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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El río de los muertos (17 page)

BOOK: El río de los muertos
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—Eres un oficial de los Caballeros de Takhisis...

—De Neraka —lo corrigió ella—. Somos Caballeros de Neraka.

—Sí, he oído que vuestra organización ha hecho ese cambio al haber partido Takhisis...

—Como lo hizo el dios de los elfos, Paladine.

—Cierto. —La expresión de Kiryn era muy seria—. Aunque se sabe que las circunstancias de la marcha de uno y otro son distintas. Aun así, eso no es relevante para mi pregunta. En su breve historia, los caballeros negros, sea cual fuere su denominación, han sostenido que los elfos son sus acérrimos e implacables enemigos. Nunca han mantenido en secreto su manifiesto de que planean purgar el mundo de elfos y apoderarse de sus tierras para sí mismos.

—Kiryn —intervino en tono enfadado Silvanoshei—, éste no es precisamente un tema para...

Mina puso su mano sobre la del rey, que sintió el roce como fuego en la carne, llamas que quemaban y cauterizaban por igual.

—Dejad hablar a vuestro primo, majestad —dijo la muchacha—. Continúa, por favor.

—En consecuencia, no entiendo por qué conquistáis nuestra tierra y nos... —Hizo una pausa, el gesto severo.

—¿Y os dejamos vivir? —terminó Mina por él.

—No sólo eso —dijo Kiryn—, sino que curáis a nuestros enfermos en nombre de ese dios Único. ¿Qué pueden importarle a ese dios, un dios de nuestros enemigos, los elfos?

Mina se recostó en el respaldo. Tomó la copa de vino e hizo girar el delicado recipiente de cristal entre sus dedos, observando cómo las velas parecían arder en el caldo.

—Supongamos que soy la dirigente de una gran urbe. Dentro de las murallas de la ciudad viven miles de personas que esperan que yo las proteja. Bien, en esa ciudad hay dos familias muy poderosas que se odian. Ambas se han jurado destruir a la otra. Luchan entre sí cada vez que se encuentran, creando conflictos y enemistad en mi ciudad. Digamos que un peligro amenaza de repente a mi ciudad, que la atacan fuerzas poderosas del exterior. ¿Qué ocurre? Si esas dos familias siguen luchando entre ellas, sin duda la ciudad caerá. Pero si las dos familias acuerdan unirse y combatir juntas contra ese enemigo, tendremos una oportunidad de derrotar a nuestro adversario en común.

—Y ese adversario en común sería... ¿quién? ¿Los ogros? —preguntó Kiryn—. Antes eran vuestros aliados, pero he oído que desde que os atacaron...

Mina sacudió la cabeza.

—Los ogros llegarán a conocer al dios Único. Acudirán a unirse a la batalla. Vamos, sé directo —lo animó, sonriéndole—. ¡Los elfos sois siempre tan comedidos! No temas herir mis sentimientos. No me enfadaré. Haz la pregunta que realmente quieres plantearme.

—De acuerdo. Eres responsable de desenmascarar al dragón. Eres responsable de su muerte. Nos descubriste la verdad sobre el escudo. Nos has dado la vida cuando podrías habérnosla quitado. Nada es gratis, se dice. Toma y daca. ¿Qué esperas que te demos a cambio? ¿Qué precio hemos de pagar por todo esto?

—Servir al Único —contestó Mina—. Eso es todo lo que se requiere de vosotros.

—¿Y si elegimos no servir a ese dios? —preguntó Kiryn, serio y ceñudo—. Entonces, ¿qué?

—Es el Único quien nos elige, Kiryn —repuso Mina con la vista prendida en la gota de fuego que titilaba en el vino—. Nosotros no lo elegimos a Él. Los vivos le sirven. Y también los muertos. Especialmente los muertos —añadió en un tono tan bajo, suave y nostálgico que sólo Silvanoshei la oyó.

Ese tono y su extraña expresión le asustaban.

