El Río Oscuro (25 page)

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Authors: John Twelve Hawks

BOOK: El Río Oscuro
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Alice Chen bajó del dormitorio y devoró tres panecillos colmados de mermelada de fresa. Vicki y Maya, sentadas en un rincón, charlaban en voz baja y miraban de vez en cuando a Gabriel. Las monjas bebían té mientras conversaban acerca del correo que acababa de llegar con el capitán Foley. En sus oraciones, pedían por docenas de personas repartidas por todo el mundo, y hablaban de ellas —de la mujer con leucemia, del hombre con la pierna destrozada-como si fueran amigos íntimos. Las malas noticias eran recibidas con solemnidad, mientras que las buenas eran motivo de risas y celebración, como si fuera el cumpleaños de alguien.

Gabriel no dejaba de pensar en el cuerpo de su padre y en la sábana blanca que lo cubría, como las telarañas de un antiguo sepulcro. ¿Por qué permanecía su padre en otro dominio? No había forma de hallar respuesta a eso, pero entonces recordó que Madre Bendita les había hablado de la razón que había llevado a su padre hasta tan remoto lugar.

—Disculpen —dijo Gabriel—. Me gustaría entender por qué mi padre decidió venir aquí. Madre Bendita dijo algo de un manuscrito escrito por san Columba...

—Ese manuscrito está en la capilla —dijo la hermana Ruth—. Antes estaba en Escocia, pero fue devuelto a esta isla hace unos cincuenta años.

—¿Y sobre qué escribió el santo?

—Se trata de un relato de fe, una confesión. En él, san Columba hace una descripción detallada de su viaje al infierno.

—El Primer Dominio.

—Nosotras no creemos en ese esquema. Y desde luego no creemos que Jesucristo fuera un Viajero.

—Jesucristo es el Hijo de Dios —intervino la hermana Joan.

La hermana Ruth asintió.

—Jesucristo fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de la Virgen María. Fue crucificado, murió, fue sepultado y resucitó de entre los muertos. —Miró a las otras monjas—. Estos son los fundamentos de nuestra fe, pero no contradicen la idea de que Dios haya podido conceder a algunos el don de ser Viajeros ni que esos Viajeros se conviertan en visionarios, profetas o incluso santos.

—Así pues, ¿Columba fue un Viajero?

—No conozco la respuesta a esa pregunta. De todas maneras, su espíritu viajó hasta un lugar de condenación y regresó para escribir sobre él. Su padre pasó mucho tiempo traduciendo ese manuscrito. Y cuando no estaba en la capilla...

—Paseaba por la isla —intervino la hermana Faustina con fuerte acento polaco—. Subía a lo alto de la montaña y contemplaba el mar.

—¿Podría ir a la capilla? —preguntó Gabriel—. Me gustaría ver ese manuscrito.

—No tenemos electricidad —señaló la hermana Ruth—. Tendrá que alumbrarse con velas.

—Solo quiero ver qué traducía mi padre.

Las religiosas se miraron unas a otras y parecieron llegar a un acuerdo. La hermana Maura se levantó y fue hasta una cómoda.

—En el altar hay velas suficientes, pero necesitará cerillas. Mantenga la puerta cerrada o el viento apagará las velas.

Gabriel se abrochó la cazadora y salió de la cocina. La única luz provenía de las estrellas y la luna creciente. Por la noche, las cabañas de piedra y la capilla parecían oscuros túmulos de tierra y roca, tumbas de los reyes de la Edad del Bronce. Intentando no tropezar por el irregular camino, pasó junto al dormitorio de las monjas y el refugio que había sido la celda del santo, donde en esos momentos vivía Madre Bendita. Una débil luz azulada brillaba en el piso de arriba, y Gabriel se preguntó si la Arlequín irlandesa tendría un ordenador portátil dotado de conexión vía satélite.

Bajó los peldaños hasta la terraza inferior y empujó la puerta de la capilla. Le costó ver algo hasta que logró encender tres grandes velas que ardieron con una llama amarilla.

