Authors: Jack Vance
Ferristoun era un lúgubre distrito ocupado casi en su totalidad por fábricas y almacenes, además de un alegre hostal, lujosamente ornamentado con vidrieras de vivos colores y maderas talladas, a semejanza de las bellas arcadas construidas a lo largo de la orilla del lago.
Era ya media mañana y la lluvia había oscurecido las aceras de piedra negra. Pesados camiones de seis ruedas atronaban las calles, añadiendo su ruido al de las máquinas de las fábricas. Conforme avanzaba por la calle un sonido agudo de sirenas cambió el panorama; las aceras y paseos se vieron súbitamente poblados por trabajadores que acababan su turno. Eran gentes de color pálido, con rostros impasibles, o sin destellos de humor alguno, vistiendo en general unos trajes de fábrica bien confeccionados y abrigados en alguno de los colores gris, azul oscuro o amarillo mostaza, un cinturón que contrastaba con el uniforme, bien en blanco o en negro y unos gorros de piel de color negro. Todos parecían tener el mismo aspecto, como consecuencia del elaborado sindicalismo del gobierno, cuidadoso y desprovisto de humor, como su propia constitución.
Sonaron poco después dos toques de sirena. Como por arte de magia, las calles quedaron de nuevo vacías y los trabajadores se encerraron en los edificios como cucarachas expuestas a la luz.
Unos momentos después, Gersen llegó a una fachada manchada de cemento donde en un gran letrero con letras de bronce se podía leer: FERITSE, y debajo, en la escritura ganchuda de Oliphane:
Instrumentos de Precisión
.
Otra vez se hacía necesario exponerse ante sus enemigos: el programa estaba muy lejos de resultarle cómodo. Bien, no había otro remedio. Una sencilla puerta le condujo al interior del edificio. Gersen entró en un oscuro salón que, a través de un túnel de cemento, le condujo a las oficinas de la administración de la Compañía. Se aproximó a un mostrador, donde le atendió una señora de cierta edad de agradable presencia y buenos modales. Según la costumbre local, iba vestida con ropas masculinas mientras trabajaba, un traje azul oscuro y un cinturón negro. Reconoció a Gersen como un ser extraño a su mundo, se inclinó con suntuosa cortesía y le preguntó con voz suave y reverente:
—¿En qué puedo servirle, señor?
Gersen le mostró la placa de latón.
—He perdido la llave de mi monitor y deseo otra.
La mujer parpadeó y sus modales cambiaron casi inconscientemente. Alargó vacilante la mano hacia la placa, tomándola entre dos dedos como si estuviera apestada y miró por encima del hombro.
—¿Bien? —preguntó Gersen con voz alterada por la tensión del momento— ¿Hay alguna dificultad?
—Pues... hay nuevas regulaciones al respecto, señor —murmuró la mujer—. He recibido instrucciones para... Es preciso que consulte con el Director Gerente Masensen. Perdone señor.
Se dirigió hacia el corredor casi al trote y desapareció en el acto por una puerta lateral. Gersen esperó con los perceptores de su consciente saltando en su cerebro como un fuego de artificio. Estaba más nervioso de lo necesario, el nerviosismo nubla el juicio y afecta la agudeza de la observación... La mujer retornó al mostrador con lentitud, mirando a derecha e izquierda, evitando la mirada de Gersen.
—Un momento, por favor. Si tiene la bondad de esperar... Es preciso inspeccionar ciertos registros, ¿no es eso lo que ocurre siempre? Cuando una persona tiene prisa...
—¿Dónde está la placa con la serie?
—El Director Mansensen la ha tomado a su cargo.
—En tal caso, hablaré con ese Director Gerente Mansensen en el acto.
—Preguntaré...
—Por favor, no se moleste —dijo Gersen.
E ignorando su gesto de protesta, se dirigió resueltamente por el mismo camino hacia una habitación interior. Un hombre de rudas facciones, vestido con un uniforme azul desvaído, se hallaba sentado en una mesa telefoneando. Mientras lo hacía, miraba a la placa con la serie perteneciente a Gersen. A la vista de éste, su boca se retorció con irritación y desaliento. Colgó el teléfono rápidamente. Transcurrió un momento en que sus ojos relampaguearon examinando a Gersen de arriba a abajo, hasta que le gritó:
—¿Quién es usted, señor? ¿Por qué ha entrado en mi despacho?
Gersen se dirigió hacia le mesa, cogió la placa y le respondió:
—¿A quién telefoneaba usted en relación con este asunto?
Mansensen se irguió orgulloso.
—¡No es nada que a usted pueda importarle, en cualquier caso! ¡Valiente descaro! ¡En mi propia oficina!
Gersen le habló con voz enérgica y suave.
—Los Tutelares estarán muy interesados en sus negocios ilegales. No comprendo por qué elegir la forma de desafiar a la ley...