—Vamos, primo —dijo el rey, lanzando a Kiryn una mirada iracunda, de advertencia—. Dejemos a un lado esas discusiones filosóficas. Me producen dolor de cabeza. —A continuación hizo una seña a los criados—. Servid más vino, traed fruta y pasteles. Y decidles a los músicos que vuelvan a tocar. Quizás así no lo oigamos —le dijo a Mina con una risa.

Kiryn guardó silencio, pero siguió mirando a Silvanoshei con expresión preocupada.

Mina no escuchó al joven rey. Sus ojos recorrían la multitud. Celoso de que cualquiera le robara la atención de la muchacha, Silvanoshei se dio cuenta enseguida de que buscaba a alguien. Siguió su mirada, reparó en dónde se detenía y vio que estaba localizando a todos sus oficiales. Sus ojos se posaron en cada uno de ellos, y todos y cada uno de ellos respondieron, ya fuera dándose por enterados con una mirada o, como en el caso del minotauro, con una ligera inclinación de la astada cabeza.

—No tienes que preocuparte, Mina —dijo Silvanoshei, dando un tono algo cortante a su voz para mostrar que estaba molesto—. Tus hombres se están comportando bien, mejor de lo que había esperado. El minotauro sólo ha roto su copa de vino, ha partido un plato, ha hecho un agujero en el mantel y ha eructado lo bastante fuerte para que se lo haya oído en Thorbardin. En conjunto, una velada muy satisfactoria.

—Nimiedades —musitó ella—. Tan intrascendente. Tan sin sentido.

Mina aferró la mano de Silvanoshei de repente, y el joven rey sintió como si los dedos de la joven le apretaran el corazón. Sus ojos ambarinos lo miraron.

—Los preparo para lo que ha de venir, majestad. Imagináis que el peligro ha pasado, pero os equivocáis. El peligro nos rodea. Están los que nos temen, los que buscan nuestra destrucción. No debemos abandonarnos a la autocomplacencia, dejándonos arrullar con música agradable y buen vino. Por ello recuerdo a mis oficiales su deber.

—¿Qué peligro? —preguntó Silvanoshei, muy alarmado—. ¿Dónde?

—Cerca —contestó la muchacha, atrayéndolo hacia el ámbar—. Muy cerca.

—Mina, iba a esperar a darte esto —dijo Silvanoshei—. Tenía preparado un discurso... —Sacudió la cabeza—. Las palabras que realmente quiero decirte están en mi corazón, y tú las conoces. Las has oído en mi voz. Las has visto cada vez que me ves a mí.

Metió la temblorosa mano en la pechera del jubón y extrajo la bolsa de terciopelo. De ella sacó la caja de plata y la puso sobre la mesa, delante de Mina.

La muchacha miró la caja largos instantes. Estaba muy pálida. Él la oyó soltar un suave suspiro.

Al ver que no hacía intención de tocarla, Silvanoshei la cogió y la abrió.

Los rubíes del anillo relucieron a la luz de las velas, cada uno brillando como una gota de sangre, la sangre del corazón de Silvanoshei.

—¿Querrás aceptarlo, Mina? —preguntó con desesperada ansiedad—. ¿Querrás aceptar este anillo y llevarlo puesto por mí?

Mina extendió la mano, una mano fría y firme.

—Aceptaré el anillo y lo llevaré puesto. Por el Único.

Se lo colocó en el índice de la mano izquierda.

La alegría de Silvanoshei no tenía límites. Al principio le molestó que metiera a ese dios suyo en el asunto, pero tal vez sólo se limitaba a pedir su bendición. Él estaría dispuesto a pedírsela también. Estaría dispuesto a hincarse de rodillas ante ese dios Único si con ello ganaba a Mina.

La observó expectante, aguardando a que la magia del anillo hiciese efecto en ella, esperando que lo mirara con adoración.