El altar era una estructura rectangular del tamaño de una cómoda. Tenía una cruz de madera, y los lados estaban decorados con bajorrelieves donde se veían sirenas, monstruos marinos y un hombre al que le salía hiedra de la boca. Gabriel se arrodilló frente al altar y distinguió el contorno de un cajón central, pero no había ni tirador ni cerradura. Palpó y presionó todas las figuras esculpidas, pero ninguno de esos adornos paganos abrió el cajón. Estaba a punto de abandonar y volver a la cocina para pedir instrucciones cuando se le ocurrió desplazar la cruz hacia delante. Al momento, se oyó el sonido de un pestillo y el cajón central se abrió.

Dentro había un voluminoso objeto envuelto en terciopelo negro, una libreta de tapas duras y dos libros. Gabriel desenvolvió el objeto y halló un manuscrito con tapas de grueso cuero y páginas de papel vitela. En la primera había una ilustración en la que se veía a san Columba a la orilla de un río. A pesar de lo antiguo del códice, los colores seguían siendo vivos. En la página siguiente comenzaba la confesión del santo, escrita en latín.

Gabriel dejó el manuscrito a un lado y examinó los otros dos libros. Uno era un gastado diccionario de latín-inglés; el otro, un viejo libro de texto para estudiantes de primer año de latín. A continuación abrió la libreta y descubrió la traducción de su padre. La meticulosa caligrafía le recordó las listas de la compra que su padre solía colgar en el tablón de corcho de la cocina de la granja. El y Michael la leían todos los días para saber si sus padres habían decidido comprar caramelos o algo especial para la cena.

Sosteniendo la libreta junto a la vela, Gabriel empezó a leer las experiencias del santo en el Primer Dominio.

«Cuatro días después de nuestra celebración de la ascensión de la Virgen a los Cielos, mi alma abandonó mi cuerpo y descendió a ese lugar de condenación.»Gabriel pasó la hoja y siguió leyendo con avidez.

«Son demonios con apariencia de hombres y viven en una isla, en medio de un río oscuro. La luz proviene de un fuego...»Su padre había tachado aquella última palabra y anotado otras alternativas.

«La luz proviene de unas llamas, y el sol está oculto.»En la última página de la libreta, Matthew había subrayado varios pasajes.

«No hay fe. No hay camino revelado. Pero, por la gracia de Dios, hallé la puerta negra, y mi alma regresó a la capilla.»Gabriel cogió el manuscrito y pasó las páginas de papel vitela para ver las ilustraciones. Columba aparecía vestido con una túnica; una aureola dorada indicaba que se trataba de un santo. Pero no aparecían demonios en aquella versión del infierno, solo hombres vestidos a la usanza medieval, con espadas y lanzas. Mientras el santo observaba tras una torre derruida, los habitantes del infierno se mataban y torturaban con suma crueldad.

Oyó que la puerta crujía y se apartó del altar. Una silueta cruzó las sombras y entró en el reducido círculo de luz: Maya. Se había envuelto y cubierto la cabeza con uno de los negros chales de las religiosas, y, siguiendo el ejemplo de Madre Bendita, había prescindido del estuche de metal y llevaba su espada Arlequín a la vista de todos. La cincha de la funda le cruzaba el pecho, y la empuñadura de la hoja sobresalía tras su hombro izquierdo.

—¿Has encontrado el libro? —preguntó.

—Sí, pero hay algo más. Mi padre no sabía latín, pero se empeñó en traducirlo y lo apuntó todo en una libreta. Trata de cuando san Columba cruzó al Primer Dominio. Imagino que mi padre quería saber lo máximo posible de ese lugar antes de ir.

Una sombra de tristeza cruzó el rostro de Maya. Como de costumbre, parecía saber de antemano lo que Gabriel planeaba.

—Tu padre podría estar en cualquier parte, Gabriel.

—No. Está en el Primer Dominio.