Mansensen se reclinó en su sillón con la alarma pintada en sus facciones. Los Tutelares, de una casta tan elevada que la diferencia existente entre el propio Mansensen y su empleada no hubiese significado apenas nada, era gente con las que no se podía bromear. No respetaban a nadie, tendían a creer en la acusación más que en las protestas de inocencia. Vestían unos suntuosos uniformes de espeso tejido tornasolado, que variaban de color con la luz, desde el ciruela al verde oscuro y oro. No tan arrogantes como serios, se conducían con todas las facultades que implicaba su elevada casta. En Oliphane, la tortura penal se administraba como disuasión más barata y seguramente más eficaz que las multas o el encarcelamiento. La amenaza de una acusación ante la policía podía, por tanto, provocar la consternación al más inocente.
El Director Gerente respondió, todavía irritado y orgulloso:
—¡Yo nunca desafié a la ley! ¿Acaso he rehusado su petición? Ciertamente que no.
—Entonces, consígame la llave de inmediato.
—Más despacio —dijo Mansensen—. No podemos ir tan deprisa. Hay registros que inspeccionar. No olvide que tenemos negocios mucho más importantes que atender a cualquier vagabundo astroso que entre sin ser llamado en nuestras oficinas para insultarnos.
Gersen le devolvió la mirada con hostilidad y desafío.
—Muy bien. Iré a quejarme a la Jefatura de los Tutelares.
—Mire, sea razonable —suplicó a medias Mansensen con pesada afabilidad—. Todas las cosas no pueden hacerse al momento.
—¿Dónde está mi llave? ¿Todavía sigue planeando desafiar a la ley?
—Naturalmente que no, tal cosa es imposible. Me ocuparé del asunto. Vamos, tenga un poco de paciencia. Tome una silla y cálmese.
—No tengo necesidad alguna de esperar.
—¡Ya está bien, pues!
Los labios del director temblaron de ira, su rostro estaba congestionado y golpeó el tablero con los puños. El secretario, horrorizado, emitió un chillido de terror.
—¡Traiga a los Tutelares! —tronó furioso—. Le acusaré a usted por amenazas y molestias en mi propia oficina. ¡Le veré azotado de arriba a abajo!
Gersen no se atrevió a perder más tiempo. Se volvió y salió de allí. Pasó a través de la oficina exterior y se dirigió por el túnel de cemento. Se detuvo, lanzó tras de sí una mirada rápida para comprobar que el funcionario de la recepción no le prestaba atención alguna. Resoplando como un lobo, Gersen continuó su camino, subió a la entrada y se encaminó a la planta y, a través de un arco, paso a las cámaras de producción.
Se hizo a un lado y se ocultó tras una pilastra, desde donde examinó las diferentes líneas de producción de la fábrica. Ciertas fases estaban bajo control bioquímico, otras estaban atendidas por deudores, desviados morales, vagabundos y borrachos, reclutados por docenas en la ciudad. Permanecían encadenados a sus bancos, vigilados por un viejo capataz, y trabajaban con apática eficiencia. El supervisor de la nave estaba sentado en una plataforma elevada, para observar mejor el desenvolvimiento de toda el área de la nave industrial.
Gersen captó el proceso de construcción de los monitores e identificó el área en que se hallaban instaladas las cerraduras, un departamento que abarcaba sesenta metros de pared, junto a una cabina donde un trabajador, seguramente un controlador del tiempo o guardián, se sentaba a su vez en un alto sillón.
Hizo una inspección final de la nave. Nadie había mostrado el menor interés por su presencia. La atención del supervisor estaba dirigida a otra parte. Se aproximó a lo largo del muro hasta la pequeña cabina del guarda, un viejo con unas sardónicas cejas espesas y un rostro arrugado, de cínica nariz aquilina y un rictus de desprecio en los labios. Un hombre poco pesimista, pero aparentemente sin optimismo alguno. Gersen se dirigió al individuo rodeado por las sombras.
El empleado le miró con asombro.
—¿Bien, señor? ¿Qué es lo que desea? No está permitida su presencia aquí, debería saberlo.
—¿Le interesaría ganarse un centenar de UCL... ahora mismo? —preguntó yendo al grano.
El empleado hizo una mueca triste.
—Pues claro que sí. ¿A quién tengo que matar?
—No pido tanto —repuso Gersen, enseñándole la placa—. Deme la llave de este instrumento y serán suyos cincuenta UCL. —Y sobre la marcha depositó frente a él los billetes prometidos— Descubra a nombre de quién está registrada la serie y el número y tendrá los otros cincuenta UCL.
Y ante los ojos del atónito empleado contó el resto de los billetes.
El individuo contó el dinero y miró en torno suyo.
—¿Por qué no se dirige a la oficina del Director Gerente Mansensen? Normalmente es él quien lleva estos asuntos...
—He irritado a ese señor hace un momento —dijo Gersen—. Me puso demasiadas dificultades y yo tengo mucha prisa.
—En otras palabras, el Director Mansensen no aprobaría mi ayuda.
—¿Por qué supone usted que le ofrezco cien UCL?
