Authors: John Twelve Hawks
Maya estaba sentada en un banco. Su espada, dentro de la funda, descansaba sobre sus rodillas. Madre Bendita, vestida con un suéter negro de cuello alto y un pantalón del mismo color, caminaba arriba y abajo frente al altar. La conversación entre las dos Arlequines cesó nada más entrar él.
—La hermana Faustina me ha dicho que viniera.
—Así es —dijo Madre Bendita—. Maya tiene algo que decirte.
Maya lo miró, y Gabriel sintió como si le hubieran asestado una puñalada. La agresiva confianza de la joven Arlequín había desaparecido; parecía triste y derrotada. Gabriel comprendió que Madre Bendita sabía lo que había ocurrido entre ellos.
—Es peligroso tener a dos Viajeros en el mismo lugar —dijo Maya. Su tono era inexpresivo, carente de emoción—. Nos hemos puesto en contacto con el capitán Foley a través del teléfono vía satélite. Te marcharás esta mañana con Madre Bendita. Ella te llevará a una casa segura en algún lugar de Irlanda. Yo me quedaré y cuidaré de tu padre.
—Si debo marcharme, quiero que vengas conmigo.
—Esa decisión ya está tomada —intervino Madre Bendita—. No tienes elección. He protegido a tu padre durante seis meses. Esa obligación recae ahora sobre Maya.
—No veo por qué Maya y yo no podemos seguir juntos.
—Nosotras sabemos qué es lo mejor para tu supervivencia.
Maya sujetaba la funda de su espada como si el arma pudiera salvarla de aquella conversación. En su rostro se leía la desesperación y la súplica, pero seguía con la mirada clavada en el suelo.
—Es la decisión más lógica, Gabriel. Y esa es precisamente la tarea de los Arlequines: tomar decisiones lógicas en todo lo que se refiere a la protección de los Viajeros. Madre Bendita tiene mucha más experiencia que yo. Puede conseguir armas y tiene contactos con mercenarios en los que se puede confiar.
—Y no te olvides de Vicki Fraser y Alice —añadió Madre Bendita—. Estarán a salvo en la isla. No es fácil viajar con una niña.
—No nos ha ido tan mal.
——Habéis tenido suerte.
Madre Bendita se acercó a una de las ventanas de detrás del altar, desde donde se divisaba el mar. Gabriel quería discutir con ella, pero había algo en aquella irlandesa de mediana edad que resultaba muy intimidante. Con los años, Gabriel había presenciado más de una pelea en los bares y en la calle, cuando dos borrachos se insultaban y se iban calentando hasta llegar a las manos. Pero hacía muchos años que Madre Bendita había cruzado esa línea. Si la desafiabas, atacaba de inmediato y sin compasión.
—¿Cuándo volveré a verte? —preguntó Gabriel a Maya.
—Tal vez dentro de un año, más o menos, pueda abandonar la isla —contestó Madre Bendita—. Quizá antes, si tu padre regresa a este mundo.
—¿Un año? Eso es una locura.
—La barca llegará dentro de veinte minutos, Gabriel. Será mejor que te prepares.
La conversación había terminado. Perplejo, Gabriel dejó a las dos mujeres y salió de la capilla. Vio entonces que Vicki y Alice estaban en lo alto del risco. Subió por los peldaños de piedra hasta la siguiente terraza, rodeó el huerto y los depósitos para la recogida de agua, y siguió por el sendero hasta el punto más alto de la isla.
Sentada en un peñasco, Vicki contemplaba el océano azul que los rodeaba. En aquella isla, Gabriel tenía la impresión de que no existía nada más, de que estaban solos en el centro del mundo. A unos metros de distancia, Alice correteaba entre las rocas y se detenía de vez en cuando para azotar la maleza con un palo.
Cuando Gabriel se acercó, Vicki sonrió e hizo un gesto hacia la niña.
—Creo que juega a ser una Arlequín.
—No estoy seguro de que eso sea algo bueno —repuso Gabriel al tiempo que se sentaba junto a Vicki. Por encima de ellos, el cielo estaba salpicado de alcatraces y cormoranes. Las aves ascendían con las invisibles corrientes de aire y volvían a descender—. Me marcho de la isla —dijo.
Mientras Gabriel le relataba la conversación que habían tenido en la capilla, se dio cuenta de que la decisión de Madre Bendita cobraba peso y sustancia, como cuando una ciudad distante se perfila entre la niebla. El viento arreció y las aves empezaron a graznar con un sonido que aumentó su sensación de soledad.
—No te preocupes por tu padre, Gabriel. Maya y yo cuidaremos de él.
—¿Y si regresa a este mundo y yo no estoy aquí?
Vicki le cogió la mano y se la apretó.
—Entonces le diremos que tiene un hijo que le es leal y que ha hecho todo lo posible por encontrarlo.