—No es necesario que cruces hasta allí. El cuerpo de tu padre sigue en este mundo. Estoy segura de que tarde o temprano regresará.

Gabriel sonrió.

—Dudo que nadie tenga muchas ganas de regresar a la protección de Madre Bendita.

Maya meneó la cabeza y empezó a caminar arriba y abajo.

—La conozco desde que yo era una cría. Se ha vuelto tan negativa... Está llena de desprecio hacia todos.

—¿Siempre ha sido tan vehemente?

—Yo admiraba su valor y su belleza. Todavía recuerdo un viaje que hicimos juntas en tren a Glasgow. Fue un viaje repentino, no tuvimos tiempo de preparar nada, y ella no llevaba ni disfraz, ni peluca. Me acuerdo de cómo la miraban los hombres. Se sentían atraídos por ella, pero al mismo tiempo intuían el peligro.

—¿Y tú admirabas eso?

—Fue hace mucho tiempo, Gabriel. Ahora estoy intentando hallar mi propio camino. No soy una ciudadana ni un zángano, pero tampoco soy una Arlequín pura.

—¿Y qué clase de persona deseas ser?

Maya se detuvo ante él y no se esforzó por disimular sus emociones.

—No quiero estar sola, Gabriel. Los Arlequines pueden tener esposa, hijos o familia, pero en realidad nunca están verdaderamente unidos a ellos. En una ocasión, mi padre cogió mi espada y me dijo: «Ella es tu familia, tus amigos y tu amante».

Gabriel se acercó y le puso las manos en los hombros.

—¿Recuerdas cuando ayer nos sentamos en el banco, frente al mar, y me dijiste que estarías a mi lado pasara lo que pasase? Eso significó mucho para mí.

Estaban conversando —las palabras flotaban en el frío aire—, pero de repente, casi como por encantamiento, se produjo una transformación: la isla y la capilla se desvanecieron, y el mundo se convirtió solamente en ellos dos. Gabriel no vio disimulo en los ojos de Maya, no vio falsedad. Estaban conectados el uno con el otro de un modo profundo que iba más allá de sus respectivos papeles como Viajero y Arlequín.

El viento intentaba entrar en la capilla y arremetió con fuerza contra la puerta, como si pusiera a prueba su resistencia. Gabriel se inclinó hacia Maya y la besó largamente, hasta que ella se apartó. Habían acabado con una poderosa tradición como se arroja un papel al fuego. El deseo que Gabriel había sentido durante tantos meses apartó cualquier otro pensamiento de su mente. Cuando la miró, supo que no existían barreras entre ellos.

Suavemente, le quitó la espada del hombro y la dejó en un banco de madera. Gabriel regresó a ella, le apartó el cabello de la cara y volvieron a besarse. Maya se apartó, pero esta vez muy lentamente, y le susurró al oído:

—Quédate, Gabriel. Por favor, quédate...

Capítulo 21

Una hora más tarde, Gabriel y Maya yacían abrazados en el suelo, envueltos en el chal negro de lana. En la capilla hacía frío, y estaban medio desnudos. Gabriel había dejado su camisa en uno de los bancos, y Maya notaba en sus pechos el contacto de su cálida piel. Deseaba quedarse así para siempre. Gabriel la rodeaba con los brazos; por primera vez en su vida sentía que alguien la protegía.

Era una mujer que yacía junto a su amante, pero su parte Arlequín había estado aguardando como un fantasma en una casa oscura. De repente, se apartó de Gabriel y se sentó.

—Abre los ojos, Gabriel.

—¿Por qué?

—Tienes que salir de aquí.

El le sonrió, medio adormilado.

—No va a pasar nada...

—Vístete y vuelve a la cabaña que utilizan como almacén. Los Arlequines no pueden liarse con los Viajeros.

—Quizá podría hablar con Madre Bendita.