—¿Es el valor de mi trabajo?
—Si me voy ahora mismo, nadie lo sabrá en absoluto. Y Mansensen jamás conocerá la diferencia.
—Muy bien —respondió el empleado, considerando el negocio—. Puedo hacerlo. Pero necesito otros cincuenta UCL para el constructor de las llaves.
Gersen se encogió de hombros y sin una palabra más contó otros cincuenta UCL en billetes.
—Apreciaré mucho la prisa que se den.
El empleado soltó una carcajada.
—Desde mi punto de vista, cuanto más pronto se vaya mejor para todos. Tendré que examinar dos juegos completos de registros. No somos muy eficientes. Mientras, escóndase por ahí, fuera de la vista de cualquiera de la fábrica.
Anotó la serie y el número, salió de la cabina y desapareció tras un tabique.
Pasó algún tiempo. Gersen advirtió que el muro trasero estaba formado por cristales en paneles pintados. Se inclinó y pudo obtener una borrosa visión de la estancia existente tras el tabique. El empleado permanecía en pie junto a un cajón de archivo, a la antigua usanza, hojeando fichas. Encontró la correspondiente y tomó una serie de notas. Pero en aquel momento, procedente de una puerta lateral, Mansensen irrumpió violentamente en la habitación. El empleado cerró el cajón y se volvió. El Director se detuvo y profirió una orden a la que el empleado respondió con monosílabos en tono indiferente. Gersen tuvo que rendir tributo de admiración a su sangre fría. Mansensen le miró una vez más y volvió a los archivos.
Con un ojo puesto en Mansensen, el empleado se inclinó sobre el especialista en llaves, le susurró algo al oído y salió. El Director Gerente miró a su alrededor con aire de sospecha; pero el empleado ya estaba fuera de su vista.
El mecánico introdujo una llave en la máquina, consultó un papel, presionó una serie de botones para controlar las muescas, salientes, conductividad y nodos magnéticos de la llave.
Mientras tanto, Mansensen huroneó por el archivo hasta encontrar lo que buscaba, copió una ficha y salió de la estancia. El empleado regresó inmediatamente. El mecánico le entregó la llave terminada y volvió hacia su cabina de guardia. Entregó la llave a Gersen, y tomó los cinco billetes de color púrpura de UCL.
—¿Y el registro? —preguntó Gersen.
—No puedo ayudarle. Mansensen ha ido al archivo y se llevó la ficha.
Gersen observó pensativo la llave. Su principal propósito había sido conocer el último propietario registrado del monitor. La llave era mejor que nada, por supuesto, y el archivo más fácil de guardar que el monitor sin abrir. Pero el tiempo urgía y no se atrevió a demorar más su gestión.
—Guárdese los otros cincuenta —dijo Gersen mostrándole la recompensa ofrecida por el registro—. El dinero, después de todo, ha venido de Malagate. Compre algún regalo a sus hijos.
El empleado rehusó orgullosamente.
—Yo acepto el pago de lo que logro. No necesito regalos.
—Como quiera. Dígame cómo salir de aquí sin ser visto.
—Mejor será que salga por donde ha venido. Si intenta otra salida, la patrulla podría detenerle.
—Gracias. ¿No es usted oliphano?
—No. Pero llevo tanto tiempo aquí que he olvidado cualquier otra cosa mejor.
Gersen miró con precaución desde la cabina. La situación era como antes. Se deslizó cuidadosamente, caminó con rapidez a lo largo del muro hacia el arco de entrada y después tomó el túnel. Pasó la puerta que conducía a las oficinas de la administración, miró en su interior y vio a Mansensen paseando de un lado a otro, agitado. Gersen se dio prisa en pasar, cruzó la sala y se dirigió hacia la puerta del exterior. Pero en aquel instante se abrió, dejando paso a un hombre de oscuras facciones. Gersen continuó impertérrito su camino, como si sus asuntos fuesen los más legales del mundo.
El hombre se le aproximó y sus ojos se encontraron. El recién llegado se detuvo: era Tristano, el terrestre.
—¡Vaya suerte! —exclamó con voz satisfecha—. Una gran suerte, realmente.
Gersen no replicó. Lenta y cautelosamente buscó la salida, demasiado nervioso y tenso para sentir temor. Tristano dio un paso y le bloqueó la salida. Gersen se detuvo y valoró a su enemigo. Tristano era algo más bajo que él, pero de recio cuello y anchos hombros. Tenía una cabeza pequeña y casi sin cabellos, las orejas recortadas quirúrgicamente y la nariz chata. Su expresión era calmosa, con una serena y secreta sonrisa retorcida en las comisuras de los labios. Debía de ser un hombre que no debería experimentar ni odio ni piedad, un tipo sólo útil para ejercitar su capacidad combativa. «Un tipo muy peligroso», pensó Gersen.
—Déjeme pasar —le advirtió con calma.
Tristano extendió su mano izquierda casi con delicadeza.
—Quienquiera que sea, vaya con prudencia. Venga conmigo.