Mina contempló el anillo y lo hizo girar para ver cómo destellaban los rubíes. Para Silvanoshei no existía nadie más, sólo ellos dos. Los demás sentados a su mesa, todos los que asistían al banquete, todas las personas del mundo eran un conjunto borroso de luz de velas, música y fragancia a rosas y gardenias, y todo ello era Mina.

—Ahora, Mina, tienes que besarme —dijo, extasiado.

La muchacha se inclinó hacia él. La magia del anillo funcionaba. Podía sentir que lo amaba. La rodeó con los brazos, pero antes de que sus labios llegaran a tocarse, los de ella se abrieron en un ahogado gemido. Su cuerpo se puso tenso, sus ojos se desorbitaron.

—¡Mina! —gritó, aterrado—, ¿qué te ocurre?

Ella soltó un grito de dolor, sus labios formaron una palabra, intentó hablar, pero la garganta se le cerró y sufrió arcadas. Cogió el anillo, frenética, e intentó sacárselo del dedo, pero una convulsión sacudió su cuerpo, que se retorció con dolores atroces. Se dobló sobre la mesa, con los brazos extendidos, derribando vasos y tirando platos. Exhaló un sonido inarticulado, de animal, que era espantoso de oír. Entonces se quedó inmóvil. Aterradoramente inmóvil, con los ojos fijos y abiertos, las pupilas ambarinas prendidas acusadoramente en Silvanoshei.

Kiryn se levantó de la silla en un acto involuntario. No tenía plan alguno, sus ideas eran un confuso remolino. Su primer pensamiento fue para Silvanoshei, que debía intentar fraguar de algún modo su huida, pero abandonó la idea de inmediato. Imposible con todos esos caballeros negros alrededor. En ese momento, aunque no lo supo conscientemente, Kiryn abandonó a Silvanoshei. El pueblo silvanesti era ahora responsabilidad suya. No podía hacer nada para salvar a su primo, pero quizá sí podría salvar a su gente. Los Kirath debían enterarse de lo ocurrido. Había que advertirles para que se prepararan y emprendieran las acciones que fueran necesarias.

Los otros elfos que se sentaban a la mesa del rey estaban paralizados por la impresión, demasiado aturdidos para moverse, incapaces de comprender lo que acababa de pasar. El tiempo pareció ir más y más lento, hasta detenerse del todo. Nadie respiraba, nadie parpadeaba, ningún corazón palpitaba; la incredulidad tenía petrificados a todos.

—¡Mina! —gritó Silvanoshei con desesperación, y alargó las manos para cogerla.

De repente estalló un pandemónium. Los oficiales de Mina, bramando de rabia, se abrieron paso entre la multitud aplastando sillas, tirando mesas, derribando a cualquiera que se encontraba en su camino. Los elfos chillaban. Algunos de los más astutos agarraron a la esposa o al esposo y huyeron a todo correr. Entre ellos se encontraba Kiryn. Cuando los caballeros negros rodeaban la mesa donde Mina yacía inmóvil, Kiryn lanzó una última y afligida mirada a su desdichado primo y, acongojado por un mal presentimiento, desapareció en la noche.

Una mano enorme, cubierta de pelaje marrón, aferró el hombro del rey con una fuerza aplastante. El minotauro, cuyo bestial rostro se crispaba en una mueca horrenda de furia y dolor, levantó a Silvanoshei de la silla y, barbotando una maldición, lanzó al joven elfo hacia un lado como quien aparta un desecho.

Silvanoshei se estrelló contra un emparrado ornamental y cayó trastabillando en el agujero donde antes se levantaba el Árbol Escudo. Yació aturdido, falto de resuello, y entonces unas caras sombrías, caras humanas, desfiguradas por una rabia asesina, lo rodearon. Unas manos lo sacaron sin contemplaciones del agujero; un fuerte dolor le recorrió el cuerpo y soltó un gemido. Quizá tenía un hueso roto, o tal vez los tenía rotos todos. Pero el verdadero dolor provenía de su corazón destrozado.

Los caballeros arrastraron a Silvanoshei hasta la mesa, donde el minotauro tenía posada la mano en el cuello de Mina.