Gabriel regresó al almacén, encendió una vela y bajó al sótano. El cuerpo de su padre seguía tendido en la losa de piedra, cubierto por la sábana de algodón. La sombra de Gabriel bailó en la pared cuando apartó el cobertor. Matthew Corrigan tenía el pelo gris y largo y profundas arrugas en la frente y en la comisura de los labios. Cuando Gabriel era pequeño, todos decían que se parecía a su padre, pero hasta ese momento no había visto la semblanza. Tenía la impresión de estar mirándose a sí mismo tras toda una vida asomándose al corazón de los demás.
Se arrodilló al lado de su padre y apoyó la cabeza en su pecho. Esperó varios minutos y se sobresaltó cuando escuchó un débil latido. Sintió que su padre estaba allí, con él, llamándolo desde las sombras. Se levantó, lo besó en la frente y subió al piso de arriba. Cuando estaba cerrando la trampilla, Maya entró en la cabaña.
—¿Tu padre está bien?
—No hay cambios.
Gabriel fue hacia ella y la abrazó. Durante un breve instante, Maya se entregó a sus emociones y se aferró a él mientras Gabriel le acariciaba el pelo.
—La barca de Foley acaba de llegar —dijo—. Madre Bendita ya se ha ido al embarcadero. Se supone que debes seguirla sin tardanza.
—Sabe lo de anoche, ¿verdad?
—Claro que lo sabe. —El viento empujó la puerta y Maya la cerró de un portazo—. Cometimos un error, y yo no hice honor a mis obligaciones.
—Deja de hablar como una Arlequín.
—Soy una Arlequín, Gabriel. Y no puedo protegerte a menos que me comporte como Madre Bendita, fría y racionalmente.
—No te creo.
—Soy una Arlequín, y tú eres un Viajero. Es hora de que empieces a actuar como tal.
—¿De qué estás hablando?
—Tu padre ha cruzado y es posible que no regrese. Tu hermano se ha unido a la Tabula. Y tú te has convertido en la persona a la que todos esperan. Sé que tienes el poder, Gabriel. Ahora debes utilizarlo.
—Yo no lo pedí.
—Y yo tampoco pedí tener esta vida, pero eso fue lo que me dieron. Anoche los dos intentamos huir de nuestras obligaciones. Madre Bendita tiene razón: el amor te hace débil y estúpido.
Gabriel dio un paso adelante e intentó abrazarla.
—Maya...
—Yo acepto lo que soy. Ha llegado el momento de que asumas tus responsabilidades.
—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Guiar a los
free runners?
—Podrías hablar con ellos. Sería un comienzo. Te admiran, Gabriel. Lo vi en sus ojos cuando estuve en Vine House.
—De acuerdo, hablaré con ellos. Pero te quiero a mi lado.
Maya se volvió para ocultarle el rostro.
—Cuídate —dijo con voz ahogada. Luego salió a toda prisa del refugio y corrió por la rocosa pendiente. El viento azotaba su negro pelo.
Gabriel cogió su mochila y bajó por la escalera de roca hasta el embarcadero. El capitán Foley trabajaba en el motor de su barca de pesca mientras Madre Bendita caminaba arriba y abajo por la plataforma de hormigón.
—Maya me ha dado las llaves del coche que dejasteis en Portmagee —dijo a Gabriel—. Iremos hacia el norte, a una casa segura del condado de Cavan. Allí llamaré a mis contactos y veremos si...
—Usted puede hacer lo que quiera —la interrumpió Gabriel—. Yo me vuelvo a Londres.
Madre Bendita se aseguró de que Foley no los oía.
—Has aceptado mi protección, Gabriel. Eso significa que soy yo quien toma las decisiones.
—Tengo algunos amigos en Londres,
free runners
, y quiero hablar con ellos.
—¿Y qué pasa si no estoy de acuerdo?
—¿Tiene miedo de la Tabula, Madre Bendita? ¿Es ese el problema?
La Arlequín irlandesa frunció el entrecejo y acarició la empuñadura de la espada que llevaba a la espalda. Parecía una reina pagana que hubiera sido insultada por uno de sus siervos.
—Está claro que son ellos los que tienen miedo de mí.
—Me alegro, porque yo vuelvo a Londres. Y si lo que quiere es protegerme, tendrá que seguirme a donde vaya.
Sentado junto a una ventana del segundo piso de Vine House, Gabriel contempló el pequeño parque público que había en el centro de Bonnington Square. Eran casi las nueve de la noche. Con la oscuridad, una fría niebla había subido desde el río e invadido las calles de South London. Las farolas de la plaza brillaban con una luz apagada, como las ascuas de un fuego vencidas por un frío penetrante. No había nadie en el parque, pero cada pocos minutos un nuevo grupo de jóvenes se acercaba a la casa y llamaba a la puerta.
Gabriel llevaba tres días en la ciudad; se había instalado en la tienda de instrumentos de percusión que Winston Abosa tenía en el mercado de Camden. Había pedido ayuda a Jugger y sus amigos, y todos habían respondido de inmediato. Había corrido la voz, y
free runners
de todos los rincones del país estaban llegando a Vine House.
Jugger llamó dos veces a la puerta antes de asomarse. E
lfree runner
parecía animado y un poco nervioso. Gabriel oyó la multitud reunida en la planta de abajo.
