Authors: Jack Vance
La pantalla se oscureció y un par de minutos más tarde volvió a iluminarse de nuevo.
La chica sonrió a Gersen.
—Era cierto. Las tres únicas personas que tienen acceso al descifrador de archivos son Detteras, Kelle y Warweave.
—Muy bien, gracias. Así, el señor Detteras es el Director de Exploración, el señor Kelle, Presidente del Comité de planes de Investigación y el señor Warweave... ¿qué es?
—El Preboste Honorífico. Le dieron el título cuando dotó al departamento con la Concesión doscientos noventa y una. Es un hombre inmensamente rico y muy interesado en la exploración espacial. Va con frecuencia a Más Allá. ¿Ha estado usted en Más Allá?
—Acabo de volver de allí.
La chica se adelantó en la pantalla, muy interesada.
—¿Y es de veras tan fantástico y misterioso como dicen?
Gersen se sintió animado y excitado por la disposición de la joven hacia él.
—Puede venir conmigo y verlo por sí misma.
La chica no pareció perturbada por aquellas palabras. Pero sacudió la cabeza.
—Debería estar alarmada. Me han enseñado siempre a no confiar en hombres que provengan de Más Allá. Podría ser un traficante de esclavos y venderme.
—Tales cosas ya han ocurrido, es cierto —repuso Gersen—. Probablemente está más segura donde se encuentra ahora.
—Pero... —continuó ella con coquetería—. ¿Quién desea sentirse segura?
Gersen vaciló, se decidió a hablar y se contuvo. La chica le vigilaba en la pantalla con una expresión inocente. «Bien ¿por qué no?», se preguntó a sí mismo. Su abuelo había sido un viejo demasiado anticuado...
—En tal caso... si está dispuesta a arriesgarse... quizá no le importaría perder la tarde conmigo.
—¿Para qué propósito? —La chica recobró la formalidad—. ¿La esclavitud?
—Oh, no. Lo corriente. Simplemente, lo que usted desee, nada más.
—Esto es muy repentino. Después de todo, todavía no le he visto bien cara a cara.
—Sí, tiene usted razón —respondió Gersen, abatido en cierta forma—. No soy muy galante.
—Sin embargo, ¿qué puede haber de malo en ello? Soy muy impulsiva, así me lo han dicho siempre.
—Supongo que eso dependerá de las circunstancias.
—Usted acaba de llegar de Más Allá —dijo la chica en tono magnánimo—. Por eso supongo que puedo disculparle.
—Entonces, ¿vendrá usted?
Ella pretendió considerar la invitación.
—Muy bien. Correré el riesgo. ¿Dónde puedo encontrarle?
—Saldré a las tres para ver al señor Warweave, lo decidiremos entonces.
—Estoy libre de servicio a las cuatro... ¿Está usted seguro de no ser un traficante de esclavos?
—No soy ni siquiera un pirata.
—Más bien parece un hombre prudente. Bien, de momento me doy por satisfecha.
Al sur de Avente se extendía una playa arenosa, a 150 kilómetros al sur de la ciudad, que abarcaba la totalidad del golfo de Ard Hook. Lo mismo que en Remo y a unas cuantas millas más allá, se elevaban las villas cuidadosamente pintadas de blanco, alineadas y diseminadas entre los arrecifes que bordeaban el océano.
Gersen alquiló un coche, un pequeño deslizador de superficie, y puso proa al sur sobre la amplia barrera del portazgo de la ciudad, con la inevitable nube de polvo tras él. Durante un buen trecho la carretera discurría junto a la orilla del mar. La arena brillaba bajo la resplandeciente luz de Rígel; el agua, de un azul espléndido, acariciaba la playa bajo un penacho de blanca espuma, creando el murmullo invariable de todos los mares de todos los mundos conocidos al tropezar con la tierra firme. En un momento dado, la carretera comenzó a trepar a la altura de los acantilados; a su izquierda se extendían las arenosas dunas salpicadas de matorrales oscuros, con el contrapunto de algunas flores blancas que flotaban al extremo de los largos tallos. Frente a él las diseminadas villas del paisaje mostraban sus pequeños bosques sombríos de especies nativas, como el árbol de las plumas y las palmeras híbridas.
Más adelante, el suelo siguió subiendo y desde allí pudo observar que los arrecifes arenosos tenían el aspecto de pequeñas colinas redondeadas, a un paso del mar. Remo ocupaba la planicie existente al pie de una de aquellas colinas. Un par de embarcaderos rematados por sendos casinos de mar de cúpula alta y esférica llegaban hasta el extremo y formaban un puerto, en el que se divisaban multitud de pequeñas embarcaciones. La Universidad ocupaba la cresta de la colina: una serie de estructuras de techo plano conectadas por arcadas.
Gersen llegó al gran patio de entrada y al área de aparcamiento de coches y descendió hasta el suelo. Un amplio paseo le condujo hasta un arco conmemorativo dentro de una hermosa alameda, donde preguntó a un estudiante.
—¿El Colegio de Morfología Galáctica?