—No hay pulso. Está muerta —dijo, cubiertos los labios de espuma. Se giró y apuntó con el dedo a Silvanoshei—. ¡Ahí está su asesino!

—¡No! —gritó el joven rey—. ¡La amaba! Le di mi anillo...

El minotauro cogió la mano inerte de Mina, dio un violento tirón al aro de rubíes y lo sacó del dedo. Acercó el anillo a Silvanoshei y lo sacudió delante de sus narices.

—Sí, le diste un anillo. ¡Un anillo envenenado! ¡Le diste el anillo que la mató!

De uno de los rubíes sobresalía una aguja minúscula, en la que brillaba una gotita de sangre.

—La aguja funciona con un resorte —anunció el minotauro, que ahora sostenía en alto la joya para que la vieran todos—. Cuando la víctima toca el anillo o lo gira sobre su dedo, se activa el mecanismo de la aguja y se clava en la carne, descargando el mortal veneno en la corriente sanguínea. Apuesto —añadió, sombrío—, que descubriremos que el veneno es de una clase cuyo uso es bien conocido para los elfos.

—Yo no lo hice... —gritó Silvanoshei, ahogado por la pena—. Fue el anillo... Yo no podría...

La lengua se le quedó pegada al paladar. Volvió a ver a Samar en sus aposentos. Samar, que conocía todos los pasadizos secretos de palacio. Samar, que había intentado obligarlo a huir, que no había ocultado su odio y su desconfianza hacia Mina. Sin embargo, la nota había sido escrita por la mano de una mujer. Su madre...

Un puñetazo, propinado por el minotauro, lo lanzó hacia atrás, pero en realidad Silvanoshei no lo sintió a pesar de que le rompió la mandíbula. El verdadero golpe era la certeza de su culpabilidad. Amaba a Mina y la había matado.

El siguiente puñetazo del minotauro lo sumió en la negrura de la inconsciencia.

11

El despertar

Las estrellas se apagaron lentamente con la llegada del amanecer, cada una de ellas un reluciente puntito de fuego sofocado por el fuego más intenso del sol de Krynn. El alba no llevó esperanza alguna a las gentes de Silvanost. Habían pasado un día y una noche desde la muerte de Mina. Por orden del general Dogah, la ciudad había sido acordonada y sus puertas cerradas. A los habitantes se les advirtió que permanecieran en sus casas por su propia seguridad, y los elfos obedecieron de buena gana. Las patrullas recorrían las calles, y los únicos sonidos que se oían eran el rítmico ruido de pasos de pies calzados con botas y alguna que otra orden seca de un oficial.

Fuera de Silvanost, en el campamento de los Caballeros de Neraka, los tres oficiales superiores llegaron ante la que había sido la tienda de mando de Mina. Habían acordado una reunión al amanecer y casi era la hora. Llegaron al mismo tiempo y se miraron entre sí incómodos, con irresolución. Ninguno quería entrar en la tienda vacía, donde aún seguía vivo el recuerdo de la muchacha. Ella estaba presente en cada objeto, y esa presencia sólo hacía más tangible su ausencia. Finalmente, Dogah, sombrío el semblante, apartó la lona de la puerta y entró. Lo siguió Samuval y por último Galdar.

Dentro de la tienda, el capitán Samuval encendió una lámpara de aceite, ya que las sombras de la noche todavía anidaban en el interior. Los tres miraron en derredor con gesto taciturno. Aunque Mina se había instalado en palacio, prefería vivir y trabajar entre sus tropas. La tienda de mando original y unos cuantos muebles se habían perdido mientras huían de los ogros. Esta tienda era de manufactura elfa, con colores alegres. Los humanos consideraban que parecía más apropiada para arlequines que para militares, pero, aunque a regañadientes, les impresionaba el hecho de que era muy ligera, fácil de guardar y de montar, y protegía de los elementos mucho mejor que las tiendas suministradas por los caballeros oscuros.

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