—Ni se te ocurra. No le digas nada y no te comportes de forma distinta. No me toques cuando ella esté cerca y no me mires a lo ojos. Hablaremos de esto más tarde, te lo prometo. Pero ahora tienes que vestiste y marcharte.

—Todo esto no tiene sentido, Maya. Eres adulta. Madre Bendita no es quién para decirte cómo debes vivir.

—No te das cuenta de lo peligrosa que es.

—Lo único que sé es que pasea por esta isla dando órdenes e insultando a todo el mundo.

—Hazlo por mí. Por favor...

Gabriel suspiró, pero obedeció. Despacio, se puso el pantalón, la camisa, las botas y la cazadora.

—Esto volverá a ocurrir —dijo.

—No. No volverá a ocurrir.

—Los dos lo deseamos, y lo sabes.

Gabriel la besó en los labios y salió de la capilla. Cuando la puerta se cerró, Maya empezó a relajarse. Esperaría a que le diera tiempo de llegar al almacén. Luego se vestiría. Se envolvió en el chal de lana y se tumbó en el suelo. Si se ovillaba todavía podía notar el calor del cuerpo de Gabriel en contacto con el suyo, aquel momento de intimidad y exaltación. El recuerdo de un deseo que pidió en un puente de Praga se abrió paso en su mente: «Que alguien me ame y yo sea capaz de devolverle ese amor».

Se deslizaba hacia un agradable sopor cuando la puerta se abrió y alguien entró en la capilla. Experimentó un instante de placer al pensar que Gabriel había regresado para volver a verla. Luego oyó que alguien avanzaba con paso decidido por el suelo de madera.

Unos fuertes dedos la agarraron por el pelo y la obligaron a ponerse en pie. Una mano surgió de la oscuridad y la abofeteó varias veces.

Maya abrió los ojos y vio a Madre Bendita. La Arlequín irlandesa había cambiado el hábito por un pantalón negro y un suéter.

—Vístete —ordenó. Recogió la ropa de Maya y se la arrojó.

Maya se quitó el chal y se puso la falda, a duras penas podía abrocharse los botones. Todavía iba descalza; los zapatos y los calcetines estaban desperdigados por el suelo.

—Si me mientes, te mataré aquí mismo, ante este altar. ¿Me has entendido?

—Sí.

Maya acabó de ponerse la falda y se levantó. Su espada estaba a unos pasos de distancia, en uno de los bancos.

—¿Eres la amante de Gabriel?

—Sí.

—¿Cuándo empezó todo?

—Esta noche.

—¡Te he dicho que no me mientas!

—Te juro que es cierto.

Madre Bendita se acercó a Maya, le alzó el mentón con la mano derecha y escrutó el rostro de la joven en busca de alguna señal de engaño o vacilación. Luego la empujó.

—Tuve mis diferencias con tu padre, pero siempre lo respeté. Era un verdadero Arlequín, digno de la tradición. En cambio tú no eres nada. Nos has traicionado.

—Eso no es cierto. —Maya intentó que su voz sonara fuerte y decidida—. Encontré a Gabriel en Los Ángeles y lo protegí de la Tabula.

—¿Acaso tu padre no te enseñó? ¿O es que te negaste a escucharlo? Los Arlequines protegemos a los Viajeros, pero no nos liamos con ellos. Y tú te has entregado al sentimentalismo y la debilidad.

Los desnudos pies de Maya apenas rozaron el suelo de madera cuando fue hacia el banco y cogió su espada. Se pasó la cincha por la cabeza y el arma quedó a su espalda.

—Me conoces desde que era pequeña —dijo—. Ayudaste a mi padre a que me destrozara la vida. Se supone que los Arlequines creen en la imprevisibilidad. Pues bien, ¡el azar no tuvo nada que ver con mi niñez! Me obligasteis a cumplir todo tipo de órdenes. Tú y todos los Arlequines que pasaron por Londres me abofeteasteis y me pegasteis. Me entrenasteis para que matara sin la menor duda o vacilación. Cuando tenía dieciséis años me cargué a aquellos tipos de París...

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