El Robot Completo (17 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: El Robot Completo
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Tres equivalentes de los Orbitadores fueron colocados a una distancia de poco más de un millón de millas de la Tierra, con una órbita que alcanzaba al norte y al sur del plano de la eclíptica, de modo que podían recibir los impulsos de Mercurio y retransmitirlos a la Tierra -o viceversa- incluso cuando Mercurio estaba detrás del Sol y no era accesible a la recepción directa desde ninguna estación de la superficie terrestre.

Con lo cual sólo faltaba el robot en sí; un maravilloso ejemplar logrado con la combinación de las artes de los roboticistas y los telémetras. El más complejo de diez modelos sucesivos, con un volumen ligeramente superior al doble de un hombre y cinco veces su masa, era capaz de sentir y hacer bastante más que un hombre, a condición de que pudiera ser dirigido.

Pero pronto descubrieron cuan compleja tendría que ser la computadora capaz de dirigir al robot, pues era preciso modificar cada elemento de respuesta a fin de dar cabida a las variaciones en las posibles percepciones. Y a medida que cada elemento de respuesta confirmaba la certeza de una mayor complejidad de la posible variación en las percepciones, se hacía necesario reforzar y fortalecer los primeros elementos. Era una cadena interminable, como un juego de ajedrez, y los telemetristas comenzaron a utilizar una computadora para programar la computadora que diseñaba el programa de la computadora que programaba a la computadora que controlaría el robot.

Todo ello suponía una enorme confusión.

El robot estaba en una base en los espacios desiertos de Arizona y, por su parte, funcionaba bien. Pero la computadora de Dallas no lograba manejarlo de manera satisfactoria; ni siquiera bajo las condiciones perfectamente conocidas de la Tierra. ¿Cómo podría hacerlo entonces...?

Anthony recordaba la fecha en que había hecho la sugerencia. Había sido el siete de abril de 553. La recordaba, entre otras cosas, porque recordaba haber pensado ese día que el siete de abril había sido una festividad importante en la región de Dallas en tiempos de los precatastrofales, hacía de eso medio milenio, bueno, 553 años atrás, para ser exactos.

Fue durante la cena, una buena cena, por cierto. La ecología de la región estaba cuidadosamente controlada y el personal del Proyecto tenía preferencia especial a la hora de recolectar los alimentos disponibles, de modo que los menús eran desusadamente variados, y Anthony había decidido probar el pato asado.

El pato asado estaba muy bueno y le hizo algo más locuaz de lo habitual. De hecho, todos estaban de un humor bastante parlanchín y Ricardo dijo:

—Jamás lo conseguiremos. Hablemos francamente. Jamás lo conseguiremos.

Imposible decir cuántos habrían pensado lo mismo tantísimas veces antes, pero era norma aceptada que nadie lo declaraba abiertamente. Un franco pesimismo podría ser el último golpe que faltaba para que cesaran las subvenciones (cada año había sido más difícil obtenerlas y la cosa ya duraba cinco años) y si había alguna posibilidad, la habrían perdido.

Anthony, de costumbre poco dado a un optimismo extraordinario, pero transformado por el pato, dijo:

—¿Por qué no hemos de conseguirlo? Dame tus razones y te las refutaré.

Era un desafío directo, y los ojos negros de Ricardo se empequeñecieron al instante.

—¿Quieres que te diga por qué?

—Naturalmente.

Ricardo movió su silla y se quedó mirando a Anthony frente a frente.

—Vamos, no es ningún misterio —dijo—. Dmitri Large nunca lo dirá públicamente en un informe, pero tú y yo sabemos que para llevar adelante el Proyecto Mercurio como corresponde, necesitaríamos una computadora con la complejidad de un cerebro humano, esté situada en Mercurio o aquí, y somos incapaces de construirla. Luego, ¿qué podemos hacer excepto darle largas al Congreso Mundial y recibir dinero para financiar trabajos ficticios y algún que otro asuntillo sin importancia?

Anthony esbozó una sonrisa condescendiente y dijo:

—Eso es fácil de refutar. Tú mismo nos has dado la respuesta.

(¿Estaba de broma? ¿Había sido la cálida sensación del pato en el estómago? ¿Un deseo de embromar a Ricardo?... ¿O sería la influencia de algún recuerdo inconsciente de su hermano? Más tarde no habría podido asegurarlo de ningún modo.)

—¿Qué respuesta? —Ricardo se había levantado. Era bastante alto y desusadamente delgado y siempre llevaba descosido el dobladillo de su bata blanca. Cruzó los brazos e hizo aparentemente todos los esfuerzos para alzarse como un metro desplegado por encima de Anthony, que continuaba sentado—. ¿Qué respuesta?

—Has dicho que necesitaríamos una computadora con la complejidad de un cerebro humano. Muy bien, de acuerdo, la construiremos.

—El caso, idiota, es que no podemos...

—Nosotros no podemos. Pero existen otros.

—¿Qué otros?

