Authors: John Twelve Hawks
Madre Bendita reía en silencio, se burlaba de ella.
—Pobre niña. Cuánto lo siento... ¿Es eso lo que quieres oír? ¿Esperas que te compadezca? ¿Yo? ¿Crees que las cosas eran distintas cuando yo era una cría? ¡Maté a mi primer mercenario de la Tabula con una escopeta de cañones recortados cuando solo tenía doce años! ¿Y sabes cómo iba vestida? ¡Con el vestido blanco de la comunión! Mi madre me lo puso para que me resultara más fácil llegar al altar y apretar el gatillo.
Durante unos segundos, Maya vio una sombra de dolor en los ojos de la mujer. Imaginó a una niña con el vestido de la comunión, de pie en medio de una gran catedral, salpicada de sangre. El instante pasó, y la furia de Madre Bendita pareció aumentar.
—Soy una Arlequín, igual que tú —dijo Maya—. Y eso significa que no puedes ir por ahí dándome órdenes.
Madre Bendita desenfundó la espada, la blandió en el aire con las dos manos, hizo una finta espectacular y la apuntó al suelo.
—Harás lo que yo te diga. Tu relación con Gabriel ha terminado. No volverás a verlo.
Maya levantó la mano derecha lentamente para demostrar que no se disponía a atacar. A continuación sacó su espada de la funda y la sostuvo con la punta hacia arriba y la hoja, plana, contra su pecho.
—Llama mañana al capitán Foley, y él nos sacará de esta isla. Yo seguiré protegiendo a Gabriel; y tú, a su padre.
—Este asunto no admite discusión ni componendas. Te someterás a mi autoridad.
—No.
—Te has acostado con un Viajero y estás enamorada de él. Esc tipo de emociones lo pone en peligro. —Madre Bendita alzó la espada—. He vencido a mi propio miedo, por eso puedo despertar el miedo en los demás. Puesto que mi vida no me importa, son mis enemigos los que mueren. Tu padre intentó enseñarte todo esto, pero tú eras demasiado rebelde. Quizá yo consiga que me escuches.
Madre Bendita extendió la pierna izquierda. Fue un movimiento grácil y elegante, como el comienzo de una danza. Entonces, la Arlequín irlandesa se lanzó hacia delante y atacó con rápidos movimientos de manos y muñecas. Golpeó y lanzó os-tocadas sin piedad mientras Maya intentaba defenderse. Las llamas de las velas titilaron, y el ruido de las espadas rasgó el silencio de la capilla.
A pocos metros del altar, Maya se arrojó hacia el otro extremo de la sala como un nadador se zambulliría en una piscina, dio una voltereta, se levantó de un salto y alzó la espada de nuevo.
Madre Bendita reanudó su ataque y empujó a Maya poco a poco contra la pared. La Arlequín irlandesa lanzó una estocada hacia la derecha, desvió el golpe en el último momento, cruzó su espada con la de Maya y se la arrancó. El arma salió volando por los aires y cayó en el otro extremo de la estancia.
—Te someterás a mi autoridad —dijo Madre Bendita—. Te someterás o asumirás las consecuencias.
Maya se resistió a hablar.
Sin previo aviso, Madre Bendita le hizo tres rápidos cortes, en el torso, en el brazo y en la mano izquierda. Para Maya fue como si le hubiera quemado la piel. Miró a los ojos de la Arlequín y comprendió que el siguiente movimiento de su espada acabaría con su vida. Permaneció en silencio hasta que un pensamiento poderoso barrió su orgullo.
—Déjame ver a Gabriel una última vez.
—No.
—Te obedeceré, pero necesito decirle adiós.
La Fundación Evergreen ocupaba un bloque de oficinas en la esquina de la calle Cuarenta y cuatro con Madison Avenue, en Manhattan. La mayoría de los empleados creían que trabajaban para una organización sin ánimo de lucro que concedía becas para la investigación y administraba el talento. Solo un pequeño equipo de personas con despacho en los ocho pisos superiores estaban al cargo de las actividades públicas de Brethren.
Nathan Boone cruzó la puerta giratoria y entró en el vestíbulo de recepción. Echó una mirada a la fuente decorativa y al bosquecillo de píceas artificiales situado cerca de las ventanas. Los arquitectos habían insistido en poner plantas vivas, pero todas las que habían plantado habían muerto, dejando una fea alfombra de agujas marchitas. La solución consistió en instalar unos cuantos árboles artificiales dotados de un complejo sistema que desprendía un leve aroma a pino. Parecían más reales que los que crecían en los bosques.
Boone se acercó al mostrador de seguridad, se situó en un pequeño cuadrado amarillo y dejó que el vigilante le escaneara los ojos. Una vez verificada su identidad, el hombre comprobó la pantalla del ordenador.
—Buenas tardes, señor Boone. Está usted autorizado para subir a la decimoctava planta.
—¿Alguna otra información?
—No, señor. Es todo cuanto pone aquí. El señor Raymond, aquí presente, lo acompañará hasta el ascensor.