—En la próxima explanada, señor. Es el edificio del fondo.
Ponderando aquel respetuoso «señor» dicho por un hombre no mucho más joven que él, Gersen caminó hacia el sitio indicado, en medio de una multitud de estudiantes vestidos de todas las formas imaginables. Cruzó la explanada y se dirigió hacia el edificio del fondo. Se detuvo en el portal, extrañamente afectado por una sensación de desconfianza y timidez, que le había venido asaltando durante todo el viaje hacia la Universidad. ¿Se estaría comportando como un estudiante conmocionado por la sonrisa y el encanto de una chica? Y lo más sorprendente es que esta sensación surgía de lo más profundo de su ser. Se encogió de hombros, divertido e irritado al mismo tiempo y entró en el vestíbulo.
En la recepción le atendió una joven, que le miró dudando de su identidad. Era algo más baja y esbelta de lo que suponía; pero era igual de bonita que cuando la había visto en la pantalla del videófono.
—¿Señor Gersen?
Gersen esbozó lo que esperó resultase una sonrisa.
—¡Hola! Y a propósito, resulta que todavía no sé su nombre...
Ella pareció relajarse un poco.
—Me llamo Pallis Atwrode.
—Esto suprime muchas formalidades, supongo. ¿Sigue todavía en pie la propuesta que le hice?
—Claro que sí —respondió ella—. A menos que usted haya cambiado de idea.
—No.
—Sepa que actúo al margen de como suelo hacerlo normalmente —dijo Pallis Atwrode, con una sonrisa un tanto turbada—. He decidido olvidar mi linaje. Mi madre es una mediazul. Quizá sea tiempo de que comience a ser algo intrépida.
—Empieza usted a alarmarme —respondió Gersen—. Yo no soy tampoco muy intrépido, y si tengo que ser un héroe...
—No se trata de ser un héroe. No me intoxicaré, ni intentaré pelear, o...
Y la chica se detuvo.
—¿O?
—Sencillamente «o».
Gersen consultó su reloj.
—Será mejor que vaya a ver al señor Warweave.
—Su oficina está al fondo de aquel corredor. Y... señor Gersen...
—¿Sí?
—Hoy le dije a usted algo que no debía. Fue acerca del código. Supongo que se trata de cosas secretas. ¿Tendrá la bondad de no mencionarlo para nada al señor Warweave?
—No diré ni una sola palabra, esté segura.
—Gracias.
Se volvió, siguió la dirección indicada, a través de una materia esponjosa extendida por el suelo con dibujos blancos y grises. Las paredes blancas estaban desprovistas de toda decoración, excepto las diversas puertas colaterales con sus respectivos indicadores en varios tonos discretos de marrón, malva, verde oscuro e índigo. Siguió por el pasillo hasta encontrar una puerta con el indicador: «GYLE WARWEAVE» y debajo: «PREBOSTE».
Se detuvo un instante, pensando en la incongruencia de imaginar a Attel Malagate por aquellos alrededores. ¿Se había producido una ruptura en la cadena de sus razonamientos? El monitor estaba codificado y registrado por la Universidad. Hildemar Dasce, lugarteniente de Malagate, había buscado ansiosamente el archivo, que resultaba inútil sin el concurso del decodificador. Gyle Warweave, Detteras y Kelle, eran los tres únicos hombres que tenían acceso al aparato secreto, luego uno de los tres tenía que ser Attel Malagate. Entonces ¿cuál podría ser? ¿Warweave, Detteras o Kelle? Las conjeturas sin hechos probados resultaban papel mojado, así que tendría que enfrentarse a los hechos según fuesen ocurriendo.
Empujó la puerta. En la oficina, una mujer alta, de mediana edad y de ojos grises y mirada antipática, permanecía en pie escuchando a un joven, obviamente en apuros por alguna circunstancia, que sacudía la cabeza con lentitud mientras hablaba.
—Lo siento —respondió la mujer con sequedad—. Esos convenios se hacen siempre sobre la base formal de un logro por estudios. No puedo permitirle que moleste al Preboste con sus quejas.
—¿Para qué está aquí, entonces? —protestó airadamente el joven.
Tiene abierta la oficina en horas laborables, ¿por qué no puede escuchar mi versión del caso?
La mujer sacudió la cabeza.
—Lo siento. —Y le volvió la espalda—. ¿Es usted el señor Gersen?
El aludido se adelantó.
—El señor Warweave le está esperando, tenga la bondad de pasar por aquella puerta.
Gersen entró sin vacilación. Gyle Warweave, que estaba sentado en su despacho, se puso en pie al entrar el visitante. Era un hombre alto y de gran porte, agraciado y de fuerte constitución, de unos cincuenta años. Saludó a Gersen con mesurada cortesía.
—Señor Gersen, siéntese, tenga la bondad. Me alegro de conocerle.
—Gracias.