—La gente que trabaja con cerebros, naturalmente. Nosotros sólo entendemos de mecánica del estado sólido. No tenemos idea del tipo de complejidades que alberga el cerebro humano, ni de dónde radican estas complejidades, ni de su alcance. ¿Por qué no contratamos a un homólogo y que él se encargue de diseñar una computadora?

Y, dicho esto, Anthony se sirvió una gran porción de relleno y lo paladeó complacido. Después de tanto tiempo, todavía recordaba el sabor de ese relleno, aunque no podía recordar detalladamente lo que había sucedido a continuación.

Le pareció que nadie se lo había tomado en serio. Se oyeron risas y la reacción general fue pensar que Anthony había logrado salir de un atolladero con un astuto sofisma, de modo que las risas iban dirigidas contra Ricardo. (Naturalmente, después todos aseguraron que se habían tomado la sugerencia muy en serio.)

Ricardo reaccionó indignado, apuntó a Anthony con el dedo y dijo:

—Escribe eso. Te desafío a que hagas esa sugerencia por escrito.

(Al menos así lo recordaba Anthony. Posteriormente, Ricardo declaró que su comentario había sido: «¡Buena idea! ¿Por qué no la presentas formalmente, Anthony?»)

Las cosas como fueran, Anthony la presentó por escrito.

A Dmitri Large le gustó la idea. En una charla privada, palmeó a Anthony en la espalda y declaró que él también había estado especulando en esa dirección, pero no se ofreció a figurar oficialmente como promotor de la propuesta. «Por si la cosa fracasaba», pensó Anthony.

Dmitri Large se encargó de buscar al homólogo adecuado. A Anthony no se le ocurrió interesarse por ese asunto. No sabía nada de homología y no conocía a ningún homólogo -a excepción, naturalmente, de su hermano, y no había pensado en él. Al menos no conscientemente.

De modo que allí estaba Anthony, en la zona de recepción, relegado a un papel de comparsa, cuando se abrió la puerta del vehículo aéreo y comenzaron a bajar varios hombres y en el curso de los apretones de manos que todos comenzaron a intercambiar, de pronto se encontró mirando su propia cara.

Se le encendieron las mejillas y deseó con todas sus fuerzas poder encontrarse a mil kilómetros de allí.

4

Más que nunca, William deseó haberse acordado antes de su hermano. Debía de haberse acordado... Sin duda debía de haberse acordado.

Pero la solicitud le había halagado y pronto había comenzado a entusiasmarse. Tal vez intentó deliberadamente no recordarlo.

Para empezar, tuvo la satisfacción de que Dmitri Large viniera a visitarle en su propia persona. Éste se trasladó de Dallas a Nueva York en avión y eso excitó la curiosidad de William, cuyo vicio secreto era leer novelas de misterio. En esas novelas hombres y mujeres viajaban con medios de transporte de masas siempre que deseaban guardar el incógnito. A fin de cuentas, los transportes electrónicos eran del dominio público, al menos en las novelas, donde todos los rayos del tipo que fuesen estaban invariablemente intervenidos.

William lo comentó en una especie de morbosa tentativa de hacer una broma, pero Dmitri no pareció haberle oído. Tenía la mirada fija en la cara de William y sus pensamientos parecían estar en otra parte.

—Lo siento —dijo al fin—. Me recuerda a otra persona.

 (Y aun así William no había caído en la cuenta. ¿Cómo era posible?, tendría ocasión de preguntarse luego.)

Dmitri Large era un hombre bajo y rechoncho que parecía perpetuamente alegre incluso cuando declaraba estar preocupado o molesto. Tenía una nariz redonda y bulbosa, los pómulos salientes y todo él era blando. Pronunció su apellido con un cierto énfasis y añadió con una rapidez que le hizo suponer a William que decía lo mismo con frecuencia:

—La talla no es lo único que puede ser grande, amigo mío
[4]
.

William puso numerosas objeciones a lo largo de la conversación que siguió a ello. No sabía nada sobre computadoras. ¡Nada! No tenía la más ligera idea de cómo funcionaban o cómo se programaban.

—No importa, no importa —dijo Dmitri, descartando ese detalle con un expresivo gesto de la mano—. Nosotros entendemos de computadoras;
nosotros
estableceremos los programas. Usted sólo debe decirnos lo que debemos hacerle hacer a una computadora para que funcione como un cerebro y no como una computadora.

—No estoy seguro de saber lo suficiente sobre los mecanismos del cerebro humano para poderle decir eso, Dmitri —dijo William.

—Usted es el mejor homólogo del mundo —dijo Dmitri—. Lo he comprobado detenidamente.

Y eso puso fin a la discusión.

William le escuchaba cada vez más preocupado. Suponía que era inevitable. Bastaba que una persona estuviera lo bastante sumergida en una especialidad durante un período suficientemente prolongado de tiempo para que comenzase a suponer que los especialistas en todos los otros campos eran brujos, juzgando la amplitud de la sabiduría de aquellos por la profundidad de su propia ignorancia... Y mientras iban pasando las horas, William llegó a enterarse de muchas más cosas sobre el Proyecto Mercurio de las que en ese momento creía querer saber.