Boone siguió a un guardia hasta el ascensor del fondo. Entraron, el hombre pasó una tarjeta de identidad ante un sensor y salió justo antes de que las puertas se cerraran. Mientras la cabina subía, la cámara de vigilancia del interior le escaneó el rostro y contrastó el resultado con los datos biométricos de la base de datos de la Fundación Evergreen.
Aquella mañana, Boone había recibido un correo electrónico que le pedía que se reuniera con los miembros del comité ejecutivo de la Hermandad, lo cual era muy infrecuente. En los dos últimos años, Boone solo se había reunido con el comité cuando Nash estaba al frente de la reunión. Por lo que sabía, el general seguía en Dark Island, en la bahía de San Lorenzo.
Las puertas del ascensor se abrieron y Boone salió a una sala de espera desierta. No había nadie en la mesa de la recepcionista, pero sí un pequeño altavoz en el mostrador.
—Buenos días, señor Boone. —La voz provenía de un ordenador, pero sonaba como la de una persona de carne y hueso, la de una joven emprendedora y eficiente.
—Buenos días —contestó.
—Por favor, espere aquí. Le avisaremos cuando empiece la reunión.
Boone se acomodó en un sofá de ante, cerca de una mesa auxiliar. Nunca había estado en el piso dieciocho y desconocía qué clase de equipo estaba monitorizando sus acciones. Micrófonos de alta sensibilidad podían estar registrando los latidos de su corazón al tiempo que una cámara de infrarrojos controlaba los cambios de la temperatura de su piel. La gente que estaba enfadada o asustada tenía la piel más irrigada y un ritmo cardíaco más elevado. Un ordenador podía evaluar todos esos datos y predecir la posibilidad de una reacción violenta.
Se oyó un leve clic, y en el mostrador de recepción se abrió un cajón.
—Nuestros sensores nos han informado de que lleva usted una pistola —dijo la voz del ordenador—. Por favor, deposítela en el cajón. Le será devuelta tras la reunión.
Boone se acercó al mostrador y contempló el cajón vacío. Aunque hacía casi ocho años que trabajaba para la Hermandad, nunca le habían pedido que entregara su arma. Siempre había sido un empleado leal, en el que se podía confiar. ¿Acaso empezaban a dudar de él?
—Este es nuestro segundo aviso —dijo la voz—. Cualquier negativa a entregar el arma será considerada una violación de las normas de seguridad.
—El responsable de la seguridad soy yo —contestó Boone, que al acto recordó que estaba hablando con una máquina.
Se demoró unos segundos, con la única intención de reafirmar su independencia, y sacó la pistola de la sobaquera. Cuando la depositó en el cajón, tres haces de luz la cubrieron formando un triángulo. El cajón se cerró, y él regresó al sofá. No le importaba que la máquina lo hubiera escaneado, pero le molestaba que lo trataran como a un delincuente. Obviamente, el programa no había sido ajustado para mostrar distintos niveles de respeto.
Contempló la gran pintura que colgaba en la pared de delante. Eran unas manchas de colores pastel con una especie de apéndices que recordaban vagamente las patas de una araña. En un extremo de la sala había tres puertas, cada una de un color diferente. La única salida era el ascensor, y el ordenador también lo controlaba.
—La reunión está a punto de empezar —anunció la voz—. Por favor, diríjase a la puerta azul y siga hasta el final del pasillo.
Boone se puso en pie lentamente, intentando no mostrar su irritación.
—Que tengas un buen día —dijo a la máquina.
Tan pronto como los sensores de la pared detectaron su presencia, la puerta azul se deslizó suavemente y se internó en la pared. Boone avanzó hasta que llegó a una puerta de acero sin tirador ni picaporte. Cuando esta se abrió, entró en una sala de reuniones con grandes ventanales que ofrecían una magnífica vista sobre Manhattan. Dos miembros del comité ejecutivo de la Hermandad estaban sentados a una larga mesa negra: el doctor Anders Jensen y la señorita Brewster, la mujer inglesa encargada de poner en marcha el Programa Sombra en Berlín.
—Buenas tardes, Nathan. —La señorita Brewster se comportaba como si Boone fuera uno de los sirvientes de su piso de South Kensington—. Supongo que ya conoce al doctor Jensen, de Dinamarca.
Boone miró a Jensen e hizo un gesto de asentimiento.
—Nos conocimos el año pasado, en Europa.
Una tercera persona se hallaba de pie, junto a las ventanas, observando la ciudad. Era Michael Corrigan. Hacía solo unos meses que Boone lo había capturado en Los Ángeles y llevado a la costa Este. Entonces era un joven asustado y confundido. Pero se había producido una transformación: el Viajero parecía irradiar confianza y seguridad.
—He sido yo quien ha pedido que se celebrara esta reunión —dijo Michael—. Gracias por venir tan rápidamente.
—Michael se ha convertido en uno de los nuestros —anunció la señorita Brewster—. Comprende y comparte plenamente nuestros nuevos objetivos.