Gersen examinó a su interlocutor y su entorno. La habitación era más grande que las oficinas corrientes, con la mesa de despacho ocupando una posición poco usual a la izquierda de la puerta. Unas ventanas altas a la derecha daban a la explanada; la pared opuesta estaba empapelada con cientos de mapas y proyecciones Mercator de muchos mundos. El centro de la habitación aparecía vacío, dando la sensación de una sala de conferencias de la que se hubiese removido la mesa central. En un extremo, sobre un pedestal de madera barnizada, se erguía una construcción de piedra y agujas de metal, cuya procedencia le resultó a Gersen totalmente desconocida. Tras aquella rápida inspección volvió la atención al personaje que tenía frente a sí.
Gyle Warweave se adaptaba mal a la imagen que Gersen tenía de un típico administrador de Universidad. «No sería extraño que se tratara de Attel Malagate», pensó Gersen. Contradiciendo la evidencia de su tinte epidérmico conservador, Warweave vestía un traje azul brillante con una faja blanca de ricos tejidos, espinilleras de cuero blanco y sandalias azul pálido, ornamentos más propios de un joven arrogante de las playas de Sailmaker, al norte de Avente...
Warweave inspeccionó a Gersen con franca curiosidad y algo de condescendencia. Gersen no era un hombre elegante. Iba vestido con las ropas vulgares y corrientes de los que viven de espaldas a la moda, por no estar interesados en ella o no saber apreciarla. Llevaba la piel sin teñir (paseando por las calles de Avente, Gersen se había sentido casi desnudo) y su espesa cabellera terminaba recogida en la nuca, sin gracia alguna.
Warweave esperó con atenta cortesía.
—Estoy aquí, señor Warweave, en relación con un asunto bastante complejo. Los motivos no son importantes, por tanto le rogaré que me escuche sin preocuparse mucho por ellos.
—Es algo difícil; pero lo intentaré.
—En primer lugar, ¿conocía usted al señor Lugo Teehalt?
—No.
La respuesta fue inmediata y decisiva.
—¿Puedo preguntarle quién es el responsable del programa de exploración espacial para la Universidad?
Warweave meditó la pregunta.
—¿Se refiere usted a las grandes expediciones, la vigilancia del armamento, o algo en particular?
—Cualquier programa que utilice prospectores en espacionaves alquiladas.
—Hum... —repuso Warweave—. Por casualidad, ¿no será usted un prospector en busca de empleo? —preguntó a su vez con mirada de sospecha.
—No, señor. No busco ningún empleo —respondió Gersen sonriendo cortésmente.
Su interlocutor sonrió en correspondencia, haciendo un rápido guiño desprovisto de humor.
—No, claro que no. A veces me equivoco en mis juicios. Por ejemplo, su voz no me dice nada o muy poco. Usted no es nativo del Grupo. Si tuviera usted una fisonomía diferente, le localizaría como procedente del planeta Tres de la estrella Mizar.
—Durante la mayor parte de mi juventud viví en la Tierra.
—¿De veras? —Y Warweave levantó los ojos con exagerado asombro. Desde aquí consideramos a los terrestres en términos estereotipados: cultistas, místicos, hombres siniestros y envejecidos, aristócratas decadentes y cosas por el estilo...
—No reclamo ninguna clasificación especial —afirmó Gersen—. Por cierto que usted me resulta tan extraño, como yo a usted.
—Bien, señor Gersen. Me está usted preguntando sobre nuestra conducta particular en relación con los prospectores. En primer lugar, cooperamos con un cierto número de otras instituciones en el Gran Programa de Exploraciones Espaciales. Y en segundo lugar, existe un pequeño fondo que puede ser empleado en cualquier proyecto especial de menor envergadura.
—¿Corno la Concesión número doscientos noventa y una?
Warweave inclinó la cabeza en señal de asentimiento.
—Es muy curioso —dijo Gersen.
—¿Curioso? ¿Porqué?
—Lugo Teehalt era un prospector. El monitor que llevaba a bordo de su Nueve B estaba registrado por la Universidad de la Provincia del Mar, bajo la Concesión dos, nueve, uno.
Warweave hizo una mueca de duda.
—Es muy posible que el señor Teehalt estuviera trabajando para alguno de los departamentos principales en algún proyecto especial.
—El monitor estaba codificado. Esto reduce muchísimo tales posibilidades.
Warweave miró con dureza a Gersen.
—Si supiera qué desea saber, quizá podría aclararle más ese punto.
«No pierdo nada si le cuento el resto. Si Gyle Warweave es Malagate, ya sabrá lo ocurrido. En caso contrario, no perjudicará a nadie», pensó Gersen.
—¿Le resulta familiar el nombre de Attel Malagate?
—¿Malagate el Funesto? ¿Uno de los llamados Príncipes Demonio?
—Lugo Teehalt localizó y descubrió un mundo de unas condiciones en apariencia idílicas... un mundo más allá de todo valor monetario, más terrestre que la propia Tierra. Malagate supo el descubrimiento, no sé de qué forma. En cualquier caso, el resultado ha sido que cuatro de los hombres de Malagate mataron a Teehalt en el Refugio Smade.