—¿Por qué usar una computadora, entonces? —dijo al fin—. ¿Por qué no se encarga uno de sus propios hombres, o un relevo de ellos, de recibir el material del robot y remitirle las instrucciones?

—Oh, oh, oh —exclamó Dmitri y casi saltó de la silla en sus ansias de explicárselo—. Verá, usted no comprende. Los hombres son demasiado lentos para poder analizar rápidamente todo el material que irá remitiendo el robot: temperaturas y presiones de los gases y flujos de rayos cósmicos e intensidades de los vientos solares y composiciones químicas y texturas del suelo y muy posiblemente al menos tres docenas más de datos, e intentar decidir luego cuál debe ser el próximo paso. Un ser humano se limitaría a
dirigir
el robot, y de manera poco eficaz; una computadora
sería
el robot.

»Y además, por otra parte —siguió diciendo—, los hombres también son demasiado rápidos. Cualquier tipo de radiaciones tardan entre diez y veintidós minutos para hacer el recorrido de ida y vuelta entre Mercurio y la Tierra, según en qué punto de su órbita se encuentre cada uno de ellos. Nada podemos hacer para remediarlo. Uno recibe una observación, da una orden, pero entre el momento de efectuar la observación y el momento de recibir la respuesta han ocurrido muchas cosas. Los hombres no pueden adaptarse a la lentitud de la velocidad de la luz, una computadora, en cambio, puede tener en cuenta este factor... Venga a ayudarnos, William.

—Ciertamente puede venir a consultarme siempre que considere que pueda serle útil en algo —respondió William en tono sombrío—. Mi canal privado de televisión está a su disposición.

—No busco un simple asesoramiento. Tiene que venir conmigo.

—¿En un medio de transporte de masas? —dijo William, horrorizado.

—Sí, naturalmente. Es imposible llevar a cabo un proyecto como éste con dos personas sentadas en los extremos opuestos de un rayo láser y con un satélite de comunicaciones en medio. A la larga, resultaría demasiado caro, demasiado incómodo, y desde luego, se pierde toda posibilidad de secreto...

Era
como una novela de misterio, decidió William.

—Venga a Dallas —dijo Dmitri— y le enseñaré lo que tenemos allí. Permítame mostrarle nuestras instalaciones. Charle con algunos de nuestros especialistas en computadoras. Permítales beneficiarse de su manera de pensar.

Había llegado el momento de mostrarse firme, pensó William.

—Dmitri —dijo—, ya tengo mi propio trabajo aquí. Un trabajo importante que no deseo abandonar. Para hacer lo que usted me pide tendría que permanecer varios meses alejado de mi propio laboratorio.

—¡Meses! —dijo Dmitri, claramente sorprendido—. Mi querido William, podrían ser muy bien años. Pero no dudo que ése será su trabajo.

—No, no lo será. Sé cuál es mi trabajo, y dirigir un robot en Mercurio no forma parte de él.

—¿Por qué no? Si lo hace bien, aprenderá más sobre el cerebro por el simple hecho de intentar que una computadora funcione como si lo fuera, y luego acabará regresando aquí, mejor equipado para hacer lo que ahora considera su trabajo. ¿Y no tiene colaboradores que puedan continuar trabajando mientras usted esté fuera? ¿Y no puede mantenerse en constante contacto con ellos por rayos láser y por televisión? ¿Y no puede visitar Nueva York de vez en cuando? Por breves períodos.

William se ablandó. La idea de trabajar en el cerebro desde otra perspectiva había dado en el blanco. A partir de ese momento, se encontró buscando excusas para poder ir -al menos de visita- al menos para ver cómo era todo... Siempre podría volver.

Luego llevó a Dmitri a visitar las ruinas del viejo Nueva York, que aquél admiró con ingenuo entusiasmo (pero lo cierto era que no había espectáculo más magnífico, como muestra del inútil gigantismo de los precatastrofales, que el viejo Nueva York). William comenzó a preguntarse si el viaje tal vez no le ofrecería también la oportunidad de admirar algunos monumentos a su vez.

Incluso comenzó a pensar que ya llevaba un tiempo considerando la posibilidad de buscarse una nueva compañera de cama y que sería más cómodo buscarla en otra zona geográfica, donde no tuviera que residir de manera permanente. O sería que incluso entonces, cuando aún lo ignoraba todo, excepto los más rudimentarios datos, acerca de lo que se necesitaba, ya había percibido, como el destello de un distante relámpago, las posibilidades que se le ofrecían.

De modo que finalmente fue a Dallas, y descendió sobre el tejado, y allí, con el rostro radiante, le esperaba nuevamente Dmitri. Entonces el hombrecito concentró la mirada, dio media vuelta y dijo:

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