«Pero si es un Viajero», pensó Boone. «Llevamos cientos de años matando a los tipos como él.» Le entraron ganas de agarrar y zarandear a la señorita Brewster como si acabara de prender fuego a su propia casa. «Cómo se le ocurre hacer algo así? ¿Es que no ve el peligro?»
—¿Y cuáles son nuestros nuevos objetivos? —preguntó Boone—. La Hermandad ha hecho todo lo posible por poner en marcha el Panopticón. ¿Acaso ese objetivo ha cambiado en las últimas semanas?
—El objetivo es el mismo —dijo Michael—. Lo que ha cambiado es que ahora es posible. Si el Programa Sombra funciona con éxito en Berlín, podremos extenderlo por Europa y Estados Unidos.
—Eso depende del centro de informática de Berlín —repu-so Boone—. Mi trabajo consiste en proteger a la Hermandad de los ataques de sus enemigos.
—Y no se puede decir que lo haya hecho demasiado bien —intervino el doctor Jensen—. Nuestro centro de investigación de Westchester sufrió una infiltración y quedó casi destruido. La finalización del ordenador cuántico ha tenido que ser aplazada, y anoche Hollis Wilson neutralizó a varios de sus hombres en una discoteca de Manhattan.
—Contamos con la posibilidad de sufrir bajas entre nuestros empleados —dijo la señorita Brewster—. Lo que nos molesta, señor Boone, es que Hollis Wilson lograra escapar.
—Necesito más personal.
—Gabriel y sus amigos no son el problema más urgente —afirmó Michael—. A partir de ahora tiene que concentrarse en hallar a mi padre.
Boone vaciló y midió sus palabras.
—Últimamente estoy recibiendo instrucciones diferentes de distintas fuentes.
—Mi hermano nunca ha sido capaz de organizar nada. Cuando sus mercenarios nos localizaron, él solo era un mensajero que recorría Los Ángeles en moto. Mi padre ha sido toda su vida un Viajero y ha inspirado la fundación de comunidades alternativas. Matthew Corrigan es un peligro, por eso ha de ser nuestro principal objetivo. Esas son sus órdenes, señor Boone.
La señorita Brewster asintió para afirmar su conformidad, y Boone tuvo la sensación de que el gran ventanal se había hecho añicos y que había cristales rotos por todas partes. Un Viajero, uno de sus enemigos, le daba órdenes en nombre de la Hermandad.
—Si eso es lo que quieren...
Michael cruzó la sala lentamente. Miraba a Boone como si hubiera oído sus desleales pensamientos.
—Sí, señor Boone. Soy el responsable de que encontremos a mi padre, y eso es lo que quiero.
Gabriel oyó que la puerta del almacén se abría y que alguien subía por la escalera. Tapado con una gruesa colcha, se dio la vuelta y abrió los ojos. La hermana Faustina, la monja polaca, sostenía una bandeja de madera. Depositó el desayuno en el suelo y se lo quedó mirando con las manos en las caderas.
—¿Duerme?
—Ya no.
—Sus amigos se han levantado. Cuando haya desayunado, vaya por favor a la capilla.
—Gracias, hermana Faustina. Lo haré.
La corpulenta mujer se quedó unos segundos cerca de la escalera. Miraba a Gabriel como si fuera una nueva especie de mamífero marino que las olas hubieran arrojado a la isla.
—Nosotras hablamos con su padre. Es un hombre de fe. —La hermana Faustina seguía mirándolo con fijeza. Se sorbió los mocos ruidosamente y Gabriel tuvo la impresión de que no había superado el examen—. Rezamos por su padre todas las noches. Quizá esté en algún lugar oscuro. Quizá no sepa encontrar el camino a casa...
—Gracias, hermana.
La religiosa asintió y volvió a bajar por la escalera. El refugio carecía de calefacción, de modo que Gabriel se vistió tan deprisa como pudo. La monja le había dejado una tetera, una rebanada de pan integral, mantequilla, mermelada de albaricoque y un buen pedazo de queso Cheddar. Gabriel tenía hambre, y dio cuenta de todo rápidamente; solo hizo una pausa para servirse una segunda taza de té.
¿Realmente había hecho el amor con Maya la noche anterior? En el frío refugio, con la luz del sol entrando a raudales por el ventanuco, los momentos de intimidad vividos en la capilla le parecieron un lejano sueño. Recordó el primer y largo beso, las velas titilando mientras sus cuerpos se unían y se separaban. Por primera vez desde que se habían conocido, había notado que las defensas de Maya se desvanecían y había podido verla con toda claridad. Ella lo amaba y se preocupaba por él, y él le correspondía. Ambos, la Arlequín y el Viajero, eran seres aparte del mundo cotidiano, pero de alguna manera aquellas dos piezas del puzle habían entrado en contacto y se habían unido.
Se puso la cazadora, salió de la cabaña de piedra y siguió el sendero que conducía a los otros edificios. El cielo estaba limpio, pero el día era frío; el viento del noroeste barría las ralas hierbas y los matojos de brezo. Una columna de humo de turba salía por la chimenea de la cocina, pero Gabriel eludió la comodidad de su interior y siguió hacia la capilla.