.

Saltó, y se alzó lentamente en el aire con una libertad que nunca había sentido, y cuando tocó tierra volvió a saltar, y corrió, y saltó, y volvió a correr, con un cuerpo que respondía perfectamente a ese mundo glorioso, ese paraíso en que ahora se encontraba.

Como un extraño, por tanto tiempo y tan perdido... por fin en el paraíso.

—No pasa nada —dijo William.

—Pero ¿qué hace? —exclamó Anthony.

—No pasa nada. La programación funciona. Ha pasado revista a sus sentidos. Ha realizado las diversas observaciones visuales. Ha atenuado la luz del sol y lo ha examinado. Ha analizado la atmósfera y la naturaleza química del suelo. Todo marcha bien.

—Pero ¿por qué corre?

—Yo diría que eso ha sido idea suya, Anthony. Si quieres programar una computadora con la complejidad de un cerebro, tienes que contar con la posibilidad de que se le ocurran ideas propias.

—¿Correr? ¿Saltar? —Anthony miró a William con expresión preocupada—. Se hará daño. Tú puedes manipular la computadora. Imponte. Haz que se detenga.

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