—Ha llegado un montón de gente —anunció Jugger—. Tenemos pandas de Liverpool y Glasgow. Incluso tu viejo amigo Cutter ha venido de Manchester con su gente. No sé cómo se han enterado.
—¿Habrá espacio suficiente?
—Ice está haciendo de monitora en un campamento de verano y repartiendo a la gente en los asientos. Roland y Sebastian han tirado cable por los pasillos y hay altavoces en toda la casa.
—Gracias, Jugger.
El free runner
se ajustó el gorro de lana y lanzó una sonrisa de apuro a Gabriel.
—Escucha, colega. Somos amigos, ¿no? Podemos hablar de cualquier cosa, ¿verdad?
—¿Cuál es el problema?
—Tu guardaespaldas irlandesa. La puerta principal estaba abarrotada de gente, de manera que Roland fue por la parte de atrás y saltó la tapia del jardín. Lo hacemos constantemente para poder entrar por la cocina. Bueno, pues de repente esa tía lo tenía encañonado con una pistola automática.
—¿Le ha hecho daño?
—No. Pero Roland se meó en los pantalones. Te lo juro, Gabriel. Quizá podría quedarse fuera mientras tú hablas. No me gustaría que se cargara a nadie esta noche.
—No te preocupes, nos largaremos en cuanto termine de hablar.
—Y entonces ¿qué?
—Voy a pedir un poco de ayuda y veremos qué pasa. Quiero que hagas de intermediario entre la gente de abajo y yo.
—No hay problema. Puedo ocuparme de eso.
—Me alojo en el mercado de Camden, en una zona medio clandestina que llaman «las catacumbas». Allí hay una tienda de instrumentos de percusión. Su propietario es un tal Winston. Él sabrá cómo encontrarme.
—Suena como si tuvieras un plan, tío. —Jugger asintió con solemnidad—. Todo el mundo está esperando para oírte. De todas maneras, dame unos minutos para distribuir un poco a la gente.
Elfree runner
salió de la buhardilla y bajó por la estrecha escalera. Gabriel se quedó sentado, contemplando el jardincillo en el centro de la plaza. Según Sebastian, antes allí había un edificio que fue bombardeado durante la Segunda Guerra Mundial y después un erial de desguace de coches viejos. Poco a poco el barrio empezó a limpiar el terreno y a plantar especies autóctonas y algunos árboles exóticos. En esos momentos palmeras y bananos crecían junto a los típicos rosales ingleses. Sebastian estaba convencido de que Bonnington Square era una zona ecológica con un microclima propio.
Los
free runners
tenían un huerto en la parte de atrás de Vine House, y en las azoteas de los edificios circundantes crecían árboles y arbustos. Aunque había miles de cámaras de vigilancia repartidas por todo Londres, el deseo de tener un jardín demostraba que el ciudadano medio quería un refugio ajeno a la Gran Máquina. Con amigos, comida y una botella de vino, incluso un modesto patio trasero parecía versallesco.
Unos minutos más tarde, Jugger volvió a llamar dos veces y abrió la puerta.
—¿Estás listo? —preguntó.
Había varios
free runners
sentados en la escalera, y otros apretujados en el vestíbulo. Madre Bendita se encontraba en el salón, cerca de una mesa en la que había un micrófono en el centro. Uno de sus mercenarios irlandeses, un tipo con una cicatriz en la nuca y de aspecto temible, permanecía en el exterior de la casa.
Gabriel cogió el micrófono y lo encendió. Un cable lo conectaba a un amplificador que repartía la señal por los diferentes altavoces. Respiró hondo y oyó el sonido que llegaba del vestíbulo. Empezó.
—Cuando iba al colegio, el primer día de clase nos dieron un grueso libro de texto de historia. Recuerdo lo que me costaba meterlo en la mochila antes de volver a casa por las tardes. Las distintas eras históricas estaban identificadas por un código de color, y el profesor nos hacía creer que, llegada cierta fecha, la gente había dejado la Edad Media y había decidido que se hallaban en el Renacimiento.
«Naturalmente, la historia real no es esa. Diferentes cosmovisiones y tecnologías pueden coexistir. Cuando surge una verdadera innovación, la mayor parte de la gente ignora su poder o lo que supone para su vida.
»Una manera de entender la historia es verla como una lucha continua, un conflicto permanente entre individuos con nuevas ideas y aquellos que desean controlar la sociedad. Algunos de vosotros habéis oído hablar de un grupo llamado la Tabula. Desde tiempo inmemorial, la Tabula ha guiado a reyes y gobiernos hacia la filosofía del control. Quiere convertir el mundo en una gran prisión donde el prisionero acepte el hecho de que está siendo observado permanentemente. Al final todos los prisioneros acabarán aceptando su condición como una realidad.
»Hay gente que no se da cuenta de lo que está pasando. Otros prefieren no darse por enterados. Pero aquí todos somos
free runners.
Los edificios que nos rodean no nos asustan. Trepamos por los muros y saltamos al vacío.